Continuando con la política enunciada en ediciones anteriores, el número 35 de Resonancias adopta el “Feliz el pueblo cuya historia se lee con aburrimiento”. La frase, atribuida a Montesquieu y citada frecuentemente en nuestros días, resulta pertinente para iniciar la presente editorial dadas las circunstancias a las que refiere nuestra edición número 34. En efecto, el título “Música, política y dictaduras iberoamericanas en el siglo XX” remite a un pasado reciente que, al tiempo que despierta interés e incluso pasión entre los investigadores, resulta doloroso para muchos de sus protagonistas y es motivo de tensiones para la sociedad en su conjunto. Si el postmodernismo nos ha mostrado que toda historia se relaciona, en mayor o menor medida, con el presente del historiador, no cabe duda de que su escritura se dificulta cuando se trata de eventos muy recientes y traumáticos como los que aquí se narran. Después de todo, desde una perspectiva histórica bien podemos recurrir a otra archisabida frase, esta vez de Gardel y Le Pera, para decir que “veinte años no es nada” –y lo mismo treinta o cuarenta.
Esta cita procedente de un tango nos lleva de vuelta al campo de la historia de la música para recordarnos que esta se relaciona inevitablemente con la historia política, aun cuando, con cierta frecuencia y a pesar de lo mucho escrito que lo demuestra, se siga afirmando lo contrario. Aún en nuestros días persiste la tendencia a conceptualizar la música como una manifestación abstracta y, hasta cierto punto, autónoma de su contexto. Sin negar que el arte tiene la capacidad de trascender su función y distanciarse (incluso críticamente) de la sociedad, no es menos cierto que tal autonomía, como ya defendiera Adorno, es solo relativa. Si entendemos el concepto de cultura no solo como los productos del intelecto humano sino como las diversas formas de representación de una sociedad, entonces se desprende que la música, en cuanto forma de representación cultural, está inevitablemente ligada a la sociedad en todas sus dimensiones, tanto para reflejarla como para darle forma, en una relación de reciprocidad. De otra manera sería difícil entender que, incluso en los contextos más extremos (por ejemplo, los campos de concentración), la música esté presente en sus diversas formas. Y deberíamos insistir en esto último: la diversidad de sus manifestaciones; porque, contra la visión tradicional según la cual la música cumpliría siempre una función noble y enaltecedora, algunos de los trabajos del presente número nos recuerdan, hasta cierto punto con Platón, que puede constituir también un instrumento de degradación. Pero, más que un defecto, esta duplicidad constituye tal vez el principal aliciente para su estudio, por cuanto la vincula con todas las facetas de la existencia humana. De ahí la importancia de fomentar el desarrollo de la musicología, en sus múltiples variantes y para estudiar toda clase de repertorios y prácticas.
La idea de dedicar un número de Resonancias a la relación entre música y dictadura fue propuesta por Christian Spencer en su calidad de anterior editor de la revista y concebida, en principio, para conmemorar los cuarenta años del golpe militar en Chile. Sin embargo, a medida que el tema fue discutido por el comité editorial, se hizo evidente la pertinencia de incluir trabajos sobre la relación música-política en un sentido más amplio, así como de extender el marco geográfico para incluir otras latitudes de Iberoamérica, cuya historia reciente está, asimismo, marcada por regímenes dictatoriales de diversa duración. Por lo demás, esta ampliación coincide con la perspectiva, si no global, al menos regional que la revista ha adoptado en el último tiempo.
Los artículos de investigación incluidos en este número dan buena cuenta de todo ello. A partir del caso de Alberto Kurapel, Laura Jordán nos muestra la constitución de una música de exilio, con características que reflejan las condiciones específicas que su autor vivió en Canadá en las décadas del setenta y ochenta. Contra la idea común de una comunidad de exiliados unida y sin fisuras, Jordán nos muestra las disputas entre las diversas organizaciones que lideraban las actividades culturales y el peso que tenían los partidos políticos, al punto que la relegación de Kurapel a los márgenes del movimiento se explica en parte por su independencia partidista. Pero dicha relegación se explica también por aspectos propiamente musicales, como la emisión particular de la voz en algunas de sus canciones, que no siempre fue entendida ni aceptada por el público de la época, a pesar de que reflejaba bien el destierro en el que el músico se hallaba. Así, la realidad estudiada resulta mucho más compleja de lo que pudiera parecer a simple vista e involucra tanto a la práctica musical como a su contexto histórico-social.
Alberto Paranhos, por su parte, retrotrae un poco más el tiempo para llevarnos a la dictadura de Getulio Vargas en Brasil, quien impuso su “Estado Novo” tras el golpe de estado de 1937. Desde una mirada claramente modernista, el régimen buscó combatir la figura del “malandro” como personaje que encarnaba la antítesis de los ideales que Vargas buscaba inculcar. Podríamos pues decir, con José D’Assuncao Barros, que una representación cultural –el pobre como vagabundo y potencial delincuente– llevó a una práctica específica –la vigilancia y censura de ciertas formas de música popular que parecían encarnar los antivalores. Una vez más, como Parahnos señala, la realidad se nos muestra “entrecruzada, de punta a punta, por conflictos y contradicciones de todo tipo”, ya que el gobierno estuvo lejos de conseguir su objetivo: la música popular de la época continuó dando espacio a voces que disonaban con el discurso oficial.
Esta complejidad queda también de manifiesto en el trabajo de Marita Fornaro, quien, entre otras cosas, rompe con la tendencia de considerar exclusivamente la música de oposición al régimen, para estudiar “‘la música de la dictadura’ como un conjunto que incluye, en continua tensión, las manifestaciones generadas desde lo oficial y las producidas desde la oposición”. En este contexto, una canción como A Don José, de Rubén Lena, pudo ser utilizada tanto por el gobierno de la época como por la resistencia, alcanzando incluso la reciente ceremonia de asunción del presidente Mujica en marzo de 2010. Adicionalmente, Fornaro no deja de señalar el “marcado deterioro” que experimentó el régimen democrático con anterioridad al período dictatorial de 1973-1985, aspecto que sin duda resulta imprescindible para comprender –nunca para justificar– algunas de las atrocidades que se vivieron con posterioridad.
Mara Favoretto nos muestra cómo el rock argentino, visto con recelo por la dictadura de 1976-1983 durante sus primeros años, comenzó a ser favorecido por ella en su última etapa, particularmente durante la Guerra de las Malvinas. El joven, considerado inicialmente una especie de enemigo interno, pasó a constituirse en un potencial aliado para combatir a Inglaterra, el enemigo externo. Por esta razón, el régimen comenzó a fomentar el rock nacional, tanto en las radioemisoras como en los recitales masivos. Sin embargo, los jóvenes aprovecharon esta apertura para cuestionar tanto al propio régimen como a una guerra que consideraban absurda, estableciéndose así una distancia crítica que resultó opuesta a lo que las autoridades esperaban.
El texto de María Inés García, María Emilia Greco y Nazareno Bravo adopta una perspectiva diferente, pues se sitúa en un período de interregno entre dos regímenes dictatoriales argentinos, abordando así la relación música-política en democracia. Partiendo de un disco editado en 1965, el texto muestra que, si bien los representantes del movimiento conocido como “Nuevo Cancionero” tuvieron una indudable vinculación con la izquierda política, se identificaron también con ideales diversos, no necesariamente propiciados por dicho sector. Además de contribuir a la renovación de la canción popular, los músicos estudiados hicieron un uso político de ella, dando primacía a los conceptos de “patria” y “pueblo” y reivindicando la figura del trabajador manual. La canción constituyó así un mensaje con contenido ideológico y el cantor fue entendido como un agente de cambio, que podía aportar a la construcción de una sociedad más justa. Sin embargo, el cambio que se proponía nunca fue absoluto, pues al tiempo que los músicos criticaban la tradición, aceptaban su legado. Esta posición algo contradictoria se manifestó también en su adhesión implícita a los antiguos ideales patriarcales, a pesar de que estos contravenían los preceptos de igualdad que defendían en sus canciones.
Katia Chornik nos lleva de vuelta al contexto de la dictadura militar, pero de un modo nada convencional: por medio de la entrevista en profundidad, la autora incorpora en su estudio el punto de vista de un funcionario de la DINA que se desempeñó en diferentes centros de tortura. De esta forma, la mirada de las víctimas se ve complementada con la de uno de los victimarios. A lo largo del texto, vemos que la música era utilizada tanto como herramienta de resistencia y evasión por parte de los presos como de encubrimiento y tortura por parte de sus carcelarios. Si ello da cuenta de la capacidad de la música para vincularse con los más diversos usos, tanto el testimonio del entrevistado como otros citados permiten entrever algo que comentábamos al inicio de esta editorial: la dificultad –incluso de los propios torturados– para aceptar que la música pueda cumplir una función negativa y más aún vejatoria.
El artículo de Viviana Parody viene a recordarnos que el paso de un régimen dictatorial a uno democrático no implica, necesariamente, un cambio absoluto en el plano político o ideológico. Si tanto en dictadura como en democracia se censura y persigue a los afrodescendientes y el sonido de los tambores, entonces la práctica del candombe afrouruguayo daría cuenta de una continuidad, en lugar de la ruptura esperada. Más aún, incluso cuando, siendo tales prácticas valoradas bajo la bandera del multiculturalismo en nuestros días, subyacen todavía estereotipos y exotismos que implican una reducción de las mismas a una especie de “identidad de vitrina”, ocultándose, de esta forma, las narrativas de sus protagonistas. Así, el caso del candombe encarna uno de los problemas atribuidos a la industria de la World music: bajo la apariencia de una diversidad, se selecciona de las “otras” músicas solo aquello que encaja mejor con las músicas predominantes o hegemónicas.
Finalmente, Márcia Ramos nos muestra la vinculación entre pasado y presente en su estudio sobre un álbum doble –O Banquete dos Mendigos– editado en 1973, en plena dictadura militar. El disco fue grabado durante el evento del mismo nombre efectuado en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro el 13 de diciembre de dicho año y agrupó a diversos músicos de la época. Su estrecha relación con el presente queda de manifiesto en la importancia que tuvo la conmemoración de sus cuarenta años realizada en 2013. Pero quizás, al tratarse de una antología sonora, este presentismo pudiese verse potenciado por una cualidad que diversos autores (entre otros Leo Treitler y, más recientemente, Jim Samson) han atribuido a la historia del arte en general y la música en particular: que las obras, sea cual sea el tiempo en el que fueron creadas, están vivas en el presente.
El dossier se cierra con la sección “Documentos”, a cargo de Rodrigo Sandoval, quien presenta un catastro de fondos y colecciones disponibles en diferentes archivos, tanto físicos como virtuales, que pueden ser de utilidad para investigar la relación entre música y política en Chile, durante los últimos cuarenta años. De esta forma, Resonancias aspira a facilitar la futura labor de investigadores que, desde diversas disciplinas, contribuyan con nuevas miradas sobre algunos de los aspectos que aquí se han tocado.
Al final del número, hemos incluido una reseña de un libro editado recientemente por Carmen Souto y a cargo de varios autores, sobre el desarrollo del jazz en Cuba. Entre otras cosas, este trabajo da cuenta de la relación de ida y vuelta que ha existido entre el jazz cubano y el estadounidense, algo poco documentado en otros países del continente.
En su conjunto, el número 34 de Resonancias presenta una mirada fresca sobre tópicos que son de gran actualidad en el vasto campo de los estudios musicales. Al mismo tiempo, el lector podrá darse cuenta de algunas modificaciones que hemos introducido con relación al número anterior, tanto en lo formal (por ejemplo, el membrete bibliográfico en cada artículo) como en el contenido (una política editorial detallada y acorde con los parámetros éticos y procedimentales que orientan a las revistas académicas internacionalmente). Estos cambios tienen por objetivo continuar acrecentando el perfil investigativo de la revista y su figuración en un marco lo más amplio posible.
Quisiera concluir esta editorial agradeciendo muy sinceramente a Christian Spencer, tanto por la idea original que dio lugar al presente dossier como por su importante contribución a potenciar la revista durante el período en el que trabajó como editor. Quienes integramos hoy el equipo editorial tenemos una deuda de gratitud hacia él, así como hacia quienes han contribuido al desarrollo de Resonancias en estos diecisiete años de existencia.
Así mismo, aprovecho esta instancia para dar la bienvenida y desear éxito a la nueva editora, Leonora López, quien ha colaborado intensamente con el suscrito y el comité editorial para que este número pudiese llegar a buen puerto.
Vera, Alejandro. 2014. "Editorial". Resonancias 18 (34): 9-12.