Resonancias vol. 24, n° 46, enero-junio 2020, pp. 13-28.
DOI: https://doi.org/10.7764/res.2020.46.2
A lo largo de las páginas siguientes vincularemos la obra de Gesualdo con aspectos musicales de compositores recientes y contemporáneos como Scelsi, Ligeti, Lachenmann, Eötvös, Rihm y Kate Soper. Exploraremos la música de estos últimos con el propósito de comprender aspectos axiales de la cultura contemporánea. Con este fin, pondremos nuestra atención en el lazo entre una cosmovisión trágica y otra cómica, así como en el solipsismo del individuo contemporáneo. Finalmente, relacionaremos todos estos aspectos con un concreto significado de la creación.
En un mundo aplastado por la gravedad de lo material en uno de sus extremos, y evaporado en el otro hacia un vacío existencial, tendemos a buscar un paliativo, un remedio, con el que integrar o compenetrar las realidades disgregadas. Esta tirantez entre una realidad inmanente y otra evanescente domina la estética de los siglos XX y XXI, determinando o dando forma a una particular cosmovisión, hasta el punto de poder afirmarse que son escasos los creadores actuales que no participan de dicha tensión. Esta dialéctica afecta al conjunto de nuestro imaginario, condicionando nuestro modo de estar en la existencia o acaso, más acertadamente, ante ella, no ya con un gesto de asombro sino más bien de apatía o incluso de fastidio.
Conforme a estos síntomas de fractura en la cosmovisión del sujeto y en lo que concierne a un ámbito musical, resulta destacable la paulatina recuperación que, a partir de la segunda mitad del pasado siglo, se ha llevado a cabo de la obra de Gesualdo, de existencia altamente dramática. No entraremos a desmenuzarla, a recorrer su camino vital, como tampoco nos detendremos en aquellos detalles relativos a su condición de noble, aun cuando se tiende a asumir que posibilitó la libertad musical con que compuso su obra. La lectura que realizaremos en este trabajo es de naturaleza estético-existencial, conformada a modo de diálogo con nuestra situación presente.
Si de un salto nos plantamos en los albores del siglo XX y nos detenemos un instante en las obras vocales de Schönberg, Berg o Webern, repararemos en su recurrencia a la expresividad mediante las posibilidades del binomio grito-carcajada, así como de diferentes motivos próximos al artificio y al claroscuro, aspectos desde los que es posible establecer una afinidad con la tendencia iniciada por algunos de los compositores tardo-renacentistas: Marenzio, Nenna, Luzzaschi o, ante todo, el mencionado Gesualdo.[1]
No nos resultará extraño, en este sentido, y en consonancia con la línea musical posibilitada por los aludidos vieneses, el encontrarnos asiduamente desde la segunda mitad del XX y hasta la actualidad con estos mismos recursos y soluciones, con estos mismos matices expresivos, desde la urgencia o necesidad que supone el querer reconfigurar un orden eidético literalmente pulverizado. El lugar desde el que compone el creador, desde el que se alza asimismo la voz que da vida a aquellas risas o alaridos, no es ya un locus amoenus sino ante todo una jaula.
El estado posterior a la descomposición del ordenamiento simbólico occidental a finales del XIX e inicios del XX, así como el hundimiento absoluto acontecido medio siglo después, encuentra una misma expresión de base –siempre en relación con el artificio y el gesto hipertrofiado–, que en lo que por ahora nos ocupa nos presenta una voz empleada como elemento disociado de un ya fantasmagórico “orden universal”, si bien el presente recurso denota una mayor angustia trágica en el momento en que dicho socavamiento acontece, como observamos en la música de la Segunda Escuela de Viena, que en un marco reciente –delimitado por el periodo recogido desde la segunda mitad del XX y hasta la actualidad–, en la medida en que el mayor relativismo de nuestra época disuelve dicho sentido de angustia en una comicidad cáustica e irónica. Desde esta distanciada mirada resultan más desoladores los lamentos de Wozzeck o Lulú que los gritos a la deriva de algunos pasajes de Schaeffer o Lachenmann, así como los que nos llegan con las recurrentes carcajadas de Soper. Cabe constatar, sin embargo, que frente a la angustia de los primeros –la de los personajes de Berg–, la expresada por estos segundos ni siquiera es capaz de trascenderse: la voz nace y muere en la garganta del sujeto.
Con las creaciones de estos últimos compositores –concretistas y pertenecientes a la estética del gesto y el artificio–, desde los susurros, alaridos o interrogantes expresados se establece una disolución de lo estético[2] que viene a reintegrarse en un límite precultural y postcultural, derivando en consecuencia en un arte liminar con lo performativo. No deja de ser sintomático, como resulta usual en todo fenómeno fronterizo, el que, en total reciprocidad, en aquellos momentos en que la expresión trata de abandonar un marco estético queda invariablemente encallada en los límites de este último. Así lo observamos, en el curso de la música del XX, ya desde los primeros trabajos paradigmáticos de Cage, en los que la expresión, o en su caso no-expresión, no deja de arraigar en el ámbito de la estética por mucho que trate de alejarse.[3] Un estado solipsista, en definitiva, determina una corriente fundamental de la creación reciente. En lo que aquí nos interesa, y según hemos anticipado, se pasa del grito arrojado al vacío al grito ahogado en el interior del sujeto o, si se prefiere, al grito silenciado.
Siguiendo con nuestro planteamiento principal, encontramos que el gesto de dolor o desgarro que surca las páginas de la música contemporánea no encuentra un bálsamo en estructuras simbólicas eficaces, sino que dicha angustia solo logra apagarse o bien mediante un sepulcral silencio o bien mediante una honda carcajada comprendida como reverso desesperanzado del ánimo del individuo. En continuidad con la pregunta sin respuesta de Ives, un siglo más tarde encontramos que es el individuo quien se habrá de responder a sí mismo trágica o burlonamente: el mundo que habita comienza y concluye en su aislada individualidad. La voz, la expresión musical, no es ya un objeto de comunicación ni menos aún de conocimiento, sino meramente artificio, un gesto, por momentos, de burla no solo hacia el oyente sino en primer lugar hacia sí. Cuanto queda de ello es una música –un mundo– entendida como broma, un objeto vacío de sentido.
Desde esta aproximación, un lenguaje en principio más perfecto que el habla humana en tanto que delator de una armonía universal, se torna ahora en expresión cacofónica. La progresiva disonancia cósmica acusada ya desde el Renacimiento tardío y explicitada con el tránsito del XIX al XX, presupone que todo orden compositivo y toda expresión de este obedecía a un aspecto cultural, impostado, acentuando con ello el melancólico estado del sujeto.[4] Buscándose expresar una verdad, el sentido compositivo se eclipsa, dado que dicha verdad se comprende como un mero artificio. En estos momentos los fundamentos de la armonía, relativos a una comprensión matemática del cosmos, a una perfección de su geometría, asentados incluso sobre las elípticas estelares, se descubren como una farsa o, a lo sumo, como construcción parcial falseada, para colmo, por pequeños reajustes sin los cuales todo orden deviene en engañosa mitología. El caos emerge así, pese a los esfuerzos de Schönberg o Adorno por mantener de un modo u otro un frágil equilibrio,[5] como dominante de todo sistema cultural y, en último término, como fundamento del universo.[6] Entre estas tensiones, movida por un apagado pathos –aun cuando nos atreveríamos a señalar que es este pathos del ser el que impele a ver el universo desfondado–, transita la estética occidental del pasado y aun, en parte, del reciente siglo.
Continuaremos explorando algunos de los fundamentos expresivos que consolidan parte del lenguaje musical del último medio siglo, ya sea desde su sujeción a un acento trágico, ya desde el empleo de la ironía o incluso de la comicidad como modo de superar dicho abismo. Volviendo a los compositores manieristas, el desprendimiento de la voz respecto de un todo más o menos cohesionado –explícito o implícito en la composición– denota un extravío del ser, su azarosa situación en un cosmos del que comienza a desvincularse. Si nos acercamos nuevamente a los márgenes de la estética actual, a los trabajos de los ya citados Lachenmann, Schnebel, Soper e incluso Eötvös, advertimos que el destinatario de los mensajes –así puede comprenderse la voz y el sonido en tantos momentos– no es un hipotético otro, sino, en primer lugar, una nada, una ausencia y, llegado el caso, uno mismo.[7] Podemos poner como ejemplo Nadja (2013-2015), de Soper, los histriónicos gruñidos lanzados por el percusionista en Speaking Drums (2019), de Eötvös (2012-2013), o la voz, los ladridos que animalizan a la persona, advertida en las ya más alejadas en el tiempo Consolation I (1967) y II (1968), de Lachenmann –que encuentran una curiosa, aunque no sorprendente correspondencia, con el final de la cruda obra La condena (1988), del ya nombrado Béla Tarr, en el que la condición de la persona se equipara con la del animal–. Desde aquí, pasando por el empleo de la ironía como modo de reposicionar al sujeto en el mundo, resulta sencillo establecer un vínculo entre este panorama estético y el juego o lo artificioso, todo ello entendido a modo de intento de reinventar el concepto no solo de música, sino asimismo, en líneas generales, estético.[8]
En consonancia con esto último, realizando un ejercicio de abstracción, entendemos que una actividad en cuyas raíces encontramos lo lúdico fundido con lo sacro –nos referimos al habla, la música, la pintura, la gestualidad dramatizada, etc.– se va distanciando progresivamente de dicho terreno connatural al ser hasta acabar por erigirse en mera representación del mundo y en un mundo en sí más adelante. Finalmente, tras un parabólico giro, la vemos regresar hasta nosotros totalmente desacralizada. Es solo tras este último giro cuando, a modo de forcejeo, se presenta ya como juego intelectualizado, ya como renovado ordenamiento de fundamento abstracto.[9] Lo que nació desde la credulidad y la inocencia es recibido –y por momentos rechazado– como engañoso o artificioso objeto. La voz, en este aspecto y a la hora de dar forma a un estado de ánimo, posibilita desde su más cruda e inarticulada exposición una desnudez emparentada con expresiones como el grito, el llanto o la risa, encontrándose en estos un útil y rudimentario elemento capaz de fundamentar, por sí solo, la composición. El retorno al balbuceo, al gesto, a lo performativo también, descubre nuevas posibilidades sintomáticas de nuestra época.[10] Estas entroncan de lleno con una tendencia a la compensación de lo excesivamente estetizado por medio de lo descarnado.
A partir de esta necesidad de hablar desde lo rudimentario y no desde un sistema expresivo complejo y artificioso del que, en buena medida, se descree, podemos ver cómo aquellos lamentos escuchados en Gesualdo, vinculados aún con un orden cósmico y por tanto no carentes de fundamentación existencial dentro de su cosmovisión, devienen siglos después, en aquellos compositores especialmente permeables a esta fragmentación simbólica, en un fantasmal paisaje donde no resulta posible aferrarse a concepción reticular alguna: la estética se ve reducida a un fenómeno desposeído de amplias resonancias. La jaula anteriormente aludida queda abierta y por su puerta escapan, empujándose unos a otros, un cúmulo de susurros y gemidos, de quejas e interrogantes. Llegados a este punto, el habla de una persona no posee más significación que el ladrido del perro.
Un giro tan trágico como cómico, vamos viendo, determina nuestra época, y así como nada de reparador encontramos en Gesualdo salvo la hermosura de su música, un tono desafiante se alza hoy desde su contrapunto burlesco.[11]Efectivamente, la pérdida de gravedad, la carencia de un eje de valores, desequilibra al sujeto hasta el punto de no poder realizar ponderación alguna de cierta solidez o permanencia. Nuestro ser en la historia, no encontrando un orden aglutinante al que incorporar sus disonancias, nos lleva a desarrollar cada una de nuestras vivencias desde un sentido dialéctico, si bien desde la conciencia de formar parte –como si de una representación se tratase– de dicha dialéctica. Siendo este un modelo impulsado por un factor meramente cuantitativo todo posee un carácter provisional, relativo: nuestra mirada, lo real, el mundo. Un orden sostenido racionalmente, en fin, se muestra presto a desvanecerse al menor golpe de viento.
Partícipe de este estado de cosas, la estética de nuestra época recoge esta ambivalencia. Desde su epidérmica expresión, toda emoción, toda alegría, el dolor mismo, queda en exceso al arbitrio de los hechos –no hablamos siquiera de aquellos profundos, sino incluso de los cotidianos–. Dada esta aleatoriedad, el componente emotivo del sujeto se trivializa realzándose hasta lo histriónico o maquillándose por medio del recurrente artificio. La expresión nace y muere en la superficie del ser, de la obra en este caso, y si puede decirse que no alcanza nuestra interioridad, cubre de cicatrices nuestra piel.[12] La alternancia entre el llanto y la carcajada se presenta como mutuo y dialéctico contrapunto grotesco incapacitado de armonizarse, desproveyéndose por consiguiente cada una de ambas expresiones de su potencial efecto catártico.[13]
Frente a este estado de agitación y alternancia, regresando por un momento a nuestro punto de apoyo, observamos que aun cuando la expresión de Gesualdo conforma un lienzo tenebrista, todo en él se resuelve en relación con un fundamento simbólico religioso que cubre no solo la esfera del arte, sino, asimismo, la existencial. El movimiento anímico de la voz, desesperado, lo es en relación con la esfera eidética existente. La cosmovisión de la época, en este sentido, al menos en su superficie, no se advierte socavada,[14] quedando como nota discordante, por el contrario, el imaginario de Gesualdo, cuyo pathos resulta enteramente afín al del sujeto melancólico. El compositor disuelve el mundo de formas en su desgarrada interioridad, prefiguradora del cisma acontecido a las puertas del XX.[15] Escuchadas desde la distancia sus disonancias, aun tomadas en un primer momento simplemente como llantos del suplicante, presagian el abismo progresivamente abierto en el imaginario occidental.[16]
Este ahondamiento en el dolor choca de lleno con la comprensión por parte del sujeto contemporáneo de su ser emocional. Cada uno de sus estados, en tanto que volátiles, no generadores de identidad –de la que asimismo se desconfía–, se tienden a evitar en tanto que elementos de confusión.[17] Sumido en el torbellino de la inmanencia, sin nadie ni nada a quien culpar o a quien derivar sus miserias, todo lamento, todo gesto de dolor resulta insustancial o hasta caricaturesco. Cuanto se advierte en ello es el deseo de resolver una angustia existencial mediante el rechazo de dicha angustia o su acentuada trivialización; un gesto grosero, en fin, un bucle infinito a medio camino entre la patética exposición de las desquiciadas emociones y el desafío de un juego artificioso. En este punto el sentido existencial resulta fagocitado por la necesidad de regreso a una noción lúdica de la expresión estética, situación desde la que el creador puede hipotéticamente convivir con su mundo de modo no trágico.
En esta situación en tierra de nadie, en este estado hondamente descentrado, el compositor, el artista en general, corre el riesgo de verse en un callejón sin salida. Resultándole urgente huir de la moldura expresiva desechada, pues esta configura un objeto vacío o puramente artificial, se descubre la carencia de un óptimo y renovado lenguaje –de nuevo Kurtág o Eötvös– capaz de reintegrar la interioridad subjetiva en la cosmovisión de la que toma parte. Cerrada la puerta hacia una imposible expresión metamusical, queda como opción –junto con un residual e inapetente efectismo– la huida hacia la interioridad, terreno al que se aboca el compositor con gesto en tantas ocasiones desesperanzado en la medida en que repara en la imposibilidad de iluminar un fondo de verdadera transmutación, y en algunas otras verdaderamente extasiado –cuando logra descubrir en su interioridad un motivo que la trasciende–, como ocurre en los trabajos de Scelsi, Ligeti o Rihm.[18]
Conforme a cuanto vamos viendo, cabe añadir que de igual modo que es impensable acercarse a cualquiera de las piezas de Gesualdo –ya sean sus madrigales o sus responsos– desde un contrapunto irónico, cómico, lúdico, etc., esto es, desde cualquier otro lugar que no sea la desesperación y un desgarro de tono trágico, resulta natural y necesario adentrarnos en la expresión actual –por ejemplo en Eötvös y Soper– teniendo en cuenta su componente de ironía, burla o acidez. Ello no impide, claro está, el que observemos diferentes estéticas, distintos planteamientos expresivos, en cada uno de los autores aludidos. Así, por ejemplo, en Lachenmann o en el mismo Eötvös, quien frente a un dramatismo verdaderamente próximo al tenebrismo en algunos de los momentos de una obra excepcional como Las tres hermanas (1996-1997), expone en una de sus últimas realizaciones, Secret Kiss (2018), una sobriedad abrumadora en la voz de la protagonista, quedando los acentos emocionales recogidos exclusivamente por los instrumentos que la acompañan. El resultado es un gran dramatismo cimentado sobre una monótona carencia de expresividad verbal. Más allá de excepciones, lo determinante en lo referente a la cuestión principal que aquí nos ocupa es el hecho de que cualquier estado del sujeto puede relativizarse precisamente al tomar dicho sujeto parte de una realidad sin centro de gravedad y altamente desengañada. El ser permanece desorbitado y, sin embargo, esto mismo es cuanto le permite dotar de expresividad su concepción estética.
En lo referente a esta visión del cosmos desorbitada e inestable, trabajos como Light (1977-2003) de Stockhausen, Multiversum (2017) de Eötvös, o In vain (2000-2002) de Haas, dan forma al menos estéticamente a un lenguaje altamente significativo en relación con cuanto vamos explorando, en la medida en que revelan una organización por descomposición y, de manera recíproca, una descomposición por organización. Llegado el caso, y dada la ambivalencia y alteridad dominantes que caracterizan nuestro imaginario, un estado de desgarro podrá observarse desde una perspectiva opuesta para dar forma a un forcejeo, cómico en ocasiones, entre cada uno de los materiales expresivos. Frente a la aludida organicidad de las composiciones arriba destacadas, asistimos, como en contrapunto, a una insumisión del ser respecto de su lugar en el universo.
Reparamos entonces en que este permanecer en terreno de nadie constituye el estado anímico de nuestra época, con sus inconvenientes pero también con sus ventajas –pues solo desde aquí es posible recomponer una visión del mundo–; y del mismo modo que nos vemos incapaces de llegar al fondo de un fenómeno cualquiera pues no nos resulta posible ponerlo en relación con un sentido de mayor amplitud, omniabarcante, este mismo estado impide a su vez el que en nuestra disolución existencial nos desfondemos por completo: el sujeto encuentra en su relativismo un remedio, una vacuna, contra el desasosiego de su escéptico existir: sencillamente, no poseyendo nada valor en sí y resultando todo fácilmente permutable, todo puede ser puesto en entredicho a poco que se dé un giro de perspectiva: la distancia entre el caos y el orden, entre el sinsentido y el sentido, se elimina.
Más allá de estas potencialidades en buena medida inestables, aquello que en cualquier caso prevalece es la imposibilidad del sujeto de reparar en una hipotética raíz de la experiencia –existencial y creativa–, esto es, de ponerse en relación con lo que podríamos llamar un fundamento del ser. Aquello que se ilumina en su lugar es un agotador recorrido de un extremo a otro del cosmos presentado, un incesante cambiar de posición para luego regresar al punto inicial. La búsqueda deviene –postmodernismo absoluto– en un simultáneo acercamiento/alejamiento, y así ocurre en relación con cada aspecto compositivo –cromatismo, altura, duración–. Desde esta incesante modulación y transformación no queda espacio alguno para el descanso, para el silencio o el sosiego: la obra puede entenderse como organismo sometido a un permanente y fantasmagórico cambio.[19]Peligrosamente nos acercamos a un estado retórico en grado hipertrofiado. La obra se revela altamente tornadiza, maleable, ambivalente y desestructurable como un cubo de Rubik, de manera que, en concordancia con su propio carácter, con su resbaladiza esencia, dado que todo aquí consiste en un fulgurante destello, puede ser leída desde múltiples significaciones pues en verdad carece de esencia: toda ella se da a nivel de superficie.
Realizado este recorrido, engarzando estos aspectos con los explorados páginas atrás, si desde esta orilla retrocedemos unas décadas y nos situamos a inicios del XX, junto a la Segunda Escuela Vienesa, veremos que, si bien el artista expresionista no rehúsa ni mucho menos una participación de su experiencia emocional –aun cuando la situación comienza a comprenderse crítica y se intuye ya una respuesta puramente intelectiva o, en su caso, emotiva si bien fugaz, ante un emergente sinsentido–, se ve incapacitado tanto para realizar la transferencia simbólica de la que con mayor o menor fortuna participan los autores del Renacimiento tardío –Nenna, Marenzio, Luzzaschi o Gesualdo, a quien habría que calificar de tenebrista–,[20] como para relativizarla tal y como hará el compositor contemporáneo. El carácter trágico, en definitiva, se acentuará en este momento hasta que, con el despojamiento de la obra de su anclaje en lo estético –y por supuesto en lo ya inservible bello–[21] con Cage en primer lugar, dicho componente trágico comience a relativizarse hasta conformar, en último término, un paisaje con tintes irónicos, según podemos comprobar en trabajos de Soper como Only the Words Themselves Mean What They Say (2010-2011). En todo este proceso aquello que se observa es un fenómeno en el que la realidad se recompone y estructura en su estrato epidérmico, un estado en el que cualquier experiencia se muestra y se vive desde el contraste y no desde su raíz. Este hecho toca en último punto a nuestra misma concepción de la vida, a la situación ontológica del ser y a su comprensión de lo inmanente y de lo trascendente, solapados en una fina membrana.
Hemos ido viendo cómo a la relativa estabilidad del sujeto en una época provista de esfera aglutinante, le sobreviene un estado de desamparo existencial en los márgenes de la nuestra. El individuo se siente poseedor de una mayor libertad pero de un menor sentido existencial: a cada estremecimiento le sigue uno nuevo, una nueva excitación, compensada por una nueva pulsión en una cadena sin principio ni término. Inexistente un fundamento común, el proceso de decantación o de objetivación que, en principio, el creador busca con su trabajo, queda en manos no de un esquema compartido sino de uno mismo, lo que dota al panorama estético de una enorme diversidad si bien, es preciso insistir en ello, de una profundidad escasa en la medida en que la obra arraiga sobre sí o, a lo sumo, sobre una de las muchas cosmovisiones que jalonan los tiempos. Si bien en lo referente a este aspecto no hemos de dejar de ver una búsqueda de sentido, el sujeto se obstina en contrabalancear desquiciadamente a izquierda y derecha como si con tan denodado esfuerzo fuese capaz de sortear los abismos de su época. Lo prometido, en esta situación, supera una y otra vez el resultado de las expectativas.
El derramamiento del yo, el vaciamiento del yo en su existencia solipsista,[22] resultará estéril si no en un plano estético al menos sí en uno existencial –y el creador, aun cuando permanece embebido en su obra, no escapa a esta desesperanzadora situación–. Entronizado el caos como orden del mundo, el individuo deviene en figura errante, configurador de sus propias leyes, de sus propios temores y sus particulares idealizaciones. El siguiente paso está ya dado, consistente en la sustitución de una realidad primera por otra segunda a partir de patrones arbitrarios: el hilo seguido conduce hacia uno mismo además de, en la deriva que hemos definido, presentarse toda revelación como azarosa e ilusoria.
Aquí es posible oponer una alternativa ya mencionada, no obstante, pues, como mucho de lo que se advierte en esta estética, el hallazgo llega por vía indirecta: buscándose revelar un orden en lo azaroso si bien desde un diseño previo, el sentido de artificiosidad resulta acentuado, mientras que en los instantes en que dicha búsqueda no surge conforme a un plan predispuesto queda abierta la posibilidad del afloramiento de orgánicos –y por tanto comunes– patrones expresivos. Cabe recordar en este punto el papel revelador que para Scelsi jugará la improvisación en el acto compositivo, tarea vinculada a una significación de tono metafísico perfectamente derivable y válida desde planteamientos organicistas. La realidad, en este caso, asumida desde este componente de improvisación creativa pero a partir de unos patrones surgidos de modo no deliberado, supera con mucho las concreciones ofrecidas por las potencialidades de cada marco cultural y de cada sistema de leyes compositivas. Una incipiente ventana creativa, en relación con las capacidades de la improvisación, abre de súbito paso a un nuevo organicismo arraigado en los mencionados patrones y revelador de estructuras comunes a toda cultura.
Como corolario a lo expuesto en estas páginas, en referencia al modo en que el creador configura la cosmovisión de una época al tiempo que trata de iluminar nuevos caminos –y esto es algo válido para todos los compositores aquí mencionados–, podemos advertir, aun acudiendo para exponer este estado al aspecto más esquemático de cuanto hemos ido explorando, un maniqueísmo o realidad no armonizada –más bien desmembrada– de la que el sujeto occidental participa, un curso estético-existencial que parte de una concepción trágica de la obra de arte en torno a algo más de cuatrocientos años atrás y desemboca en una concepción relativista ya en nuestra época. En base a las ideas expuestas comprendemos que lo relevante de la tarea del creador consiste en intentar estabilizar la peonza en que no solo la obra, sino nosotros mismos, nos hemos convertido. Para ello es preciso reparar en la necesidad de proponer un tablero sobre el que girar con cierta estabilidad, si bien esto no queda en manos del sujeto, dado que todo ordenamiento simbólico se forma como un proceso orgánico cuya magnitud lo sobrepasa.[23]
Sin obviar esto último, en cualquier caso, dada la capacidad que la obra posee para dotar de forma y sentido a un estado existencial nadie podrá negar que la labor estabilizadora, simbólica, del artista –en su sentido amplio y desde su capacidad para ofrecer una visión integrada de las polaridades del ser por medio de un concreto objeto–, resulta esperable y hasta exigible. Solo desde el hallazgo de un fundamento –y podemos poner esto sin problema en plural, si bien siempre desde la confianza hacia el símbolo como objeto vinculado con un orden de realidad substancial– sobre el que consolidar su imaginario, al sujeto le resulta posible salir del bucle en el que permanece.
La multiplicación de centros existenciales y estéticos, así como el paralelo solipsismo, pone ante nuestros ojos una cosmovisión en exceso tensionada, destrenzada por uno y por todos sus márgenes. Aun comprendiendo las múltiples potencialidades que en este fenómeno relativizador hallamos, parece evidente que la falta de un elemento compensatorio dificulta al sujeto dotar de forma orgánica un material apto para incorporarlo a su experiencia estética y existencial. Encontramos no obstante respuestas a nuestro juicio exitosas como es el caso del microtonalismo, exploración de mundos dentro de mundos, al menos en los casos en que, tal y como acontece en Scelsi, el solipsismo se abre paso a una esfera que lo trasciende. No solo la dualidad entre consonancia y disonancia –“Las transiciones entre tonos y sobre centros tonales generan un campo completamente nuevo de composición a partir de sonidos, en el que consonancia y disonancia permanecen sin sentido” (McHard 2006, 260)–,[24] sino asimismo aquello que ambas polaridades conllevan en un orden de ideas, quedan disueltas sin dejar de percibirse por ello una tensión altamente dramática.
Dejando de lado esto último, desde el acercamiento propuesto, advertir los derroteros de la historia cultural pasada y presente no nos puede llevar a conformarnos con un sentido exclusivamente lúdico de la actividad estética, a un mero girar y girar y en tal actividad quedar complacidos. Cualquier remanente energético resulta preciso emplearlo en nuestra labor reconstructiva pues, de otro modo, seguiremos reduciendo el mundo a un yo y a una nada como únicos elementos.
En estas páginas hemos partido de la obra de Gesualdo como exponente de un tenebrismo desde el que el compositor lleva las disonancias y el cromatismo a un extremo expresivo en el marco de su época. Su creación resulta, en lo que toca a sus cualidades anímicas, de una belleza próxima al sentir existencialista que recorre casi de principio a fin el siglo XX, si bien encontramos en Scelsi a un creador altamente afín y situado, como el músico de Venosa, en un rincón apartado del paisaje estético de su época. Desde esta identidad de pathos, desde este pulso solipsista asimismo, nos hemos aproximado a una serie de compositores recientes cuya creación se desarrolla en buena parte conforme al deseo de fundamentar hallazgos estéticos sobre estratos elementales, sobre gestos irónicos o sobre motivos cómico-burlescos, tal y como observamos en las composiciones de Lachenmann, Eötvös o Kate Soper, quien a menudo recurre a la voz como punto de encuentro entre una expresión cultural y otra, diríamos, animal.[25] Se da en todos ellos, además, una incorporación del artificio, del azar, la ambivalencia o el desengaño, como vía de superación de una concepción trágica. Sobre el modelo de estos compositores hemos ofrecido una visión performativa de la composición, quedando ante nuestros ojos un panorama en el que el retorno a la cultura, de acontecer, pasa por un paradójico despojamiento de presupuestos hasta hace poco asimilados al aludido concepto. A partir de este paso el creador se ve impelido a acudir a una cierta organicidad y a la improvisación como vía compositiva, delatándose con ello la búsqueda de nuevos patrones que han de incorporar, evidentemente, lo caótico y en cierto modo lo azaroso sobre el objeto expresivo.[26]
En un lugar aparte, hemos acudido al trabajo de compositores como, una vez más, Scelsi, Ligeti o a las obras de madurez de Rihm –y añadimos ahora la antes no citada Astralis (2001)–, en la medida en que, desde una acusada tendencia al claroscuro, si bien cada cual a su modo, se evidencia una exploración de tono metafísico. Las composiciones de estos últimos, rendidas a la imposibilidad de decir o afirmar algo de sólido alcance, quedan envueltas en nebulosos velos creadores de una atmósfera relativamente apta para contener las preocupaciones del individuo.[27] Acaso sea Rihm, de todos los autores en estas páginas nombrados –deudores en algún momento u otro de su trayectoria de la obra de Gesualdo–, quien con más decisión y solvencia ha sido capaz de integrar las distintas derivas del lenguaje compositivo contemporáneo.
Adorno, Theodor W. 2018. Filosofía de la nueva música. Obra completa, 12. Madrid: Akal.
Bienczyk, Marek. 2014. Melancolía. De los que la dicha perdieron y no la hallarán más. Barcelona: Acantilado.
Carbó, Antoni Gonzalo. 2015. “La herida de la luz: habitar el relámpago que nos aniquila”. El azufre rojo. Revista de estudios sobre Ibn Arabi 2: 182-227.
Cárdenas, Mauro Javier. 2013. “Conversations with László Krasznahorkai”. Music and Literature, 12 de diciembre. Acceso: 30 de junio de 2020. https://www.musicandliterature.org/features/2013/12/11/a-conversation-with-lszl-krasznahorkai
Furtwängler, Wilhelm. 2011. Conversaciones sobre música. Barcelona: Acantilado.
Hermanutz, Tobias. 2015. Avantgardistische Chormusik als komponierte Negative Theologie. Baden-Baden: Tectum.
Hervás, Marina. 2017. “‘Pensar con los oídos’: conocimiento y música en la filosofía de Th. W. Adorno”. Tesis de Doctorado, Universitat Autònoma de Barcelona.
Huizinga, Johan. 2012. Homo ludens. Madrid: Alianza.
Jung, Carl Gustav. 2009. La vida simbólica. Obra completa. Vol. 18/1. Madrid: Trotta.
Krasznahorkai, László. 2001. Melancolía de la resistencia. Barcelona: Acantilado.
Lehmann, Harry. 2018. “Del concepto desintegrado al concepto reflexivo de música”. Sul Ponticello, III época, 46: s/p. Acceso: 10 de diciembre de 2019. http://www.sulponticello.com/del-concepto-desintegrado-al-concepto-reflexivo/#.XM6LRo4zY2w
McHard, James L. 2006. The Future of Modern Music. A Vibrant New Modernism in Music for the Future. USA: Iconic Press.
Ross, Alex. 2017. “Kate Soper’s Philosophy-Opera”. The New Yorker, 19 de febrero. Acceso: 10 de diciembre de 2019. https://www.newyorker.com/magazine/2017/02/27/kate-sopers-philosophy-opera
Russomanno, Stefano. 2017. La música invisible. En busca de la armonía de las esferas. Madrid: Fórcola.
Trías, Eugenio. 2007. El canto de las sirenas. Argumentos musicales. Barcelona: Galaxia Gutenberg.
Von der Weid, Jean-Noël. Notas de librillo. 2006. Giacinto Scelsi: The Orquestal Works II. Vol. 6, Mode Records, New York. Disco compacto.
[1] Si bien es Gesualdo quien lleva los distintos motivos delatores de la fractura a su extremo –disonancias, hipertrofia cromática y gestualidad “expresionista” de la voz–, Russomanno incide en el papel de Luzzaschi como exponente de dicha fractura simbólica: “Director de aquella ‘música secreta’ [se refiere Russomanno al Concierto de las Damas] era Luzzasco Luzzaschi. […] De su talante experimental da fe el madrigal ‘Quivi sospiri, pianti e alti guai’, sobre dos tercetos del Infierno de Dante. La aterradora ambientación infernal es traducida en música por el insistido empleo de disonancias y con intervenciones vocales semejantes a gritos y lamentos. Esta vertiente expresionista fue motivo de admiración e imitación por parte de Gesualdo y Monteverdi” (Russomanno 2017, 49).
[2] Este trascender los elementos inherentes al acto creativo o interpretativo encuentra unos límites más allá de los cuales se apaga incluso la posibilidad de artificio. Así, próximo a ello, señala Berio: “Sentimos ciertamente una continua necesidad de trascender los instrumentos, pero también sabemos que no podemos ir más allá de ellos sin luego retornar a su concurso y sin que podamos dejar de dialogar con ellos” (Berio 2019, 37). En este punto nos situamos en la comprensión no solo de la expresión, sino del medio expresivo, como “fetiche a desacralizar” (ibíd., 37).
[3] Todo cuanto se adentra en el ámbito de la obra pasa de inmediato a ser comprendido como parte de la composición, sea el silencio en Cage (1952), un ruido metálico en los autores concretistas, o los objetos que integran una performance en trabajos como el paradigmático Cuarteto para cuerdas y helicóptero (1995) de Stockhausen: “A diferencia del lenguaje, el prefijo ‘meta’ no se adecua a la música: no existe la meta-música, a no ser que se haga de ella un uso muy trivial o teatral. Las metáforas y las metonimias musicales simplemente no existen” (Berio 2019, 24).
Situándonos en este espacio de integración entre lo performativo y lo musical, menciona Harry Lehmann que “La música conceptual es la forma reflexiva más radical de la música de creación, la cual rompe el concepto tradicional de música contemporánea por su parte más débil: concretamente allí donde hasta entonces se había dado por supuesto ingenuamente que la música es un acto estético a priori” (Lehmann 2018, s/p). En relación con el aludido límite entre lo musical y lo “real”, inmediatamente líneas atrás, si bien un tanto descontextualizado de nuestro marco de trabajo, leemos: “En el sistema artístico de la música contemporánea, el límite institucional entre la música y el mundo real no fue transgredido hasta hace pocos años a través de la música conceptual digital, que a su vez trajo como consecuencia la aceptación y reconocimiento a posteriori de la música conceptual histórica. Lo relevante aquí es que estas transgresiones han llegado a aparecer en festivales como Donaueschingen y Darmstadt, cuando inicialmente habían sido obras producidas como vídeo y que solo pudieron difundirse virtualmente” (Lehmann 2018, s/p).
[4] Otra posibilidad de comprender esta disarmonía sitúa la mirada del sujeto como epicentro de dicha desproporción.
[5] De modo tal que, mientras los esquemas compositivos de Schönberg tratan de proponer un reordenamiento, la sustancia musical expresada delata una desmembración.
[6] Remitimos al respecto a la reflexión en torno a la “triste historia del sistema tonal” que realiza uno de los protagonistas de Melancolía de la resistencia, del autor húngaro László Krasznahorkai (2001, 158-166), denotativa del igualmente disonante estado del sujeto melancólico. Una adaptación excelente del trabajo la lleva al cine Béla Tarr –quien integra en su obra un pasaje en el que se sintetiza el comentario al que aludimos– en Armonías de Werckmeister (2000).
Desde Krasznahorkai puede establecerse un lazo directo con un compositor que encuentra cabida en lo expuesto en estas páginas. Kurtág, con su What is the Word (1990-1991) –entre otros trabajos– se interesa por el motivo de la lucha con el material de composición, con el lenguaje mismo a partir de su necesidad e inutilidad a un tiempo. En el siguiente comentario de Krasznahorkai en torno a la ópera de Kurtág Fin de partida (2018) –para cuya realización, cabe añadir, el compositor reconoció haber estudiado la obra de Monteverdi–, el escritor recuerda, de forma un tanto peculiar, una conversación con Kurtág. Al término del extracto acaba aflorando el motivo de la lucha con el lenguaje: “Kurtág ha leído mi libro Y Seiobo descendió a la tierra e inesperadamente me ha llamado por teléfono y tartamudeó, ‘Hola, aquí György, György Kurtág.’ ‘Oh, György Kurtág,’ dije, ‘¿qué tal te va?’ ‘Bien, bien.’ ‘¿Qué ocurre?’ Pregunté. ‘Oh, nada, nada, nosotros, nosotros, leímos, ahora mismo, acabamos tu libro.’ ‘¿Cuál de ellos?’ ‘Se-se-iobo.’ ‘Oh, Y Seiobo descendió a la tierra. ¿Y te gustó?’ ‘Sí, realmente, la razón por la que te hemos llamado es que nos gustaría decirte que te queremos.’ Después de eso, le visité en el sur de Francia junto a Marta, su mujer. Me enseñó las primeras páginas de la ópera. Era muy complicada y espacial y estaba basada en Fin de partida, de Beckett, así que comenzamos a hablar sobre Beckett. Le conté de mi primera experiencia con los poemas de Beckett, de los primeros años de Beckett, sus primeros poemas. Quizás manejó aquellos poemas. Quería saber mi opinión sobre Beckett, la relación entre Beckett y el lenguaje. Lo que más le impresionó de Beckett fue el lenguaje. Le conté de la lucha de Beckett con el lenguaje, una lucha permanente, pues en modo alguno veo la relación de Beckett con el lenguaje como algo libre, sino como una lucha. Él se enfrentó al lenguaje porque odiaba las palabras superfluas. A Kurtág le encantó este puritanismo, su ascetismo, como un monje” (Cárdenas 2013, s/p) [Traducción del autor]. “Kurtág had read my book Seiobo There Below and he’d called me on the phone out of the blue and stammered, ‘Hello, this is György, György Kurtág.’ ‘Oh, György Kurtág,’ I said, ‘how are you doing?’ ‘I’m fine, I’m fine.’ ‘So what is it?’ I asked. ‘Oh, nothing, nothing, we, we, read, just now, finished your book.’ ‘What kind of book?’ ‘Se-se-iobo.’ ‘Oh, SeioboThere Below. And did you enjoy it?’ ‘Yes, actually, the reason for calling you is that we would like to say we love you.’ After that, I visited him in the South of France with his wife Marta. He showed me the first pages of the opera. It was very complicated and spatial and based on Beckett’s Endgame, so we began talking about Beckett. I told him about my first experience with Beckett’s poems, from Beckett’s early years, his early poems. Perhaps he used those poems. He wanted to know my opinion about Beckett, the relation between Beckett and language. What impressed Kurtág the most about Beckett was the language. I told him about Beckett’s fight with the language, always, because I see Beckett’s relationship with language was absolutely not a free relationship, it was a fight. He fought the language because he hated unnecessary words. Kurtág enjoyed very much this Puritanism, his asceticism, like a monk” (Cárdenas 2013, s/p).
[7] En trabajos como Voices from the Killing Jar (2010-2012) Soper despliega un neurótico universo que, si nos interesa aquí, es debido a que refleja con su incapacidad de comunicación la nuestra propia.
[8] No podemos sino remitir a Huizinga a la hora de destacar el componente lúdico de la creación, desde la idea nuclear de que “no es posible la cultura sin una cierta afirmación de la actitud lúdica” (2012, 157), así como, también en un motivo aquí aludido en relación con las posibilidades del creador a la hora de conceder un sentido a un concreto imaginario, su vindicación de una estética no fundamentada exclusivamente sobre lo trágico: “El verdadero poeta, hace decir Platón a Sócrates, tiene que ser, a la vez, trágico y cómico, y toda la vida del hombre tiene que ser sentida, al mismo tiempo, como tragedia y como comedia” (2012, 221).
[9] Leemos en Adorno: “‘La música no debe ser decorativa, sino verdadera’. Pero, de nuevo, la obra de arte no tiene más que el arte por objeto. No puede escapar estéticamente al contexto de ceguera al que socialmente pertenece. En su ceguera, la obra de arte radicalmente alienada, absoluta, únicamente se refiere tautológicamente a sí misma. Su centro simbólico es el arte. Así se vacía” (2018, 48).
[10] Berio, en relación con este deseo de componer desde lo, en principio, no-musical, recuerda su improvisada respuesta a una pregunta –¿qué es la música?– planteada por Jacobson: “música es todo lo que escuchamos con la intención de escuchar música […] todo puede llegar a ser música” (2019, 55). Desde aquí observamos cómo al tiempo que se quiere evitar caer en un terreno inútil, se acentúa la posibilidad, mediante esta explicación de lo que es música –o arte–, de caer en una retórica del vacío.
Podemos acudir aquí mismo a Cage en la interpretación que de su poética musical, según recoge Marina Hervás, realiza al respecto Dahlhaus: “Lo que nos pone en cuestión Dahlhaus es una cuestión de absoluta actualidad: ¿qué es lo sonoro y más si es comprendido como ‘materia prima’ –y no ‘primera’– de la música, especialmente a partir de 1970? Dahlhaus, claro, no da una respuesta definitiva. Pero sí apunta las líneas que repiten modelos teóricos discutibles. Por ejemplo, da cuenta de que ‘los sonidos y ruidos, que Cage presenta o deja que aparezcan, que han sido eliminados de su contexto original, pragmático, que no operan por tanto, como en la vida cotidiana, como signos o síntomas de los sucesos del mundo exterior, sino que construyen un ‘mundo para sí’ (Welt für sich) acústico, indica algo de ninguna forma insignificante, en la medida en que el anti-arte mediante el arte de Cage, la destrucción que él persigue, contiene al menos el momento de ‘abstracción estética’. Los sucesos acústicos, expresados de forma estereotipada, han sido ‘des-pragmatizados’ (entpragmatisiert) y, por ello, ‘estetizados’ (ästhetisiert). La mística sucede cuando se cruza hasta ser indiferente el contexto ‘externo-pragmático’ con el ‘interno-estético’. Lo que él señala es que ‘el principio mismo del contexto –el marco acústico– […] es objeto de una agresión’” (Hervás 2017, s/p). Con ello lo sacro deja de relacionarse con lo canónicamente bello y se resitúa o se posibilita desde el fenómeno concreto. Encontramos en la obra de Nono un ejemplo paradigmático. Si nos trasladamos a las artes plásticas advertimos en este mismo terreno a Beuys, Tàpies o incluso Kiefer.
[11] Frente al creador contemporáneo, tendente a relativizar o a devolver un acento trágico por medio de cómicos reflejos, en Gesualdo asistimos a una envoltura de la forma en un difuminado propio de la mirada melancólica. Señala al respecto Trías, con su habitual claridad, que “Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa, logra, quizás, crear un ‘madrigal en negativo’ en el que se exacerban las tendencias expresivas de la tradición madrigalesca. La música se ciñe, en esa tradición, al valor icónico, pero sobre todo emocional, de algunos términos. No se trata tanto de destacar palabras por su contenido objetivo sino por su capacidad de expresión de afectos. Términos como crudo, crudel, sospirar, morire, dolore. Términos que convocan chirriantes disonancias. Gesualdo llegará al extremo, sobre todo en sus dos últimos libros, Quinto y Sexto, de promover un general deslizamiento tonal de la música por la escarpada vía del cromatismo” (Trías 2007, 73). Se acusa, pues, un desplazamiento desde una armonía objetiva hasta una expresividad subjetiva, si bien ni mucho menos en el grado hoy advertido. Continúa Trías: “El expresionismo desquiciado de Gesualdo estalla en una percepción estática y ex-stática, en la que en puro pasmo y petrificación parece ahogarse la acción relatada en la emoción suscitada” (73-74). Este extatismo, que en lo referente a la atmósfera musical de finales del XIX e inicios del XX es posible encontrar no solo en Tristán e Isolda, como recuerda Trías, sino asimismo en Peleas y Melisande de Debussy o en El castillo de Barba Azul de Bartók, encuentra su complementario en nuestra época en los momentos en que el compositor se adentra en un lenguaje musical de tenebrista expresividad como es el caso de la obra tardía de Rihm –así lo advertimos en páginas de su ET LUX (2009) o de Vigilia (2006)–, de Scelsi –Uaxuctum (1966)– o de Ligeti –Lux Aeterna (1968)–. Todo ello no deja de formar parte de un lenguaje musical de connotaciones hondamente existenciales y por ello recurrente en compositores de inclinación metafísica: Tavener, Sciarrino, Pärt o incluso el Silvestrov más apegado a la tradición ortodoxa –Sacred Works (2009) y Sacred Songs (2012)–.
[12] En relación con este aspecto, y en lo que a nosotros nos ocupa, esto es, el vacío sobre el que se eleva una agónica voz, podemos atender a las siguientes palabras de Adorno, quien ajusta su visión a una dialéctica siempre relativa –en consonancia con Benjamin– a un fundamento de “teología invertida”: “El ‘desgarro’ del expresionismo proviene de la irracionalidad orgánica. Se mide por el gesto repentino y la inmovilidad del cuerpo. Su ritmo se ajusta a la vigilia y al sueño” (Adorno 2018, 52).
[13] En relación con el efecto catártico devenido de una dialéctica entre la tensión y la liberación, recogemos las siguientes ideas de Furtwängler sobre la atonalidad, desde las que es posible establecer una equiparación entre la significación y las debilidades que el director berlinés encuentra en aquella, y la preponderancia de una “tonalidad” anímica inestable en el sujeto contemporáneo: “Esta ‘tranquilad en medio del movimiento’, como me gustaría definirla, es una característica peculiar de la música tonal de la cual carece la atonal; puesto que aquí no hay tensiones que puedan mantener unidos grandes pasajes, tienen que ser sustituidas por otras tensiones de tipo menor, incluso diminutas. Una variedad de movimientos sin objetivo, una actividad incansable, se apodera entonces de esta música. Las pausas, que naturalmente tienen que existir en la alternancia de ritmos, son pocas y, cuando aparecen, son más expresión de ‘estados de ánimo’ subjetivos que momentos de relajación objetivos y reales, necesarios dentro del conjunto” (Furtwängler 2011, 97-98). La crítica, demoledora, continúa aún, si bien es innecesario proseguir con ella. No dejando de ser ciertas cada una de sus palabras desde la perspectiva tomada, comprendemos que no se adecúan a los conceptos desde los que trata de forjarse una identidad el sujeto moderno.
[14] Sí bajo la superficie, evidentemente, pues el socavamiento de una cosmovisión comienza a expresarse mediante dialécticas que se advierten como cismas políticos, teológicos, sociales, pero aún no como ocaso civilizatorio.
[15] Recogemos algunas notas al respecto sobre el estado en el que habita el sujeto melancólico y que nos resultan útiles a la hora de indagar en el trabajo de Gesualdo o, más cercano a nosotros, de Scelsi: “La melancolía, cuya mirada no se detiene en nada, ve los objetos al vuelo, y aprecia si acaso solo su frágil, delicada materialidad, no quiere penetrar en su posible esencia superior, se desliza, a diferencia de la contemplación, que permite descubrir en los objetos donde se posa la mirada la verdad y el logos de las cosas” (Bienczyk 2014, 88). Poco después continúa: “Y es que tras la mirada melancólica se esconde un sujeto que mira a las personas y los objetos como a sí mismo: como a una no presencia, una pérdida, algo que queda fuera de su alcance; mientras que tras la mirada contemplativa, hay un sujeto que es en sí mismo completo y puede poseerlo todo" (Ibíd., 89). Ante todo, por tanto, se alude a una pérdida. En los casos más próximos a la religiosidad barroca prefigurada por Gesualdo y, por supuesto, en aquellos delatores de la situación del sujeto contemporáneo, esta pérdida es la de la propia alma.
[16] Algunas de las recién mencionadas características del individuo melancólico son comentadas por Trías en relación con el compositor italiano:
“En Carlo Gesualdo esa exacerbación expresionista no redunda en el dramatismo de la acción sino en su parálisis; no en el drama que ‘corre’ o ‘discurre’ (según el sentido de la propia palabra drama) sino en la intensa emoción pasmada e inmovilizada, casi petrificada en la expresión del dolor, de la queja, del abandono. No corre la acción. Ni la música se ciñe en su discurso a esta. Más bien parece, al revés, inmovilizarla en un perpetuo pasmo ex-tático.
Gesualdo es, en este sentido, la verdadera sombra día-bálica, o el contrapunto de horror, de las excelsas planicies religiosas, místicas, expresadas en disonancias preparadas y mejor resueltas, de las grandes composiciones del Renacimiento en su madurez […].
En Gesualdo no hay el menor avance: se deconstruye por dentro el juego de suspensiones de las voces, se liberan disonancias chirriantes, se desliza el verso madrigalesco por el abismo de las disonancias, pero lo que resulta es una sucesión yuxtapuesta de momentos de extrema intensidad, cada uno de ellos autosuficiente en su inmovilismo pasmado” (Trías 2007, 77).
Engarzando lo dicho con algunas otras consideraciones de Bienczyk, leemos además: “Su tendencia [la del hombre melancólico] a ‘dejar resbalar la mirada’ hace que vea, no aquello que existe, sino la sombra de la existencia; una sombra más potente, más fuerte que la persona o la cosa de la que es proyección” (2014, 89). De este modo, “si la melancolía es platónica, lo es precisamente de una manera negativa, en su pérfida tendencia a alcanzar esa idea primera que es el vacío, un lugar al que se regresa desde el mundo de las formas” (ibíd., 92).
Cabría aún aunar –en relación con el compositor y en general con el artista contemporáneo– estas últimas reflexiones en torno al concepto de “platonismo invertido” con los presupuestos de la “teología negativa” –así como con la deriva del aura icónica en sombra asimismo icónica en el artista actual–. Es materia para otro trabajo, si bien, en lo tocante a un aspecto musical, remitimos al trabajo de Tobias Hermanutz: Avantgardistische Chormusik als komponierte Negative Theologie (2015), donde se explora la obra de Ligeti, Schnebel, Lachenmann y Holliger desde el aludido concepto.
[17] Frente al sentido que el sujeto del XVI y el XVII –en lo que toca a Gesualdo– concede al dolor como aspecto fundamental de su estar en el mundo.
[18] “Piezas como Atmosphères y Lux Aeterna me parecen espías de lo que puede ocurrir cuando los ejes de la polifonía y de la eternidad se cruzan. La música que surge en esta intersección es una especie de flujo inarticulado producto de la suma de miles de vibraciones microscópicas: un estatismo en perpetuo movimiento” (Russomanno 2017, 127). Esta exploración microtonal en la que el artista advierte un mundo paralelo soslaya la permanencia en un estadio dialéctico.
[19] En lo que concierne a la dialéctica movimiento-pausa, tensión-distensión, podemos recordar al respecto las palabras de Furtwängler en una pasada nota al pie. Poco antes de dicho pasaje, señalaba el director y compositor: “La relajación, que precede toda tensión y solo ella da a todo tipo de tensiones posibilidades y dimensión, únicamente se da en la música –y hay que decirlo con toda claridad– mediante la tonalidad. Solo ella es capaz de representar el estado de relajación como algo que existe objetivamente (desde luego, todo puede afirmarse subjetivamente, como en todo estado de ánimo personal), porque tiene a su disposición la combinación arquetípica de sonidos, la tríada mayor, que es determinante” (2011, 96-97). De nuevo hemos de dar y de quitar la razón a Furtwängler. Todo ello es cierto desde una concreta perspectiva, lo que resulta interesante, en lo que concierne a este trabajo, si nos detenemos en el momento en que se alude a la capacidad para representar algo que existe “objetivamente”, si bien desde nuestra cosmovisión presente hemos de entender que este ente objetivo –y lo llevamos a un plano trascendental– ha metamorfoseado su rostro. Por otra parte, en lo que toca a la “combinación arquetípica” de sonidos, remitimos de nuevo a la reflexión de Eszter en Melancolía de la resistencia.
En relación aún con estas tensiones entre subjetividad y objetividad encontramos una respuesta de Adorno a las palabras de Furtwängler. Leemos en el filósofo, a raíz del primer movimiento del Tercer cuarteto de Schönberg, una interesantísima reflexión desde la que viene a asociar, en último término, el atonalismo con aspectos próximos a su ideario histórico-existencial: “Ni las fricciones ni los sonidos vacíos satisfacen ninguna finalidad compositiva: unas y otros son sacrificios que la música hace a la serie. Por todas partes surgen, sin quererlo el compositor, enclaves tonales del tipo que en la libre atonalidad la crítica atenta podía evitar. Al prohibir como tabú la armonía de la tríada, la libre atonalidad había extendido la disonancia universalmente en la música. Ya no había más que disonancia. Quizás en ninguna parte se muestra con más fuerza el momento restaurador del dedocafonismo que en la relajación de la prohibición de la consonancia. Podría sin duda decirse que la universalidad de la disonancia ha superado ya el concepto de esta: solo en la tensión con la consonancia es posible la disonancia y esta se transforma en un mero complejo de múltiples tonos en cuanto deja de oponerse a la consonancia. Pero esto es simplificar las cosas, pues en el sonido de múltiples tonos la disonancia se supera únicamente en el doble sentido hegeliano. Los nuevos sonidos no son los inocuos sucesores de las antiguas consonancias. Se distinguen de estas por el hecho de que su unidad está totalmente articulada en sí; por el hecho de que precisamente los tonos individuales del acorde se unen en verdad para configurar el acorde, pero al mismo tiempo dentro de esta configuración acórdica todos se distinguen mutuamente como individuales. De manera que siguen ‘disonando’; no ciertamente con respecto a las consonancias eliminadas, sino en sí mismos. Por eso, sin embargo, conservan la imagen histórica de la disonancia. Las disonancias nacieron como expresión de la tensión, la contradicción y el dolor. Se sedimentaron y se convirtieron en ‘material’. Ya no son medios de la expresión subjetiva. Pero no por ello reniegan de su origen. Se convierten en caracteres de la protesta objetiva. Consiste la enigmática suerte de estos sonidos en que, precisamente en virtud de su transformación en material, dominan, conservándolo, el dolor que antaño manifestaban. Su negatividad se mantiene fiel a la utopía; encierra en sí la consonancia tácita; de ahí la apasionada susceptibilidad de la nueva música contra todo lo que se asemeje a la consonancia” (Adorno 2018, 80-81). El pasaje, ciertamente no solo es revelador dentro de los esquemas de Adorno, sino abrumador dado que engarza la nueva expresión musical, la doctrina hegeliana y el judaísmo, en un proceso de caída y de redención. Todo ello desde un plano histórico y suprahistórico, pues al tiempo que parece definir por medio de la deriva de la atonalidad una historia del pueblo judío de tinte neomarxista –y pensamos en Ernst Bloch–, remite a una suerte de cosmogonía –sin que importen en ello las creencias del autor, que pueden definirse conforme a lo que Marina Hervás denomina “metafísica negativa” (2017, 69)– en la que una unidad se desmiembra, posibilitándose así la pluralidad sin que por ello se pierda el lazo con dicho principio unitario.
[20] Algunos apuntes al respecto los ofrece Russomano:
“El manierismo, en cambio, en pintura, en música, en todas las artes, parece resarcirse de esa conseguida unidad formal al resaltar un detalle exagerado hasta la deformación. La disonancia comienza a emanciparse. Ya no constituye un lapso tolerado entre dos consonancias que la rodean, o que la preparan y resuelven.
Gesualdo destroza la armonía de los planos vocales, o de las voces que se conjugan en contrapunto, mediante ese corrosivo cromatismo que acentúa la expresividad de una música ceñida al sentido semántico y emocional de las palabras, arrancando de este modo una torsión expresiva retorcida, cual columna salomónica que nada sostiene y que carece de función en relación con el conjunto” (2017, 74-75).
[21] “No se trata meramente de que esos sonidos [los de la música tonal] hayan envejecido y sean intempestivos. Son falsos. Ya no cumplen su función” (Adorno 2018, 39). Más adelante, el filósofo recuerda las palabras de Schönberg: “‘La música no debe adornar, debe ser verdadera’ y ‘el arte no nace del poder, sino del deber’. Con la negación de la apariencia y del juego, la música tiende al conocimiento” (45). Desde su pugna contra una deriva incontenible, los autores de la Segunda Escuela de Viena iluminan un estado de descomposición de los viejos moldes. En ello puede advertirse que la recomposición de una cosmovisión deviene de estratos afianzados a mayor profundidad que las necesidades o los deseos del individuo.
[22] Este solipsismo desde el que observamos el “derramamiento del yo” lo expone con precisión Jean-Noël von der Weid en relación con Scelsi: “Todas las obras de Scelsi, enormes monumentos líquidos, son ‘absolutas’ en el sentido de que son completamente refractarias al mundo exterior […]; a veces incluso se oponen a él” (Von der Weid 2006, 2). [Traducción del autor]. “All of Scelsi’s Works, gigantic liquid monuments, are ‘absolute’ in the sense that they are totally refractory to the outside world […]; sometimes they even oppose it” (Von der Weid 2006, 2).
[23] Jung mismo incidirá en esta imposibilidad del sujeto para crear símbolos: “No podemos inventar símbolos; cada vez que se presentan, no han sido producidos por la intención consciente y por la selección voluntaria […]. Los símbolos nos ocurren espontáneamente” (Jung 2009, 182).
[24] Traducción del autor. “Transitions between tones and about pitch centers generate a whole new realm of sound-based composition, in which consonance and dissonance are rendered meaningless” (McHard 2006, 260).
[25] Todo ello conforme a un elaborado fundamento reflexivo que llevará a Alex Ross a denominar su expresión, en referencia a Ipsa dixit (2010-2016), con el calificativo de “philosophy-opera” (2017, s/p). Aún en relación con Soper destacamos este pasaje pues resulta ilustrativo de su estética e incluso de un discurso que de un salto nos lleva de Sófocles a un estado devenido en absurdo y hasta cómico: “El tema recurrente es la relación entre expresión y pensamiento, lenguaje y significado. La obra podría fácilmente colapsar bajo el peso de su carga intelectual, pero Soper conserva una ligereza incluso cuando ahonda en complejidades epistemológicas. Posee una distinguida, aristocrática actitud, pero está atenta a la paradoja, la ironía, y el absurdo. Puede cambiar en un instante de un discurso coloquial, a un impecable canto de soprano, y a un ruido dadaísta. Sus calistenias vocales están en la línea de artistas como Meredith Monk y Cathy Berberian, con un toque de Laurie Anderson, pese a que su incansable, anti-instrumental escritura está más en la tradición modernista europea. Soper es tan brillante como divertida –una combinación que siempre escasea–” (Ross 2017, s/p). [Traducción del autor]. “The recurring topic is the relationship between expression and thought, language and meaning. The work could easily collapse under the weight of its intellectual cargo, but Soper maintains a light touch even as she delves into epistemological complexities. She has a poised, aristocratic manner, yet she is alert to paradox, irony, and absurdity. She can turn on a dime between conversational speech, pure-toned soprano singing, and Dadaistic noise. Her vocal calisthenics are in the lineage of such artists as Meredith Monk and Cathy Berberian, with a touch of Laurie Anderson, although her restless, antic instrumental writing is more in the European modernist tradition. Soper is both brilliant and funny—a combination that is always in short supply” (Ross 2017, s/p).
[26] En rigor, habría que decir que lo caótico y azaroso no es incorporado, sino que es consustancial a la composición.
[27] Antoni Gonzalo Carbó va a detenerse en aquellos momentos en que un material en exceso luminoso surge del material compositivo. En estos momentos se desprende –según leemos en relación con Scelsi y Vivier– “un extraño magnetismo de la luz que aniquila y abre a la visión. In Nomine Lucis. Alla memoria di Franco Evangelisti (‘En nombre de la luz’, 1974), para órgano solo, del compositor italiano Giacinto Scelsi, o Wo bist du Licht! (‘¿Dónde estás, luz?’, 1981), del quebequés Claude Vivier, pueden ser su expresión en el campo de la materia sonora. Wo bist du Licht! es una representación de sonido sorprendente del ser humano desesperado buscando un rayo de luz y una respuesta a sus preguntas en un mundo donde prevalecen la oscuridad y el mal. Un solista canta el texto de un poema, acompañado por una orquesta de cuerda e instrumentos de percusión, mientras que en su voz se superponen textos hablados que destacan sus observaciones” (Carbó 2015, 205-206). De la exploración en la oscuridad emerge el color de igual modo que desde el color es posible llegar a la oscuridad. Lo mismo vale para la dualidad silencio-sonido.
Aguirre, Guillermo. 2020. "Tenebrismo, solipsismo y relativismo contemporáneo desde una perspectiva filosófico-musical: de Gesualdo a Kate Soper". Resonancias 24 (46): 13-28.