Quando os pianos pegam fogo... Destruição dos instrumentos e poética musical: um estudo de Piano Burning (1966/68) de Annea Lockwood

Resonancias vol. 24, n° 47, julio-noviembre 2020, pp. 103-122.
DOI: https://doi.org/10.7764/res.2020.47.7

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Abstrato

A violência contra instrumentos musicais dentro de um contexto musical tem sido um fenômeno constante entre as diferentes manifestações criativas desenvolvidas após a Segunda Guerra Mundial, desde as tendências vanguardistas até a música popular. Neste artigo, essas práticas são abordadas na perspectiva da estética musical e, especificamente, de uma espécie de “poética do instrumento”. Esta pesquisa é concebida como um estudo de caso focado na peça Piano Burning (1966/68), de Annea Lockwood, onde um piano é reduzido a cinzas. Em primeiro lugar, a peça é enquadrada no seu contexto histórico, e também comparada com outras obras que envolveram a imolação de um piano. Em segundo lugar, as teorias filosóficas de Stephen Davies e Matteo Ravasio sobre a destruição de instrumentos musicais são revisadas. Por fim, os resultados dessas investigações são aplicados à análise de Piano Burning, para que no processo se revele o potencial de desterritorialização do instrumento por meio da produção sígnica.


Introducción

Sitúese un piano vertical (no de cola) en un espacio abierto con la tapa cerrada.

Viértase un poco de líquido combustible en un cucurucho de papel

y colóquese en su interior, cerca de los pedales.

Préndase fuego al cucurucho.

Pueden graparse globos al piano.

Tóquese cuanto se quiera mientras sea posible.

(Lockwood s. f. [Instrucciones para Piano Burning])[1]

Entre 1966 y 1982, la compositora neozelandesa Annea Lockwood produjo Piano Transplants, un grupo de piezas que involucran de formas diversas la exposición de un piano para su degradación y destrucción por los elementos. La serie se compone de los títulos Piano Burning (1966-68), Piano Garden (1969-70), Piano Drowning 1 (1972) y Southern Exposure (1982). De todos ellos, ninguno ha recibido tanta atención como el primero, quizás la creación más célebre de Lockwood, según Michael Lee (1999, 59).

Annea Lockwood (Christchurch, 1939) inició sus estudios de piano en la Canterbury University (Nueva Zelanda). Más tarde se trasladó a Europa para ampliar su formación, lo que llevaría a cabo en el Royal College of Music de Londres, la Musikhochschule de Colonia −donde estudió composición con Gottfried-Michael Koenig−, el estudio de música electrónica de Bilthoven (Holanda) y la Universidad de Southampton −institución en la cual siguió cursos de psicoacústica entre 1969 y 1972− (Montague 1991, 147). Asimismo, durante este periodo participó como asistente en los Internationale Ferienkurse de Darmstadt (Katschthalter 2014, 66). A continuación, explica Montague, se desplazó a Nueva York, donde desempeñaría las labores de compositora free-lance, profesora en el Vassar College y constructora de instrumentos (1991, 147).

La producción de Lockwood es muy heterogénea: según Karl Katschthaler, su trabajo redefine continuamente las fronteras entre el arte sonoro, la grabación de campo y la composición (2014, 66). Ella misma se definía hace unos años como una “creadora ‘low tech’, interesada en componer música a partir de fuentes sonoras inusuales” (Montague 1991, 147). Así, a lo largo de su producción, encontramos desde obras electroacústicas −en una línea más o menos cercana a la musique concrète− hasta la composición con instrumentos tradicionales −como en Ear Walking Woman (1995) o RCSC (2001), ambas para piano−, pasando por la propia serie de Piano Transplants −vinculada a la performance y la instalación sonora−, su Glass Concert (1967) −que Katschthaler sitúa próximo al “arte sonoro”− y, finalmente, una importante producción orientada hacia el ámbito del paisaje sonoro, en el que habría sido una de sus pioneros con World Rhythms (1975), según Montague (1991, 147). En esta misma dirección se sitúa la más reciente A Sound Map of the Danube River (2005), otra de sus piezas más reputadas: se trata de una pieza electroacústica e instalación sonora en la que Lockwood recoge los sonidos del Danubio, de sus habitantes y del entorno tanto natural como social de sus proximidades (Richardson 2012, 46-47).

En su origen, Piano Burning surgió como parte de un proceso de recogida de material para una colaboración musical con el coreógrafo Richard Alston para Heat, un espectáculo de danza de la Strider Dance Company en el que el espacio de interpretación iba a ser calentado hasta el límite tolerable (Lockwood 2006, 20). De ahí, pues, la razón del fuego. Según Lee, debido a cuestiones tanto estéticas como de presupuesto, Alston habría solicitado a Lockwood la composición de una pieza para cinta [tape], que la autora comenzó a planear como un collage sonoro más o menos próximo a las creaciones de la musique concrète[2] (Lee 1999, 59).

Lockwood, explica Lee, inició sus tentativas grabando hogueras, pero su pobreza acústica le movió a buscar un objeto “que produjera sonidos más variados e interesantes al arder”[3] (Lee 1999, 59). Su elección recayó sobre un piano. No obstante, tanto para esta pieza como para el resto de la serie, la compositora insistiría en emplear instrumentos en un estado “más allá de toda reparación posible”.[4] Así, el primer piano inmolado provenía de un vertedero: el “cementerio de pianos” del Condado de Wandsworth, como lo denomina Lockwood (Montague 1991, 148).

El siguiente paso consistiría en afinar el piano al límite de tensión,[5] introducir en su interior unos micrófonos envueltos en amianto (un material ignífugo bastante tóxico), conectar los cables a un mezclador y unos altavoces situados a cierta distancia (Montague 1991, 148) y prender fuego al instrumento después de derramar en su base solo un poco de combustible, en la medida en que era esencial la lentitud del proceso. El proceso de grabación, al que asistió una pequeña multitud, se llevó a cabo con motivo de un festival al aire libre celebrado en el terraplén de Chelsea, junto al Támesis (Lockwood 2006, 20). La autora señala que el proceso de quema duró sobre una hora y media, hasta que el esqueleto de hierro del piano se desplomó entre las cenizas (Montague 1991, 148).

Sin embargo, lo que iba a ser una sesión de recogida de grabación para Heat acabó transformándose, según refiere Lee, en un fenómeno de naturaleza bien distinta, debido a la impresión que a los asistentes produjo el espectáculo visual y sonoro del piano consumiéndose entre las llamas: algo ritual y, en última instancia, “una pieza musical de pleno derecho” (1999, 60).[6] Como lo explica la compositora (Lockwood 2006, 20):

No había esperado que fuera algo tan bello. Al principio, el rumor procedente de la multitud de espectadores ahogaba completamente la grabación, pero más adelante estos enmudecieron, absortos. Es un proceso largo, de más de tres horas. La estructura interior de un piano es hermosa y el fuego la revela poco a poco. Las diversas clases de barniz emiten destellos azules y verdes, y los chasquidos de las cuerdas al romperse son con frecuencia muy sonoros. Para el público de aquella primera quema, se convirtió en una experiencia absorbente y meditativa.[7]

De este modo, aquella sesión devino inesperadamente en el nacimiento de Piano Burning. A su éxito contribuiría, sin duda, su imagen como obra iconoclasta, surgida dentro de un contexto en el que la idea de destrucción dentro de los procesos artísticos estaba en auge,[8] así como en los entornos de una fecha tan significativa como 1968. Dicho éxito se manifestaría a través de sucesivas ejecuciones de la pieza en Inglaterra, Estados Unidos, Nueva Zelanda y Australia.[9]

1. La exaltación del aura en Piano Burning. Diferencias entre las quemas de piano de Lockwood, Yōsuke Yamashita, Diego Stocco y Michael Hannan

Lockwood no sería la única artista en incendiar un piano en el contexto de una interpretación o creación musical. Poco tiempo después, en 1973, el músico de jazz Yōsuke Yamashita ofreció un recital en un piano ardiendo −la actuación se repetiría en 2008−.[10] Asimismo, Diego Stocco realizaría en 2008 su proyecto Burning Piano: un proceso de exploración y grabación de sonidos (“cuerdas explotando, notas individuales y otros ruidos variados”) que posteriormente registraría en distintas librerías de instrumentos virtuales.[11] Finalmente, Michael Hannan ha recurrido en varias ocasiones a pianos ardiendo durante su proceso de creación: bien como fuente sonora, en Firescape for Burning Piano (1997)[12] y Burning Questions (2003), o bien como parte activa del espectáculo. Esto último se llevó a cabo en un evento musical que tuvo lugar con motivo de la celebración del cincuenta cumpleaños de Hannan, en 1999.[13]

Pese a las obvias similitudes, la propuesta de Lockwood, además de ser la pionera, es distinta de cualquiera de las otras tres. Por un lado, para Yamashita, el incendio se convierte −al margen del impacto emocional aparejado a su componente visual, así como al peligro que supone para el pianista−, en un artificio mediador que transforma en vivo las posibilidades acústicas del instrumento y las condiciones físicas de la interpretación. Por otro lado, en Stocco, el piano llameante aparece como un cuerpo sonoro explorado físicamente y cuyas posibilidades diseccionadas −grabadas− se emplean a posteriori en la construcción de un sampler: de este modo, el piano se convierte en una “fuente sonora”.[14] En cuanto a Hannan, su caso es algo más complejo. En sus propias palabras:

Burning Questions es un collage sonoro construido a partir de […] los sonidos del piano en llamas (incluyendo sonidos de cuerdas rompiéndose), los sonidos de la reacción del público y partes de mi interpretación de la Sonata Claro de Luna de Beethoven, realizada justo antes de la ignición del piano. La degeneración del sonido hi-fi en lo-fi, causado por el derretimiento del micrófono, subyace en la construcción de la obra.[15]

Se encuentran aquí distintos elementos implicados: en primer lugar, el piano (interpretado por Hannan) se presenta al mismo tiempo como cuerpo sonoro y fuente sonora; en segundo lugar, el micrófono, habitualmente la contraparte del altavoz como transductor (transforma energía mecánica en impulsos electromagnéticos, información que más adelante el altavoz volverá a convertir en vibraciones mecánicas), se hace presente también como un cuerpo físico cuyo funcionamiento es afectado por el fuego;[16] en tercer lugar, el collage requiere de un procesamiento técnico del material y su reproducción por medio del altavoz. Este circuito o red de interacciones y transducciones, como configuración de las relaciones productivas en el ensamblaje instrumental de Burning Questions, excede a todas luces el modelo del instrumento tradicional, basado en la interacción directa entre instrumento e intérprete. En dicho circuito-red, en cambio, el núcleo de la producción sonora se encuentra deslocalizado: el altavoz, el piano grabado, el micrófono, el ordenador y el propio Hannan interactúan entre sí formando una extraña cadena, dentro de la cual solo el piano tocado “en vivo” podría asimilarse al modelo productivo tradicional.

Ahora bien, ¿de qué forma condiciona el fuego el trabajo poético del instrumento? Al margen de lo ya expuesto respecto a Yamashita y Stocco, podría decirse que es solo la acción del micrófono la que se ve afectada. Sin embargo, ¿es eso todo? El instrumento tradicional, parafraseando las bellas palabras del compositor José Luis Torá, es un cuerpo sonoro provisto de memoria:[17] un cuerpo “marcado” por su propia historia, por los hábitos tanto interpretativos como perceptivos inscritos en él, por su particular estatus como objeto cultural poseedor de un “aura”.[18] ¿Qué supone entonces, no ya en relación con las posibilidades acústicas del piano, sino con la memoria viva en su interior, con su aura, ofrecerlo al fuego dentro de un determinado contexto musical?

La elección de la pieza de Lockwood es particularmente adecuada para atender esta cuestión. Más que en ninguna otra −gracias, quizás, a su condición de performance− el centro poético de la obra se inscribe en la propia quema del piano; en este sentido, es la más radical. En efecto, aunque Lockwood deja abierta la posibilidad de tocar el piano mientras este arde (como ella misma llevó a cabo durante su estreno), el hecho de no hacerlo (como ha ocurrido en otras presentaciones de la obra) no altera esencialmente la pieza. Aquí no se trata tanto, como en el Burning Piano de Stocco, de actualizar y registrar posibilidades sonoras del instrumento nunca recibidas. Este registro, como se ha visto, parece haber sido de facto la intención original de Lockwood. No obstante, lo que surgió fue, cualitativamente, otra cosa: cuanto hizo la autora neozelandesa fue, en realidad, someter al piano a un auténtico “auto de fe” musical. Pero esto no conforma una simple referencia extramusical, sino que radica en la condición aurática del instrumento. Ver y escuchar arder un piano no es presenciar la quema de un leño o un contenedor, ni es comparable a una composición de Cage para piano preparado.[19]

Esto es, si algo diferencia la propuesta de Lockwood tanto de la toma de sonido como del acto vandálico, es la manera en que la obra interacciona con el aura. Por muy hermosos que parecieran a la autora los sonidos del piano quemándose, estos no dejan de ser nunca sonidos de un piano y, más aun, de un piano al que se ha prendido fuego. Si su Piano Burning resulta tan radical es porque no hay nada que desplace o encubra un hecho fundamental: nunca antes el aura del piano se había manifestado de una forma tan desnuda, ninguna otra pieza la revela con tanta crudeza como este auténtico sacrilegio.

Se abre aquí una amplia distancia entre la pieza de Lockwood y una confrontación crítica del aura del instrumento como la que perseguía un compositor como Lachenmann.[20] Y es que en la pieza de Lockwood el aura no es confrontada, sino que, por el contrario, se hace plenamente visible: el castigo de su corporalidad despierta en el oyente la conciencia de su condición aurática, de su valor y de la memoria que lleva inscrita bajo su piel de madera. El sacrificio público del piano a la furia de la hoguera convierte a Lockwood, en cierto modo, en un Cauchon, en un Bellarmino;[21]los espectadores mismos aparecen como turba judía contemplando el Gólgota. Esto diferencia a Piano Burning de las otras quemas de pianos, en las que el aura se oculta o se disfraza parcialmente a través de una mediación “anestésica”:[22]en Stocco, la reproducción técnica a través de la grabación, la quema del piano para su fría experimentación en la mesa de operaciones; en Yamashita, el protagonismo que, por su autoexposición al peligro, adquiere el intérprete humano; en cuanto a Hannan, más cercano a Lockwood, en él lo espectacular ensombrece lo ritual −hay en él un cierto gesto “despótico”,como en Nerón o Calígula−.

La pregunta es, entonces: si Lockwood no está desterritorializando el aura, ¿significa esto que su Piano Burning resulta conservador respecto de los hábitos inscritos en el instrumento? En ese caso, empero, ¿cómo explicar, ya no la trascendencia de la obra, sino su impacto emocional en los oyentes, su capacidad para generar un espacio ritual situado a medio camino entre lo artístico y lo cultual, extrañamente catártico? Debe insistirse en el hecho de que la pieza no se contenta con reproducir lo hollado, lo desvela. Además, la comparación con el ortodoxo Bellarmino es en el fondo inexacta: Lockwood tiene aquí algo de Robespierre haciendo rodar la cabeza del rey de los instrumentos. La artista desaparece de la escena junto con su poder demiúrgico, reducido a un simple gesto; el protagonista es el piano crucificado, su ecce homo; el centro de la obra es su crucifixión. La obra engendra así nuevos signos, anuda al piano sentidos que transcienden su historia heredada. Pero este proceso semiósico ya no se da al nivel del quale, la producción sonora, ni al nivel de las relaciones productivas, sino al de la mediación que implican los signos. El instrumento se presenta así como una “boca muda” capaz de producir sentido sin sentenciar, de expresar sin representar y, sobre todo, de desterritorializar y desterritorializarse a través de procesos de significación.

¿Qué contienen, pues, esos signos emitidos en Piano Burning? Nos equivocaremos si pensamos en ellos como portadores de un significado unívoco: en este sentido, el músico de la célebre anécdota tenía razón cuando, al ser interrogado sobre el significado de una pieza que acababa de ejecutar, respondió tocándola una vez más. No se trata, como diría Roland Barthes, de “descifrar” signos como si se tratara de mensajes ocultos en una botella (el signo artístico no es una galleta de la fortuna), sino de una madeja de hilos en cuyo desenredo cabe más de una perspectiva: es esta la concepción de la obra de arte como texto (Barthes 1968, 70). Del mismo modo, según expone Deleuze en Proust y los signos, “buscar la verdad es interpretar, descifrar, explicar. Pero esta ‘explicación’ se confunde con el desarrollo del signo en sí mismo” (Deleuze 1995, 26).[23]

2. La violencia contra el instrumento como gesto político: una discusión de las teorías de Stephen Davies y Matteo Ravasio

La discusión que estamos emprendiendo puede enmarcarse, más allá de la especificidad de la “quema”, en el tema de la destrucción de instrumentos en un contexto musical, fenómeno sorprendentemente abundante en la segunda mitad del siglo xx. A este respecto, desde una perspectiva teórico-filosófica, cabe mencionar dos análisis recientes de la cuestión: uno del filósofo de la música Stephen Davies (2003) y otro del investigador Matteo Ravasio (2016). Ambos parten de la inquietud hacia la reacción negativa que tiende a producir en el espectador la contemplación de destrucción, maltrato o uso indebido de los instrumentos.[24] A partir de ello, se preguntan por los fundamentos de dicha reacción y tratan de comprender las razones de los artistas para incluir estas formas de violencia en su trabajo.

Además de los casos de Lockwood y Hannan, Davies y Ravasio mencionan otros muchos, que cabe alinear en dos grupos. Por un lado, creaciones de artistas experimentales: George Maciunas, La Monte Young, Ay-O, Al Hansen, Nam June Paik y Charlotte Moorman (todos ellos vinculados al movimiento Fluxus),[25] además de otros como Robert Watts y Christian Marclay. Por otro lado, el destrozo de guitarras, baterías, bajos y teclados llevado a cabo en el escenario por artistas del ámbito de la música popular urbana, como Jerry Lee Lewis, Jimi Hendrix, Pete Townshend y Keith Moon (The Who), Paul Simonon (The Clash), Ritchie Blackmore (Deep Purple), Yngwie Malmsteen, Christian Lorenz “Flake” (Rammstein) y Matthew Bellamy[26] (Muse). Aunque la orientación de cada uno de ellos es diferente, todos compartirían −al igual que su público−, según Davies, la conciencia de que hay algo que “está mal” en esa acción: la transgresión de alguna clase de respeto que se debe a los instrumentos musicales. Por este motivo, estos actos de violencia nunca son completamente gratuitos, sino que su gesto está cargado necesariamente de significación:

Estos ejemplos no ponen en tela de juicio la afirmación de que tenemos un respeto especial por los instrumentos musicales. Al contrario. Estos actos no podrían incomodarnos o escandalizarnos a menos que pensásemos que hay algo malo en dañar o destruir instrumentos musicales. Los artistas citados se proponían, de forma deliberada, explotar esa actitud de cuidado hacia los instrumentos, ya fuera para espantar al público en aras de la provocación, o bien para impulsarlos a percibir una cuestión de carácter artístico-político (Davies 2003, 110).[27]

Ante esto surgen dos interrogantes: por una parte, ¿en qué consiste ese “respeto”? Y, por otra parte, ¿a qué se refiere Davies con lo “político”? Respecto a la primera cuestión, el filósofo discute a lo largo del texto una serie de hipótesis, todas ellas aparentemente plausibles, aunque también −como él mismo reconoce− insuficientes. Ravasio las resume en tres, que denomina la “teoría del valor” (value theory), la “teoría de la herramienta” (tool theory) y la “teoría de la tradición” (tradition theory), además de una suerte de cuarta teoría, que veremos más adelante; finalmente, Ravasio acuña su propia propuesta, que llama la “teoría del valor artístico” (artistic value theory).

La teoría del valor se relaciona con el hecho de que los instrumentos poseen, además de un valor de uso, un valor de cambio, en ocasiones bastante elevado. Por este motivo, nos resulta vergonzoso infligirles daño sin un motivo aparente; más aun cuando muchos de ellos poseen una factura artesanal y, en ese sentido, son únicos.[28] No obstante, nada de esto explica por qué la destrucción de un violín de plástico no dejaría de tener un impacto significativo en el espectador, o por qué un “uso inadecuado” pero inofensivo para el instrumento resulta asimismo provocador (Davies 2003, 111-112).

La segunda vía tiene que ver con el uso para el que se ha concebido el instrumento como herramienta: su maltrato o uso indebido producirían rechazo precisamente por apartarse de dicha finalidad. Esta teoría es sin duda la más endeble de todas, puesto que la naturaleza del instrumento musical −como se vio ya en el primer capítulo− supera con creces la condición de herramienta. Davies señala que, por este camino, tampoco se explica por qué deberíamos sentirnos incómodos ante un piano inservible −como los utilizados por Lockwood− siendo quemado, considerando que este ya no es capaz de satisfacer su utilidad (Ravasio 2016, 3).

La tercera hipótesis, mucho más certera, apunta al valor del instrumento como objeto cultural situado dentro de una tradición, lo que lo dota de un estatus honorífico. Davies llega a emplear aquí el término “aura”, aunque no parezca seguir la estela de Benjamin:

El violín, por tomar un caso destacado, es heredero no solo de siglos de artesanía en su fabricación y de habilidad en su uso, sino también de un vasto repertorio de obras escritas siguiendo sus características específicas. […] Como resultado, incluso un violín estropeado merece respeto, a causa del aura de la tradición que lo ennoblece. Es más, las piezas juveniles y pretenciosas que tratan el instrumento de forma inadecuada están condenadas a ser desagradables, en la medida en que traicionan y menosprecian a los compositores e intérpretes que han invertido sus esfuerzos en desarrollar y perfeccionar esa herencia musical, la cual conforma el suelo que pisan todos los compositores del presente (Davies 2003, 112-113).[29]

En este caso, al margen de que de lo primero no parece seguirse necesariamente lo segundo, Davies comenta que no todos los instrumentos poseen una historia tan rica y extensa como la del violín, aduciendo como ejemplo el theremín. Y, sin embargo, ejercer la violencia contra este no dejaría de provocar rechazo. Debe, por tanto, haber algo más (Ravasio 2016, 3).

Tomemos ahora la vía planteada por el propio Ravasio, la “teoría del valor artístico”. Según esta, el instrumento recibe su peculiar estatus de su implicación como parte constitutiva y central de un proceso musical, siendo incomparable en este sentido al pincel del pintor (2016, 4). Ravasio cita a Alperson con el objeto de subrayar la “instrumentalidad” de la música, o sea, el protagonismo de la interacción intérprete-instrumento en la realización musical. Davies, de forma análoga, hace hincapié en la intimidad física que conlleva esta interacción, y encuentra aquí una fuente de respeto adicional (2003, 114-15).

Ravasio añade otras apreciaciones. En primer lugar, los instrumentos son objetos dotados de un posible valor sentimental (“alguien debe de haber amado ese piano”).[30] En segundo lugar, algunos de ellos pueden alcanzar una larga vida (como pianos y violines), lo que les concede también un valor como antigüedades. En tercer lugar, en cambio, podrían ser restaurados o transformados en otros instrumentos (Ravasio pone el ejemplo de obtener artesanalmente un instrumento “medieval” a partir de uno más moderno) sin que ello se viera como un abuso, siempre y cuando la operación torne al instrumento más valioso desde el punto de vista de la praxis musical (2016, 5-6).

De este modo, en realidad, la teoría de Ravasio puede verse como un refinamiento de las hipótesis anteriores, las cuales corresponden perfectamente con tres dimensiones tradicionales del valor: de cambio, de uso y simbólico. La idea del valor artístico no haría sino considerar una cierta plusvalía de la que gozan los instrumentos en cada una de esas dimensiones, en virtud de su condición de objetos de arte. En última instancia, sin embargo, todo esto se halla incluido en el aura lachenmanniana. Así, podría decirse simplemente: los instrumentos musicales merecen un respeto en función de su aura.[31]

Nos resta, no obstante, un último planteamiento, que no deja de constituir la tesis central de Davies. Dicha tentativa, a diferencia de las ya atendidas, no puede absorberse en el aura, aunque se sostenga sobre ella. Su punto central es que “reaccionamos al abuso sobre el instrumento de forma similar a como lo hacemos ante ciertas maneras de herir a cuerpos humanos” (Davies 2003, 115).[32] O, como lo expresa Ravasio:

Parece que estamos dispuestos [...] a concederle la misma vida que reconocemos en el músico y, en consecuencia, nos obligamos a asignarle el mismo respeto. [...] Si el instrumento debe ser tratado como un ser vivo, entonces está claro por qué lo valoramos de forma intrínseca, al margen de su valor de uso, su ascendencia o su valor monetario (Ravasio 2016, 3).[33]

Desde esta perspectiva, tal estatus simbólico adquiere implicaciones éticas: un trato rudo hacia el instrumento despertaría en nosotros sentimientos análogos a los del maltrato de un cuerpo humano. Dañar un instrumento, destruirlo, generaría en nosotros un rechazo comparable al que sentimos hacia la mutilación y el asesinato. Es en este sentido que las citadas actividades de Fluxus, Lockwood, Townshend y Lorenz adquieren un carácter “político”. Por supuesto, Davies no está sugiriendo que pensemos que el instrumento es, defacto, un ser vivo. Cuando sostiene que los javaneses tratan sus instrumentos con la clase de respeto debida a “personas honorables”, no significa que los crean tales, sino que el elevado valor que los instrumentos, como objetos culturales, adquieren socialmente para ellos, se expresa a través de dicho tratamiento especial.

¿Podemos aceptar esta teoría? No sin reticencias. Pero no son estas las mismas que expresan los propios autores. Pues, por un lado, Davies (2003, 117-118) se pregunta hasta qué punto es precisa la analogía entre el daño infligido al instrumento y a un cuerpo humano. Por otro lado, Ravasio (2016, 7) cuestiona la universalidad del modelo. En realidad, ninguna de las dos objeciones resulta determinante: Davies parece buscar una objetividad mayor de la que hay, que es justamente lo que demuestra la ausencia de transhistoricidad y transculturalidad. Pero esto no bastaría para refutar el planteamiento. Lo importante aquí es el reconocimiento de alguna clase de mediación simbólica entre el trato ejercido hacia el cuerpo sonoro del instrumento musical y el trato dirigido a los cuerpos humanos: un “como si…” que no cabría llamar objetivo (los signos no pertenecen al objeto), pero tampoco subjetivo, en la medida que se manifiesta a través de códigos compartidos desarrollados en el seno de una tradición.[34]

El acto de violencia contra el instrumento contiene, pues, un potencial de significación ética y política. Ahora bien: como es obvio, ni el destrozo de guitarras eléctricas de Bellamy ha de verse como una invitación al asesinato en serie, ni los estudios de Exercitium 1-6 (1997) para guitarra de Peter Ablinger (en los que han de tensarse lentamente, hasta su rotura, cada una de las seis cuerdas de la guitarra) constituyen una apología de la tortura.[35] Si nuestra impresión estética ante Piano Burning no es tan solo la del rechazo moral a un piano pseudo-humano siendo tratado de una forma “cruel”, no es necesariamente porque seamos unos sádicos, ni tampoco −como aventura Davies− porque lo veamos como una suerte de operación con anestesia (Davies 2003, 117-118).

En primer lugar, debemos tener en cuenta que el contexto y la manera en que la violencia se presenta −como Davies y Ravasio no dejan de reconocer− condicionan nuestra percepción: no es lo mismo ver a alguien maltratar un instrumento como fruto de un ataque de ira, por ostentación de poder económico, por diversión o como parte de una realización artística (musical o no). Ocurre algo similar con la violencia hacia el cuerpo humano: Davies acierta al señalar que “no es coincidencia que las obras que involucraban la destrucción de instrumentos musicales aparecieran al mismo tiempo que la corriente artística orientada a la mutilación corporal” (Davies 2003, 116).[36] Cuando, como parte de una obra, Dennis Oppenheim fue apedreado en escena por sus compañeros en 1971, ¿se trata de un crimen, de una “verdadera” lapidación? En todo caso, no se trataba de una “representación”. ¿Estaban acaso promoviendo el apedreamiento? ¿O más bien rechazándolo, desde la perspectiva de alguna clase de catarsis o Verfremdung (“extrañamiento”)?

En segundo lugar, la visión antropomórfica de los instrumentos no es algo que venga dado y de una pieza por el marco cultural, sino que se construye también a través del proceso creativo. Exhibir la guitarra como si fuera un falo, como hacía Jimi Hendrix (Ravasio 2016, 7), no es algo que estuviera entonces en el aura de la guitarra, salvo virtualmente. Por mucho que el cuerpo del violoncello pueda recordar a formas femeninas (Davies 2003, 116), no es sino a través de acciones como las del dúo Moorman-Paik (Nyman 1999, 88) que el violoncello devino propiamente sexualizado en la praxis musical.[37] Hay también, claro está, cierto antropomorfismo en algunos términos referidos a la anatomía de los instrumentos, como “cuello”, “voz” y “alma” (Ravasio 2016, 7). Pero también las botellas tienen “cuello”, y es poco probable que alguien sienta dolor en sus entrañas al arrojar una botella usada al contenedor de reciclaje. Asimismo, Ravasio muestra casos en los que la imaginaria del instrumento no se orienta poéticamente hacia lo humano, sino hacia la máquina. Por ejemplo, en la visión del instrumento como “arma”: la guitarra-ametralladora, la agresión sonora en la amplificación exacerbada, etc. (Ravasio 2016, 7).

En tercer lugar, aceptar la tesis de la analogía con el cuerpo humano no significa descartar las teorías del valor, ligadas al aura. Al fin y al cabo, como se ha dicho, la propia aura se halla en buena medida a la base de aquella analogía. Recordemos que el signo es un nudo de sentido. A este respecto, puede ser útil recordar la afirmación de Gilles Deleuze de que “lo que está involucrado en el signo vale más que todos los significados explícitos” (Deleuze 1995, 41). De este modo, la significación no se reduce a la univocidad, aunque tampoco a la mera suma de teorías complementarias o a la recolección estadística de las respuestas psicológicas de un conjunto empírico de individuos. La analogía con el cuerpo humano, en tanto mediada por lo simbólico, se hace inseparable de una plurivocidad irreductible: los gestos artísticos de violencia, como todo signo, requieren −cada vez− de interpretación, y tienen siempre más de un lado.

Por consiguiente, esta clase de propuestas creativas −como tantas otras− no deben comprenderse desde el punto de vista de la proclama o el manifiesto. En unos casos, como el de Oppenheim, su ambigüedad estética y ética llega a ser tan acusada que no cabe elegir entre el crimen y el extrañamiento, sino que son los dos al mismo tiempo.[38] En otros, como Piano Transplants, el centro poético no parece ser la violencia como tal, aunque el proceso la acarree: entender Piano Burning tan solo como maneras variadas e ingeniosas de destruir pianos no sería sino reducir considerablemente sus dimensiones de sentido. Asimismo, expresándolo de forma general, el potencial del instrumento −y de la obra de arte− para relacionarse con el mundo exterior de una manera significativa no se reduce a su eficacia para vehicular consignas, sino que se desprende de su capacidad para producir signos, frutos del posicionamiento que establece consigo mismo, su pasado y su aura. Como defiende el filósofo Albrecht Wellmer (2004, 126-127):

El arte revela el mundo en la medida que abre nuevas posibilidades perceptivas y experienciales […] y así articula y evoca un impulso que trasciende la negatividad social. Esto no equivale a emitir mensajes críticos sobre un mundo malvado, pues la obra de arte no es un mensaje. El arte no lleva a cabo su crítica diciéndonos cómo son las cosas en realidad, sino […] abriéndonos los ojos y los oídos, y […] permitiéndonos percibir […] las osificaciones ideológicas de los discursos dominantes […] la apertura al mundo es inseparable de la innovación lingüística, artística o práctica […] Es en esta coyuntura donde entra en juego la verdad del arte.[39]

3. Lockwood y los signos: hacia una interpretación de Piano Burning

Procedamos, pues, a tratar de desenredar la red filamentosa que se cierne alrededor de Piano Burning. Lo dicho hasta ahora basta para comprender por qué no todas las obras en las que se dañan o destruyen instrumentos pueden considerarse equivalentes: en verdad, como se ha adelantado, la violencia está lejos de situarse en el centro poético de Piano Burning, aunque −como se afirmaba más arriba− dicho centro se encuentre vinculado al proceso de quema. Por un lado, la pieza de Lockwood anticipa su trabajo con el paisaje sonoro (soundscape), una especie de respuesta ecológico-musical a la acusmática schaefferiana[40] y a la abstracción paramétrica del serialismo: hay alguna clase de inocencia compasiva en prestar atención al piano ya moribundo en su lento desvanecerse, hay un cierto naturalismo en permitir que el sofisticado artefacto retorne a los elementos de los que una vez surgió −frente, por ejemplo, al sadismo glacial de los Exercitium 1-6 de Ablinger−. Por otro lado, como es evidente, no falta en la obra un cariz profundamente contestatario: es duro, desde luego, presenciar cómo un músico prende fuego a un instrumento y lo contempla −al igual que nosotros− mientras se consume, sin prestarle auxilio.

Las fuentes consultadas no nos permiten asegurar con claridad la fecha exacta de composición, que oscila entre 1966 y 1968. En cualquier caso, es innegable la cercanía estética de esta pieza respecto a las líneas de trabajo del Destruction in Art Symposium de 1966 en general, y del “arte autodestructivo” de Metzger en particular. Véase a este respecto un fragmento del manifiesto de Metzger en su versión de 1959 (cit. en Stiles 1987, 23):

El arte autodestructivo puede ser creado con fuerzas naturales, técnicas del arte tradicional y procedimientos tecnológicos.

El sonido amplificado del proceso autodestructivo puede ser un elemento de la concepción total. […].

Las pinturas, esculturas y construcciones autodestructivas poseen un periodo de vida que varía entre unos pocos momentos y veinte años.

Cuando el proceso de desintegración se completa, la obra debe ser retirada de su ubicación y desechada.[41]

Además de esto, se trataba de un momento histórico muy significativo desde un punto de vista social, y la propia autora no deja de resaltarlo: “Era 1968 y estábamos quemando banderas americanas, efigies políticas, el statu quo, así que cuando […] estaba buscando algo sonoro para quemar y grabarlo, no fue difícil decidirse por un piano” (Lockwood 2006, 20).[42] Incendiar un piano se torna, pues, un gesto político. Pero, ¿de qué manera? En la visión de Hannan (cit. en Davies 2003, 110), “el piano es un símbolo de las glorias de la música romántica europea, por lo que quemar un piano es un acto sacrílego frente a los devotos de dicha tradición”.[43] En esta misma dirección, Davies apunta hacia un rechazo de la hegemonía del piano como instrumento, si bien se plantea también si hay aquí una pretensión de poner en crisis “nuestras actitudes hacia la música y su ejecución” como “sentimentales o románticas en exceso” (2003, 110).[44]

Todo esto se relaciona, desde luego, con el aura, que aquí se manifiesta dramáticamente. El aura nunca había sido tan presente para nosotros como en una pieza así, en la que a su portador se le niega todo el respeto que su valor y su estatus reclamarían. De este modo, la quema del piano es en realidad un “martirio”, en el que la destrucción constituye al mismo tiempo una exaltación: en lugar de suspender o confrontar el aura, Lockwood provoca que el aura se desoculte, mostrándose en sí misma. Pero si el aura, como sedimentación de sentido, poseía inevitablemente un carácter ideológico, este desocultamiento permite su transformación en signo vivo, en producción de diferencia, a través del establecimiento de nuevas relaciones significativas más allá de lo dado.

No obstante, Burning Piano no solo nació en los años sesenta. También lo hizo en el Reino Unido. En la Real Fuerza Aérea Británica (Royal Air Force, RAF) existe una singular tradición, procedente de la Segunda Guerra Mundial, que consiste precisamente en quemar, de forma pública, un piano. Según explicaba el teniente Leigh Johnson, estos actos se remontan casi a los inicios de la RAF, y constituyen “un homenaje a aquellos que hicieron los máximos sacrificios en defensa de su nación” (Bell 2018, párr. 4).[45] Su origen histórico, sin embargo, no está claro. A este respecto, el teniente coronel James Radley ofrecía dos versiones diferentes de los hechos (Culbert 2015, párr. 5-6): en la primera, la RAF trató de compensar el escaso nivel educativo de los nuevos reclutas durante la Segunda Guerra Mundial con clases semanales de piano; sin embargo, una noche se incendió el edificio que contenía el instrumento, lo que acabó con las clases. En la segunda, el primer piano pertenecía a un joven piloto, pianista del escuadrón, que falleció durante una misión aérea; en su honor, se quemó su instrumento.

Independientemente de que Lockwood tuviera noticia de ello o no, este rito militar estaba allí, en su propio suelo. Entonces, si, para la RAF, la quema de pianos conformaba un memorial a los héroes caídos, ¿por qué no entender la pieza de Lockwood también de este modo? Así contemplado, en el gesto de Lockwood sigue resonando una carga política, aunque un tanto distinta. Ahora bien: ¿quiénes serían los “héroes” a los que homenajea Piano Burning? ¿Los músicos del pasado? ¿Los jóvenes protagonistas del 68? ¿Las víctimas de ejecuciones en la hoguera? Nos decantamos quizás por la primera de las opciones, que además de parecer menos forzada, constituye la contraparte del gesto de rebeldía. Lo que se “quema” de forma provocativa no es el piano como objeto artístico, sino el piano como símbolo de un canon.

Otra posibilidad de acceso tiene que ver con el contexto material y social del que provenía el instrumento desvencijado que adoptó Lockwood para lo que acabaría siendo el estreno de la pieza. A este respecto, comenta Lee (1999, 60):

En aquel momento, la clase media londinense estaba apartándose del ideal burgués de la música de salón. Fruto de ello, Lockwood no tuvo dificultades para encontrar un piano vertical adecuado para la quema, ya que los pianos en mal estado llenaban los vertederos de la ciudad.[46]

Desde este punto de vista, ¿dónde está la verdadera violencia contra el instrumento? ¿En el escenario, en el que Lockwood lo hace devenir −una última vez− parte de un proceso artístico? ¿O en el vertedero, olvidado para siempre, con indiferencia, como un desperdicio más? ¿No habría cierta hipocresía en reprochar a Lockwood la brutalidad de quemar el piano, cuando los instrumentos se acumulaban, como “insepultos”? Quizás, ciertamente, “alguien amó alguna vez ese piano”, como dijo Whitehead a propósito de la pieza. Sin embargo, no fue de la serena comodidad de la vida burguesa de donde lo raptó Lockwood. Una vez más, el gesto político: honrar la muerte de los pianos. Pero también reflejar su decadencia, su exclusión de los hogares. Quemar el piano, decir adiós a un viejo elefante que ha sido apartado del lugar que ocupó una vez: Piano Burning como funeral vikingo; aunque no deje de ser, también, guillotina.[47]

Por último, resta la relación con la escucha ecológica.[48] En Piano Burning estaría ya el germen de trabajos posteriores en torno al paisaje sonoro. En este sentido, como recuerdan Cat Hope y Jonathan Marshall, Lockwood siempre vio clara la diferencia cualitativa entre sus Piano Transplants y las propuestas de Fluxus (Hope y Marshall 2006, 3). Para Lockwood, el elemento provocativo se sitúa en un segundo plano: lo importante, desde su perspectiva, es el proceso de degradación, incontrolable, del piano y sus propiedades sonoras sometidas a la fuerza de los elementos; la lenta devolución de la máquina sonora a la naturaleza.

En aquel tiempo se produjeron muchas destrucciones de pianos; un piano vertical fue demolido en 4 minutos y 51 segundos en la Wayne State University de Detroit; diecisiete pianos fueron machacados en un solo día por un grupo de bomberos en Christchurch, Inglaterra […]. El destrozo de pianos se convirtió en una locura. Estudiantes universitarios arrojaban pianos desde tejados, reduciéndolos a astillas suficientemente pequeñas como para atravesar cerraduras, y más. Nada de aquello me resultaba interesante, demasiado directo y rápido en la ejecución. No era la destrucción en sí lo que me fascinaba. Estoy interesada en algo menos predecible, surgiendo desde la acción gradual de las fuerzas naturales −fuego, agua, viento, plantas, tierra− sobre un instrumento diseñado para el máximo control. Me interesa el proceso (Lockwood 2006, 21).[49]

Conclusiones

Sería ilegítimo decir que el conjunto de interpretaciones posibles de la pieza se cierra aquí. En nuestro acercamiento hemos tratado tan solo de definir los aspectos que se situarían, en principio, en el centro de su poética. Sin embargo, Piano Burning posee más de una lectura, como demuestra ya la pluralidad de enfoques que se han presentado. No obstante, lo esencial aquí parece ser la convergencia de una escucha peculiar del cuerpo sonoro, que hemos denominado “ecológica” (receptividad de la percepción a los procesos acústicos naturales, no controlados por el artista), así como de una dimensión performativa que caracteriza la obra como arte político, aunque exenta de una significación unívoca o explícita. En cualquier caso, y a pesar de las posibles afinidades, su contenido se nos revela muy alejado de otras propuestas contemporáneas que involucran el daño o la destrucción de instrumentos. A este respecto, las teorías de Davies y Ravasio, enfocadas en nuestra repugnancia moral ante el destrozo de instrumentos, son ciertamente valiosas. No obstante, si se esgrimiesen de forma unilateral, podrían llegar a bloquear nuestra sensibilización a la pluralidad de matices de la pieza.

En definitiva, en el presente estudio de Piano Burning se establece una conexión entre la poética del instrumento y las teorías del signo a través del concepto de “boca muda”. Dicha noción es entendida como una vía de desterritorialización del instrumento, en la cual la “memoria” inscrita en este, inseparable de su condición aurática, juega un rol crucial al favorecer el establecimiento de relaciones significativas con el mundo. Sin embargo, como se ha mostrado, dichas relaciones carecen del carácter del “mensaje”: su capacidad de expresión se encuentra ligada a la producción de signos como nudos de sentido, siempre requeridos de interpretación.

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[1] “Set upright piano (not a grand) in an open space with the lid closed.

Spill a little lighter fluid on a twist of paper and place inside, near the pedals.

Light it.

Balloons may be stapled to the piano.

Play whatever pleases you for as long as you can”.

Todas las traducciones que aparecen a lo largo del presente artículo son del autor.

[2] La expresión musique concrète (“música concreta”) fue acuñada por el compositor francés Pierre Schaeffer (1910-1995), uno de los pioneros de la composición con medios electrónicos, quien la utilizó para definir los fundamentos teóricos de una nueva línea de trabajo compositivo. La música concreta se caracteriza por el empleo de sonidos grabados como material para la creación, que el artista procesa y manipula en el laboratorio para producir el resultado final. Se considera que la primera obra acabada en seguir los postulados de esta corriente artística es Étude aux chemins de fer (1948), compuesta por el propio Schaeffer.

[3] “[…] an object which made more interesting and varied sounds as it burned”.

[4] “All pianos used should already be beyond repair” (Lockwood s. f.).

[5] Entendemos de este modo el término overtune (Lockwood 2006, 20), a la vista de la reseña de Stephen Davies (2003, 109), quien añade que Lockwood colocó también fuegos artificiales en el interior del piano. Sin embargo, dicha información no figura en otras fuentes.

[6] “[…] a piece of music in its own right”.

[7] “I had not expected that it would be so beautiful. At first a large crowd of onlookers talked their heads off, utterly defeating the taping, but then they fell silent, absorbed. It is a long process, over three hours. A piano’s interior structure is beautiful and the fire reveals it gradually. The various kinds of varnish produce brilliant blues and greens, and snapping strings often sound very resonant. For the crowd at that first burning, this became an absorbing, meditative experience”.

[8] En septiembre de 1966 tuvo lugar en el propio Londres un simposio titulado Destruction in Art Symposium (DIAS), organizado por Gustav Metzger con el apoyo de John Sharkey, y en el que participarían también autores como John Latham, Robert Mitchum, Ivor Davies y Juan Hidalgo. En palabras de Metzger (cit. en Stiles 1987, 24), “el objetivo principal del DIAS era el de dirigir la atención hacia el elemento de destrucción en happenings, arte auto-destructivo y otras formas de arte nuevo, [así como] el de relacionar esto con la destrucción en la sociedad” (“the main objective of DIAS is to focus attention on the element of destruction in Happenings [sic] auto-destructive art, and other new art forms, to relate this to destruction in society”). El propio Metzger había publicado entre 1959 y 1964 una serie de manifiestos sobre lo que él denominaba “arte auto-destructivo” (Stiles 1987, 23), y en el cual, según Neal White, el artista estudiaba el potencial político de la violencia en el arte, generalmente a través del trabajo con procesos químicos y con la mirada puesta en diversas realidades sociales como la guerra, la revolución, la catástrofe y las estructuras sociopolíticas (White 2017, 219).

[9] La serie continuaría con Piano Garden, realizada por primera vez −según Lockwood− en el jardín de una casa decimonónica de Ingatestone, en Essex. En este caso, la autora empleó un pequeño piano de cola y dos verticales (2006, 21). Según las instrucciones de la pieza, se debe “cavar una zanja inclinada y por su pendiente deslizar un piano vertical, de modo que quede medio enterrado” [“Dig a sloping trench and slip un upright piano in sideways so that it is half interred”], mientras que el piano de cola puede ser cubierto de arbustos. Asimismo, Lockwood prescribe el cultivo de “árboles de rápido crecimiento y enredaderas alrededor de los pianos” [“fast growing trees and creepers around the pianos”]; los cuales deben abandonarse indefinidamente, sin protección contra las inclemencias meteorológicas (Lockwood s. f.). Por su parte, tanto Piano Drowning como Southern Exposure involucran el hundimiento de un piano en el agua: en el primer caso, ha de fijarse el instrumento en la orilla de un estanque; se trata también de un proceso muy lento, como señala la autora (Lockwood 2006, 21). En el segundo caso, el piano debe exponerse con la tapa levantada −y un ancla atada a una de sus patas− en la línea de marea alta, para su desaparición en el mar (Lockwood s. f.).

[11] “[…] exploding strings, single notes and various other noises” (en https://www.behance.net/gallery/131439/Diego-Stocco-The-Burning-Piano , acceso el 16 de octubre de 2020).

[12] Pieza en la que, según recoge Stephen Davies, Hannan emplea sonidos procedentes de la grabación de la quema de un piano en Holanda, en 1975 (Davies 2003, 110).

[13] En http://www.abc.net.au/rn/legacy/features/earclips/07.htm , acceso el 16 de octubre de 2020. Las grabaciones de dicho espectáculo serían utilizadas para la elaboración de Burning Questions, una obra radiofónica para la ABC Radio National.

[14] Los sonidos grabados del piano no suenan del propio piano al ser reproducidos. El único cuerpo sonoro que entra en actividad al accionar el reproductor es el altavoz. En este sentido hablamos del piano como “fuente sonora”: su identidad acústica se preserva por la capacidad (émula de Proteo) del altavoz para replicar su sonido, pero aquella producción sonora original pertenece a otro tiempo y otro lugar.

[15]Burning Questions is a sound collage piece made from […] the sounds of the piano burning (including sounds of strings breaking), the sounds of the crowd reaction, and parts of my performance of Beethoven's Moonlight Sonata played just before the piano was set alight. The degeneration of hi-fi sound into lo-fi caused by microphone meltdown underlies the construction of the work”. En http://www.abc.net.au/rn/legacy/features/earclips/07.htm ; acceso el 16 de octubre de 2020.

[16] Al igual que el altavoz, el micrófono es un elemento que tiende a ser invisibilizado en la percepción, llegando a ser escuchado −falsamente− como algo “neutral”. Ello se debe en ambos casos al papel más bien reproductivo que productivo que suelen desempeñar, así como al perfeccionamiento técnico que han llegado a alcanzar en este sentido: al igual que el altavoz parece poder devenir cualquier otro cuerpo sonoro (de ahí la referencia al polimórfico Proteo), el micrófono registra la realidad acústica como la cámara fotográfica la realidad óptica, y sobre ambos flota una idea más o menos definida de “objetividad”. La degeneración por el fuego que acontece en la pieza de Hannan rompe esta ilusión y, así, contribuye a visibilizar e individualizar el micrófono como elemento productivo.

[17] Véanse las notas escritas por el artista a su pieza a in der bruchlosen Ferne, dans le crevasse du temps, de 2001 (https://joseluistora.wordpress.com/works-3/in-der-bruchlosen-ferne-dans-la-crevasse-du-temps-2/).

[18] Walter Benjamin definía el aura como “manifestación irrepetible de una lejanía” (2008, 16). Los objetos auráticos, como las obras de arte o los instrumentos musicales, establecen una distancia con el observador por muy cerca que este se encuentre de ellos (en un sentido espacial como temporal). La condición aurática confiere al objeto una resistencia frente a su rebajamiento al mero útil. Este concepto será revisitado más adelante por Theodor W. Adorno y Helmut Lachenmann. En Adorno, según Albrecht Wellmer, el aura se vuelve equivalente al “espíritu” como aquello que sobrepasa las características físicas y materiales del objeto: su “contenido” (Wellmer 2004, 106). En el caso del segundo, el aura adquiere un sentido específico como “aspecto existencial” de los materiales musicales, esto es, su historia en los “contextos extramusicales más amplios, en todas las esferas de nuestra realidad sociocultural ligadas a nuestra percepción consciente e inconsciente, así como nuestra memoria arquetípica, tanto colectiva como individual” (“wider, extramusical contexts, in all spheres of our social and cultural reality, of our conscious and subconscious awareness, our archetypal memory, both collective and individual”) (Lachenmann 2004, 58). Aunque todas estas nociones son compatibles entre sí, es este último sentido el que se privilegia en este contexto.

[19] En la exhaustiva distinción de tipologías organológicas que lleva a cabo en su libro Un instrumento musical. Un estudio filosófico, Bernard Sève acuña la expresión “desvíos instrumentales” para referirse a aquellos casos en los que la “estructura y disposición” convencional de un instrumento se ve alterada de forma provisional o definitiva” (2018, 229). Sève incluye en esta categoría el piano preparado y la guitarra invertida. Desde este punto de vista, puede considerarse el piano en llamas un desvío instrumental. Pero ello nos informa poco de las implicaciones poéticas de este trabajo instrumental, es decir, de lo que se pone en juego al quemar un piano en una obra.

[20] Por ejemplo, en Mani. Gonxha (2011) para dos cuencos tibetanos, Billone conecta con una tradición musical tan distante como la tibetana. Por un lado, emplea como instrumentos estos cuencos, asociados a la meditación silenciosa. Asimismo, sus connotaciones rituales no se dejan de lado en la obra, sino que el compositor busca la consecución de una experiencia próxima a una oración (Bierstone y Smith 2012, párr. 1). Además, la huella de la música tibetana se imprime en su concepción sonora e incluso, aparentemente, en su notación musical. Por otro lado, Billone rehúye cualquier exotismo. El aura meditativa de los cuencos se cuestiona a través de su exploración física como objeto acústico y como extensión de las manos (y del cuerpo) del intérprete (Bierstone y Smith 2012, párr. 2): de ahí la palabra mani, “manos” en italiano. Del mismo modo, lo ritual se busca a través de la toma de conciencia de los hábitos perceptivos y del trabajo compositivo, formal, de los materiales y las acciones instrumentales, en lugar de explotar simplemente el aura de los cuencos. Así, Billone logra otorgar a los cuencos tibetanos una identidad acústica rica y singular que se despliega más allá de su imagen habitual.

[21] Pierre Cauchon, arzobispo de Beauvais, fue el acusador de Juana de Arco durante su juicio en Rouen, en 1431. El cardenal San Roberto Bellarmino (conocido sobre todo por su participación en el caso Galileo) dirigió el proceso del Santo Oficio contra Giordano Bruno, que acabaría con su muerte en la hoguera en la plaza Campo de' Fiori de Roma en 1600.

[22] Etimológicamente, “an-estésica” (an-esthetics) apunta hacia una “falta de percepción de los sentidos”. Esto constituye la base para el uso estético-clínico-político que de este término lleva a cabo Susan Buck-Mors (véase Buck-Mors 1993, 55).

[23] En el fondo de esto subyace la tesis gadameriana de que “la comprensión no es nunca un comportamiento solo reproductivo, sino que es a su vez siempre productivo” (Gadamer 2012, 366). Por consiguiente, “significación” debe entenderse a la luz de los procesos de individualización analizados con anterioridad: la significación no es aquí el significado saussureano, sino un proceso de adquisición de sentido. Por supuesto, el fracaso de una aproximación “objetivista” −la pregunta “¿qué significa?” del oyente en la anécdota del músico− no ha de conducirnos a lo que Deleuze denomina una “compensación subjetiva”: no hay más verdad en la evocación particular que en el intento de incrustar la razón del sentido en el objeto. La solución que ofrece Deleuze es la de la “esencia”, entendida como différance, “la Diferencia última y absoluta” (1995, 50). Esta constituye, según este autor, la verdadera unidad de signo −irreductible al objeto que lo emite− y sentido −irreductible al sujeto que lo toma− (Deleuze 1995, 48).

[24] ¿No se han orientado acaso en esta dirección algunas de las críticas recibidas por diversas propuestas de música experimental, en relación con su utilización de técnicas “extendidas”? Así se explica que el propio Lachenmann fuera asociado con el carácter provocador de ese “grotesco surrealista” del que trataba de distanciarse (1996, 29-34). En todo caso, los márgenes del “uso indebido” del que habla Davies quedan abiertos: si, aunque no exista daño ni riesgo para la integridad física del instrumento, puede hablarse de “uso indebido” siempre que uno se aparte de cómo se trata (como equivalente a “debe tratarse”) el instrumento, ¿cómo separar lo ético de lo ideológico? Al enfocar esto desde el punto de vista de una psicologíade la percepción, a Davies no le falta razón: las reacciones a Pression pueden llegar a ser cualitativamente similares a las de Piano Burning. Davies menciona aquí su propia impresión ante A Little Water Music for Gamelan (1998), de Adrian Sherriff: “Se retiraron de los instrumentos musicales javaneses varias vasijas de bronce, volteadas boca abajo, y se llenaron de agua. Se agitaba el agua, empleando para ello los elementos con los que normalmente se golpean las vasijas, y se derramaba de una vasija a otra siguiendo una estructura palindrómica. Mientras miraba, me encogí. Me alegré de que estuvieran presentes relativamente pocos javaneses. Tratan sus instrumentos musicales con gran respeto” (“Various brass pots were removed from Javanese musical instruments, turned upside down, and filled with water. The water was stirred, using the beaters with which the pots are normally struck, and poured from pot to pot according to a palindromic structure. As I watched, I cringed. I was glad that comparatively few Javanese were present. They treat their musical instruments with great respect”) (Davies 2003, 108). Sensible ante las diferencias culturales, una vez más, a Davies no le faltaban motivos para sentirse incómodo.

[25] Una exposición detallada de este tipo de trabajos puede consultarse en Nyman (1999, 82-88). Asimismo, para un estudio más amplio sobre el movimiento Fluxus, véase la tesis doctoral de Henar Rivière Ríos (Rivière 2015).

[26] Quien, según Ravasio (2016, 2), ostenta el récord Guiness con 140 guitarras destruidas en escena a lo largo de su carrera.

[27] “These examples do not undermine the earlier claim that we have a special regard for musical instruments. The reverse. We could not be made uneasy or shocked by such behaviour unless we were disposed to think there is something wrong about damaging or destroying musical instruments. The artists concerned deliberately set out to exploit that attitude of concern, either to horrify the audience members for the sake of appearing outrageous or to jolt them into noticing an art-political point”.

[28] Obsérvese que los propios instrumentos, como artefactos, son también más o menos auráticos en función de su sistema de producción. Un violín producido en una cadena de montaje no tiene la misma aura que un Guarneri, al margen de su calidad relativa; por ese motivo, no es de extrañar que su valor de cambio tienda a ser considerablemente menor.

[29] “The violin, to take an outstanding case, is heir not only to centuries of craftsmanship in its making and of skill in its use but also to an extensive repertoire of works written to suit its specific characteristics. […] As a result, even a broken-down violin merits respect, because of the aura of tradition that ennobles it. Moreover, pretentious, juvenile pieces that call for the mistreatment of the instrument are bound to be distasteful since they betray and belittle all the composers and performers who have strived to develop and perfect the musical heritage that is the platform on which all present composers stand”.

[30] “Somebody must have loved that piano”. Ravasio reproduce también esta elocuente cita, recogida por Davies (2003, 109-110) y pronunciada en su origen por la compositora Gillian Whitehead durante una ejecución de Piano Burning de Lockwood.

[31] Por eso resulta menos “sacrílego” −en general− destruir un altavoz que un piano de cola, y una guitarra eléctrica que un violoncello del siglo XIX.

[32] “We react to instrument abuse much as we do to certain forms of human injury”.

[33] “It seems that we are willing […] to endow it with the same life we recognize in the musician, and consequently, we are bound to treat it with the same respect we treat him. […] If the instrument is to be treated like a living being, then it is clear why we value it intrinsically, not because of its instrumental value, its lineage, or monetary value”.

[34] Davies entiende que esta analogía se fundamenta en que “percibimos el instrumento musical como una extensión del cuerpo del músico y de su vida interior” (we view the musical instrument as extending the musician’s body and inner life) (Davies 2003, 117). Esto puede formularse de otro modo: al “humanizarse” en cierto modo en la producción sonora (al tiempo que el intérprete se “instrumentaliza”), el instrumento participa de lo humano, adquiriendo voz e identidad en el proceso.

[35] Desde nuestra perspectiva, la pieza juega con un grado de impredecibilidad respecto del momento exacto en que la cuerda va a estallar, lo que genera en el espectador una tensión increíblemente agónica. El oyente, cuando observa que el intérprete continúa girando la clavija, impertérrito, más allá de lo razonable, se coloca en alerta: sabe que, si continúa por ese camino, la cuerda se romperá; pero, ¿cuándo? El shock que provoca la (in)esperada llegada de ese acontecimiento −menos, en apariencia, al impasible músico, que se limita a reiniciar el proceso con la siguiente cuerda−, tiene algo de monstruoso y patético. En este contexto de la hipotética analogía entre el instrumento y el cuerpo humano, no podemos evitar recordar cierta escena de la popular serie televisiva House: (Dr. Wilson) “¿Alguna vez has tensado una cuerda de una guitarra muy, muy lentamente? ¿Más allá del límite de tensión que pueda soportar? Produce un sonido tan… raro. Casi diríase un grito” (You ever tighten a guitar string really, really slowly? Past the point it can handle the strain? It makes this weird… sound. Almost like a scream) (Alone, T4, E1, 2007; guion recuperado el 13 de diciembre de 2019, de https://clinic-duty.livejournal.com/21422.html ).

[36] “It is not coincidental that works involving the destruction of musical instruments came to the fore in the artworld at much the same time as the movement toward bodily mutilation”. Davies está pensando en un movimiento de los años sesenta y setenta, Wiener Aktionismus, al que pertenecieron autores como Günter Brus, Rudolf Schwarzkogler, Dennis Oppenheim y Chris Burden. En diferentes propuestas sobre el escenario, según recoge el filósofo, los artistas se laceraban, se mutilaban, defecaban y comían sus excrementos, se arrastraban sobre cristales rotos, etc.

[37] La carga política de algunas creaciones de estos autores, como Ópera Sextronique (1967), tenía que ver en buena medida con la emancipación sexual: en esas obras, también la poética instrumental trabajaba en esa dirección por medio de la producción de signos enel instrumento. Nada de esto deja de estar presente, en realidad, en otra propuesta contemporánea de Fluxus, pero situada en sus antípodas: la obra de Helmut Lachenmann.

[38] Hay, sin duda, algo perverso en jugar al mismo juego que implícitamente se está denunciando, pero, ¿no es ello en cierto modo inevitable? “Preferiría no hacerlo”, que diría el Bartleby de Herman Melville y, tras él, Slavoj Zižek −véase, por ejemplo, el breve vídeo Don’t Act. Just Think (en https://youtu.be/IgR6uaVqWsQ )−.

[39] “Art can be described as world-disclosing in so far as it opens new perceptual and experiential possibilities […] and thus at the same time articulates or evokes an impulse transcending this social negativity. This is not tantamount to broadcasting critical messages about an evil world, for a work of art is not a message. Art does not practise critique by telling us how things really are, but rather by […] opening our eyes and ears, and […] allowing us to perceive […] the ideological ossifications of the dominant discourses […] world-opening cannot be separated from linguistic, artistic, or practical innovation […]. It is at this juncture that truth in art comes into play”.

[40] Schaeffer sitúa su foco de interés en lo que él denomina “objeto sonoro”: una realidad que se percibe en sí misma, al margen de su origen. El compositor considera que la presencia de la fuente en la percepción no hace sino subordinar el sonido a la fuente, ocultándolo y cargándolo de sentido (Schaeffer 1959, 41-42). El objeto sonoro se nos presenta, entonces, en lo que él denomina una “escucha reducida” (écoute réduite), vuelta sobre el propio sonido y abstraída respecto del mundo y el lenguaje musical del que aquel forma parte. El propio autor emplea aquí el término “acusmática”, de la cual su écoute réduite constituye una especie de renovación: la voz de Pitágoras emergiendo detrás de la cortina constituye el modelo que, para Schaeffer, debería orientar la escucha y la práctica musical.

[41] “Auto-destructive art can be created with natural forces, traditional art techniques and technological techniques.

The amplified sound of the auto-destructive process can be an element of the total conception. […].

Auto-destructive paintings, sculptures and constructions have a lifetime varying from a few moments to twenty years.

When the disintegrative process is complete the work is to be removed from the site and scrapped”.

[42] “It was 1968 and we were burning American flags, political effigies, the statu quo, so when […] I was casting around for something sonorous to burn and record, it was no leap at all to decide on a piano”.

[43] “The piano is symbolic of the glories of European romantic music, so the burning of a piano is sacrilegious to many devotees of this tradition”.

[44] “[…] how attitudes to music and its performance are overly sentimental or romantic”.

[45] “[…] a homage to those who made the ultimate sacrifice in defence of their nation”.

[46] “At that time, London's middle class was in the midst of deserting the bourgeois ideal of salon music. As a result, Lockwood had no difficulty securing an upright piano suitable for burning as pianos in disrepair littered the city's dumps”.

[47] Un motivo de naturaleza ligeramente similar aparecerá más adelante en Soundscape for Burning Piano de Hannan: “Muchos pianos se han […] deteriorado más allá de cualquier reparación, pero sus propietarios (a menudo escuelas de música) intentan a menudo vendérselos a compradores confiados. Mi opinión es que estos instrumentos inútiles deberían ser destruidos para detener esta práctica antiética. El fuego es la forma más dramática de conseguirlo” (Many pianos have […] deteriorated beyond repair, but their owners (often music schools) are often prepared to sell them to some unsuspecting buyer. My view is that these useless instruments should be destroyed in order to put a stop to this unethical practice. Fire is the most dramatic way to achieve this) (Hannan 1997; cit. en Davies 2003, 110).

[48] Caracterizada, entre otras cosas, por una “sensibilidad hacia la palpabilidad del sonido” (sensitivity to the physicality of sound) (Lockwood 2009, 1) que no deja de compartir, una vez más, con Lachenmann.

[49] “Many piano destruction corridas [sic] were happening around that time; an upright was demolished in 4:51 minutes at Wayne State University, Detroit; seventeen pianos were smashed in one day by a group of firemen in Christchurch, England […]. Piano destruction became a craze. University students were dropping pianos from roofs, smashing them into pieces small enough to force through keyholes, and more. All of that seemed uninteresting to me, blunt, too fast in execution. It was not the destruction which fascinated me. I am interested in something less predictable, arising from the gradual action of natural forces −fire, water, wind, plants, earth− on an instrument designed for maximum control. I am interested in process”.


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Morán Artaiz, Alejandro. 2020. "Cuando arden los pianos… Destrucción de instrumentos y poética musical: un estudio de Piano Burning (1966/68) de Annea Lockwood". Resonancias 24 (47): 103-122.

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