Em defesa da música disco [1979]

Resonancias vol. 25, n° 48, diciembre-junio 2021, pp. 167-174.
DOI: https://doi.org/10.7764/res.2021.48.9

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Traducción: Amparo Lasén

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Toda mi vida me ha gustado la música equivocada. Nunca me gustaron Elvis y el rock’n roll; siempre preferí a Rosemary Clooney. Y desde que me hice socialista, a menudo me he sentido virtualmente aterrorizado por el prestigio en la izquierda del rock y del folk. ¿Cómo podría confesar que prefiero dos LPs de Petula Clark a las canciones de los mineros del Nordeste o a los Rolling Stones? Recobré mi valor, en parte, cuando me di cuenta de que la música del mundo del espectáculo es un elemento clave de la cultura gay que, tenga las limitaciones que tenga, es una cultura que defender. Y creí haberlo conseguido cuando me gustaron la Tamla Motown, los dulces sonidos soul, la música disco. Ya en las listas de éxitos, ¡y me gustaban! Pero el prestigio del folk y el rock, y ahora el punk y (creo que más bien de forma paternalista) el reggae, todavía domina. No es solo que a la gente cuyas ideas políticas, en términos generales, comparto no le guste la música disco; es que insinúan que se pasa políticamente de la raya que te guste. Contra esta actitud quiero defender a la música disco (la que, por lo demás, apenas necesita defensa).

Voy a hablar principalmente de la música disco, pero quiero plantear dos cuestiones preliminares. La primera es que el disco es más que una mera forma musical, aunque ciertamente la música sea central. Es también maneras de bailar, de vestirse, moda, películas, etc., –en una palabra, una cierta sensibilidad manifestada en la música, las discotecas, etc., histórica y culturalmente específica, y económica, tecnológica, ideológica y estéticamente determinada– que merecen reflexión. En segundo lugar, en tanto que sensibilidad, me parece que abarca más de lo que podríamos llamar estrictamente música disco, incluyendo mucho del soul, de la Tamla e incluso del trabajo más reciente de artistas populares (mainstream) y del jazz como Peggy Lee y Johnny Mathis.

Mi defensa tiene dos partes. Primero, una discusión de los argumentos contra la música disco por ser una “música capitalista”. Segundo, un intento de considerar –de forma ambivalente, ambigua, contradictoria– las cualidades positivas de la música disco.

Disco y capital

Gran parte de la hostilidad hacia la música disco viene de su equiparación con el capitalismo. Tanto por cómo está producida como por lo que expresa, la música disco es considerada irremediablemente capitalista.

Es evidente que está producida por la industria capitalista, y puesto que el capitalismo es un modo de producción inhumano e irracional, la industria de la música disco es tan mala como todo el resto, por supuesto. Sin embargo, este argumento tiene unos supuestos que son más problemáticos. Son de dos tipos. Uno atañe a la música como modo de producción, y tiene que ver con la creencia de que en una sociedad capitalista es posible producir cosas (por ejemplo, música; por ejemplo, rock y folk) fuera del modo capitalista de producción. Dejando de lado el problema de que el sentido general de esa opinión busca elevar una actividad fuera de las estructuras existentes, más que luchar contra ellas, los dos tipos de música que más a menudo se contraponen a la música disco como modo de producción no son muy convincentes.

Una es la música folk –en el Reino Unido la gente señalaría las canciones gaélicas y las baladas industriales–, el tipo de música a menudo usado, o refrito, en el teatro alternativo de izquierdas. Se afirma que esta no es, como la música disco (y el pop en general), producida para la gente, sino por la gente. Es la “auténtica” música del pueblo. Y lo es – o más bien, lo fue–. El problema es que no vivimos en las pequeñas y tecnológicamente simples comunidades que produjeron ese arte. En el mejor de los casos, preservar esa música nos da una perspectiva histórica acerca de las luchas de los campesinos y la clase trabajadora, en el peor nos lleva a una nostalgia por una existencia comunitaria simple y armoniosa que nunca existió. Francamente, las canciones en gaélico o las que tratan de las condiciones en las fábricas del siglo XIX, por hermosas que sean, no significan mucho para la mayoría de los angloparlantes hoy.

El otro tipo de música que más se suele oponer a la música disco y al “pop bobo”, respecto de cómo está producida, es el rock (incluyendo el folk a la Dylan, y todo desde el primer rock’n roll hasta los álbumes conceptuales del rock progresivo). Se argumenta que sin ser profesional puedes producir rock fácilmente –todo lo que hace falta son algunos instrumentos y un lugar donde tocar– mientras que la música disco requiere toda la panoplia de la tecnología del estudio de grabación, lo que hace imposible que los no profesionales (el chico de la calle) la puedan producir. La exactitud factual de esta observación necesita de otras observaciones suplementarias. Aparte del muy rápido movimiento del rock hacia las muy elaboradas grabaciones de estudio del que se quejan algunos puristas, incluso cuando puede ser producido sencillamente por no profesionales, el rock sigue siendo bastante caro, y propio de las clases medias, que pueden permitirse las guitarras eléctricas, las clases de música, etc. (Solo tienes que ver las biografías de esos músicos profesionales, que empezaron de un modo sencillo y no profesional, para ver que, en este campo, la preponderancia de los jóvenes educados en colegios privados y en la universidad solo rivaliza con su preponderancia en el gabinete del partido laborista). Más importante, es un error considerar que este tipo de producción es obra de un movimiento de base [grass roots], ya que, excepto quizás en ciertos momentos históricos clave la música no profesional, en el rock como en el resto, se basa, inevitablemente, en la música profesional. Cualquier noción de que el rock emana de “la gente” se ve enseguida frustrada por el reconocimiento de que lo que “la gente” intenta es ser lo más profesional posible.

El segundo tipo de argumento acerca de que la música disco está hecha por el capitalismo se refiere a la música como expresión ideológica. Se asume que el capitalismo, como modo de producción, produce necesaria y simplemente ideología “capitalista”. La teoría de la relación entre el modo de producción y las ideologías de una determinada sociedad es demasiado complicada e inconclusa como para tratarla aquí, pero podemos empezar recordando que el capitalismo trata del beneficio. Según la economía clásica, el capitalismo produce mercancías, y su interés por las mercancías reside en el valor de cambio (cuánto beneficio se puede obtener) más que en el valor de uso (su valor social o humano). Esto se vuelve particularmente problemático para el capitalismo cuando se trata de una mercancía expresiva –como la música disco– porque el gran problema del capitalismo es que no hay conexión garantizada o necesaria entre el valor de cambio y el valor de uso. En otras palabras, el capitalismo como relaciones de producción puede obtener beneficio por igual de algo opuesto ideológicamente a la sociedad burguesa como de algo que la apoye. Con tal de que produzca beneficio, ¿qué importa? (Me gustaría reconocer mi deuda con Terry Lovell por explicarme este aspecto de la producción cultural capitalista).

En efecto, es debido a esta peligrosa tendencia anárquica del capitalismo que son necesarias las instituciones ideológicas –la Iglesia, el Estado, la educación, la familia, etc.–. Su trabajo es asegurar que el capitalismo produce lo que sirve sus intereses a largo plazo. Sin embargo, como a menudo no saben que ese es su trabajo, no siempre lo cumplen. La producción cultural dentro de las sociedades capitalistas se basa, entonces, en dos profundas contradicciones: la primera entre la producción por el beneficio y la producción por el uso; la segunda, dentro de estas instituciones cuya tarea es regular la primera contradicción. En resumidas cuentas, en lo que atañe a la música disco, que sea producida por el capitalismo no significa que sea automática, necesaria y simplemente partidaria del capitalismo. El capitalismo construye la experiencia disco, pero no sabe necesariamente lo que está haciendo, aparte de hacer dinero.

Me voy a lanzar ahora a defender que la música disco es una gran forma de arte subversivo. Los argumentos anteriores me conducen, primero, al punto de partida básico de reconocer que la producción cultural bajo el capitalismo es necesariamente contradictoria, y, segundo, que lo más probable es que los productos culturales capitalistas sean contradictorios justo en esos puntos en que –como la música disco– son más comerciales y profesionales, cuando el ansia de beneficio es más fuerte. Tercero, este modo de producción cultural ha producido una mercancía, la música disco, que los gays han hecho suya en modos que, probablemente, no fueron imaginados por sus productores. La anarquía del capitalismo lanza mercancías que un grupo oprimido puede tomar y usar para improvisar su propia cultura. A este respecto, el disco se parece a otro aspecto profundamente ambiguo de la cultura gay masculina: el camp. Es un uso “contrario” a lo que estipula la cultura dominante, importante para formar una identidad gay, y tiene tanto un potencial subversivo como implicaciones reaccionarias.

Las características del disco

Permítanme, ahora, dirigir la atención a las que considero son las tres características más importantes del disco: erotismo, romanticismo y materialismo. Voy a tratarlas según lo que me parece que significan dentro del contexto de la cultura gay. Esas tres características no son en sí mismas buenas o malas (como la música disco en su conjunto), y necesitan de mayor precisión. Lo interesante es que estos atributos no son solo ambigüedades clave dentro de la cultura masculina gay, sino que también han demostrado tradicionalmente ser escollos para los socialistas.

Erotismo

Podemos afirmar que toda música popular es erótica. Lo que tenemos que definir es la manera específica de pensar y sentir eróticamente en el disco. Me gustaría llamarlo erotismo de “todo el cuerpo” y definirlo en comparación a dos tipos de música próximos al disco: la canción popular (tipo Gershwin, Cole Porter, Burt Bacharah) y el rock.

El erotismo de las canciones populares es “incorpóreo”: logra expresar un sentido de lo erótico que sin embargo niega la fisicalidad del erotismo. Esto puede verse en la naturaleza de las melodías de las canciones populares y en cómo son tratadas.

Las melodías de las canciones populares están redondeadas, cerradas, contenidas. Se consigue adoptando una estructura musical rígida (por ejemplo, AABA), donde las frases melódicas iniciales regresan y, más importante, la nota tónica de toda la canción es también la última de la melodía. (La nota tónica es la que forma la base de la clave musical en la que está escrita la canción; se trata, por lo tanto, del “ancla” armónica de la melodía y terminar con ella da precisamente una sensación y sentimiento de “anclaje”, de llegar a una parada establecida). Así, aunque las canciones populares a menudo se apartan –especialmente en la sección del medio (B)– de su inicio armónico y melódico, también vuelven siempre a él. Eso les da –incluso a las más apasionadas, como “Nigth and Day” de Cole Porter– un sentido de seguridad y contención. No se permite que la melodía invada todo nuestro cuerpo. En comparación, la típica melodía disco, que a menudo es poco más que una frase infinitamente repetida que lleva más allá de sí misma, no está “cerrada”. Incluso cuando la música disco utiliza el patrón de una canción popular suele convertirlo en una simple frase. La versión de Gloria Gaynor de la canción de Porter “I’ve got you under my skin”, por ejemplo, es en gran parte una repetición cantada de “I’ve got you”.

Las letras de las canciones populares sitúan a sus melodías dentro de una conceptualización del amor y la pasión que emana de “dentro del corazón o del alma”. Así, la cadencia anhelante de la canción popular expresa un anhelo erótico del interior de la persona, no del cuerpo. Una vez más, el disco rechaza esto. No solo las letras son a menudo más directamente físicas y su expresión oral más lasciva (como Grace Jones en “I need a man”), sino que, más importante, la música disco es insistentemente rítmica y la canción popular no lo es.

El ritmo en la música occidental es percibido tradicionalmente como más físico que otros elementos musicales, como la melodía, la armonía o la instrumentación. Esta es la razón de que la música occidental sea tan sosa y aburrida rítmicamente: nada expresa nuestra herencia puritana de manera más vívida. Tenemos que dirigirnos a otras culturas, y sobre todas a la afroamericana, para aprender sobre el ritmo. La historia de la canción popular desde el siglo XIX es en gran medida la historia de la incorporación blanca (o el robo) de la música negra –ragtime, charlestón, tango, swing, rock’n roll, rock–. Ahora, lo interesante acerca de esta incorporación/robo es lo que significó y significa. Normalmente la cultura blanca pensaba que la música negra era más primitiva y más “auténticamente” erótica. Las aportaciones de música negra eran siempre vistas (y a menudo condenadas) como sexuales y físicas. El uso de insistentes ritmos negros en la música disco, reconocibles por su cercanía al soul y reforzados por rasgos característicos de la música negra como la entonación repetida de la frase y el uso de varios instrumentos africanos de percusión, son medios que ineludiblemente significan (en este contexto blanco) fisicalidad.

Sin embargo, el rock está tan influenciado por la música negra como la música disco. Esto me lleva a la segunda área de comparación, entre el erotismo de la música disco y el del rock. La diferencia está en lo que cada uno de ellos “oye” en la música negra. El erotismo del rock frota y empuja, no es de todo el cuerpo, sino fálico. Por tanto, toma de la música negra el ritmo insistente y lo vuelve más impulsivo, las frases repetidas del rock te atrapan en su implacable empuje, en lugar de soltarte en una sucesión de repeticiones abiertas como hace la música disco. Más reveladora es, quizás, la instrumentación del rock. La música negra tiene más instrumentos de percusión que la blanca, pero sabe cómo usarlos para lograr todo tipo de efectos, tanto ligeros, suaves, vivos, como pesados, duros y machacones. El rock, sin embargo, solo oye estos últimos, y desarrolla las cualidades percutivas de instrumentos no esencialmente percusivos para aumentarlo, de ahí la vibrante guitarra eléctrica y la voz nasal.

Cuando apareció el rock, debió de ser una tremenda liberación del erotismo incorpóreo de la canción popular: aquí estaba una auténtica música física, y no solo con evasivas, sino que claramente se trataba de la verga. Pero el rock confina el erotismo a la verga (y por eso no importa cuan progresivas sean las letras o incluso si el rock lo tocan mujeres, sigue siendo imborrablemente una música falocéntrica). Por otro lado, la música disco oye la fisicalidad de la música negra y su gama. Lo consigue a través de numerosos rasgos, incluyendo la enorme cantidad de cosas que pasan rítmicamente incluso en la música disco más simple (para claridad rítmica con complejidad, escuchen la versión completa del “Papa was a Rolling Stone” de los Temptations); la disposición a jugar con el ritmo, demorándolo, saltándoselo, contratacándolo, en lugar de simplemente impulsarlo sin parar (ejemplos: Patti Labelle, Isaac Hayes); el rango de instrumentos de percusión usados con diferentes efectos (por ejemplo, los violines erizados de “Tell me a bedtime story” de Quincy Jones/Herbie Hancok; las amables pulsaciones de George Benson). Esto nunca cesa de ser erótico, pero restaura el erotismo de todo el cuerpo y para los dos sexos; no lo limita solamente al pene. Lleva al expresivo y sinuoso movimiento del baile disco, no solo a esa mezcla pésima de torpeza y empuje característica del baile rock.

Los hombres gais no tienen intrínsecamente ninguna prerrogativa sobre el erotismo de todo el cuerpo. A menudo estamos más orientados a la verga que los no gais de cualquier sexo, y me deprime que una forma de música disco tan fálica como la de los Village People sea tan identificada con lo gay. Sin embargo, en parte porque tradicionalmente muchos de nosotros no nos pensamos como “hombres de verdad” y en parte porque la cultura gueto gay es un espacio donde se desarrollan definiciones alternativas, incluidas las de la sexualidad, me parece que la importancia del disco en la escena de esta cultura indica la apertura a una sexualidad que no se define en términos de verga. Aunque uno no pueda moverse fácilmente de los valores musicales a los personales, o de los personales a los políticamente efectivos, no deja de ser sugerente que la cultura gay promueva una forma de música que niega la centralidad del falo, al mismo tiempo que rechaza la no fisicalidad que ese rechazo había implicado hasta ahora.

Romanticismo

No toda la música es romántica. Las letras de muchos éxitos disco son directamente sexuales, por no decir sexistas, cuando no sociales en sentido amplio (como “Ghetto Child” de los Detroit Spinners, o “Living in the City” de Stevie Wonder) y el disco duro de Village People o Labelle es positivamente anti-romántico. Sin embargo, hay un acentuado romanticismo en el disco. Puede verse en las letras, que a menudo se diferencian poco de los estándares de las canciones populares, y a menudo son versiones de estos estándares (“What a Difference a Day Made” de Esther Phillips o “La Vie en Rose” de Grace Jones). Admirablemente, son la instrumentación y los arreglos de la música disco los que ostentan tal romanticismo.

La concentración de violines nos lleva de vuelta, vía Hollywood, a Tchaikovsky, a emociones arrolladoras, desbordantes. Un ejemplo brillante es de nuevo el “I’ve got you under my skin” de Gloria Gaynor, donde en la sección del medio los violines toman una indicación de una de las frases melódicas de Porter y la desarrollan lejos de su melodía en un movimiento ascendente, extático. Esta “fuga” de los confines de la canción popular hacia el éxtasis es muy característica de la música disco y no hay ejemplo más consistente que clásicos de Diana Ross como “Reach Out” y “Ain't No Mountain High Enough”. Esta última con su letra de total rendición al amor, su coro celestial y arrolladores violines, es quizás uno de los logros más extravagantes del romanticismo del disco. Ross es, además, una figura clave en la apropiación gay del disco.

Los discos de Ross –y estoy pensando básicamente en su trabajo hasta el volumen 1 de sus Greatest Hits y el álbum Touch me in the morning– expresan la intensidad de los contactos emocionales fugaces. Son expresiones totales de adoración que ya han incorporado el reconocimiento de la (inevitable) cualidad temporal de la experiencia. Puede ser un lamento directo por haber sido decepcionada por un hombre, pero más a menudo es ambas cosas: la celebración de la relación y el reconocimiento casi voluntario de que va a pasar y del exquisito dolor de ese paso –“Remember me/As a sunny day/That you once had/Along the way” [“Recuérdame/Como un día soleado/que tuviste una vez/Sobre la marcha”], “If I've got to be strong/Don't you know I need to have tonight when you're gone/When you go I'll lie here/And think about/the last time that you/Touch me in the morning” [“Si tengo que ser fuerte/No sabes cuánto necesito tener esta noche cuando te hayas ido/Cuando te vayas me tumbaré aquí/Y pensaré en/la última vez que tú/Me tocaste por la mañana”]. Este último número, con la voz frágil de porcelana, “irrealmente dulce”, de Ross y el acompañamiento de las cuerdas, concentra el sentido de la celebración de la intensidad de la relación pasajera que aparece perturbadoramente en gran parte de su obra. Con razón Ross es (¿era?) tan importante en la cultura de la escena gay masculina, ya que refleja ambos aspectos; lo que esa cultura toma por una inevitable realidad (que las relaciones no duran) al tiempo que lo celebra y lo valida.

No toda la música disco funciona así. Pero en ambos aspectos, tanto en las más dulcemente melancólicas orquestaciones (incluso de números animados como “You Should Be Dancing” en Saturday Night Fever), como en algunas de las letras y el tono general (como el álbum Four Seasons of Love de Donna Summer) se acarrea este timbre emocional. Como mínimo, el romanticismo del disco aporta cuerpo, encarnación y validación a un aspecto de la cultura gay.

Pero el romanticismo es una cualidad particularmente paradójica de asimilar del arte. Su pasión e intensidad encarnan o crean una experiencia que niega la rutina triste de lo mundano y cotidiano. Nos deja entrever un destello de lo que significa vivir a la altura de nuestras capacidades emocionales y experienciales, no rebajados por la banalidad de la organizada vida rutinaria. En vista de que la banalidad cotidiana, el trabajo, la domesticidad, el sexismo y racismo ordinarios, están enraizados en las estructuras de clase y género de esta sociedad, la huida de esa banalidad puede verse como una huida del capitalismo y el patriarcado mismos como experiencias vividas.

Esto se vuelve más complicado con la situación actual en la que se da la música disco. El disco es parte del ir y venir más amplio entre trabajo y ocio, alienación y escape, aburrimiento y disfrute, al que estamos tan acostumbrados (y con el que la película Fiebre del Sábado Noche conecta con tanta eficacia). Ahora, este ir y venir es, en parte, el mecanismo por el que seguimos funcionando, en casa, en el trabajo. El respiro del ocio nos da la energía para trabajar y, de todos modos, todavía seguimos siendo educados principalmente en pensar que el ocio es como una “recompensa” por el trabajo. El círculo nos encierra. Pero lo que pasa en el espacio del ocio puede ser profundamente significativo. Ahí es donde podemos aprender acerca de una alternativa al trabajo y al mundo tal como son. El romanticismo es uno de los mayores modos de ocio en el que este sentido de una alternativa se mantiene vivo. El romanticismo afirma que los límites del trabajo y la domesticidad no son los límites de la experiencia.

No digo que la pasión e intensidad del romanticismo sean un ideal político por el que podríamos luchar –dudo de que sea humanamente posible vivir permanentemente en esa tesitura–. Pero creo que el movimiento entre la banalidad y algo “otro” que la banalidad es una dialéctica esencial de la sociedad, una apertura constante del hueco entre lo que es y lo que podría o debería ser. Herbert Marcuse en su ya pasado de moda Hombre unidimensional afirma que nuestra sociedad intenta cerrar ese hueco, reivindicar que todo lo que podría haber es todo lo que debe haber. A pesar de todo su mercantilismo y contención dentro del ir y venir entre trabajo y ocio, pienso que el romanticismo del disco es una de las cosas que puede mantener ese hueco abierto, que puede permitir que la experiencia de contradicción continúe. Ya que también creo que la lucha política se enraíza en la experiencia (aunque totalmente condenada si se la deja ahí), encuentro esta dimensión de la música disco potencialmente positiva. (Otro aspecto romántico/utópico del disco se lleva a cabo en las fiestas disco no comerciales organizadas por grupos de gais y de mujeres. Aquí puede lograrse un momento de comunidad, a menudo en bailes en círculo, o simplemente en el sentido de conocer a la gente como gente, y no como cuerpos anónimos. La moda es menos importante y la sociabilidad, en consecuencia, lo es más. Esto se puede lograr en clubes pequeños, quizás especialmente fuera del centro de Londres, los que, cuando no son simplemente monumentos de mala muerte a la auto-opresión, pueden funcionar como expresiones alentadoras de algo así como una comunidad gay).

Materialismo

La música disco es característica de las sociedades capitalistas avanzadas, simplemente por la escala del dinero dilapidado en ella. Es un derroche de consumismo, deslumbrante en sus tecnologías (salas de audición insonorizadas, doble pista o más, instrumentos electrónicos), apabullante en su escala (bancos de violines, montones de coros, la gama sin límites de instrumentos de percusión), espléndidamente chabacano en los espejos y cutrería de las discotecas, los destellos de la purpurina y el vaquero de sus trajes. Su suntuosidad chabacana/de mal gusto está bien evocada en la película ¡Por fin es viernes! Ya quedó atrás la contención de la canción popular, la poca densidad del rock y el reggae, la sencillez del folk. ¿Cómo puede un socialista, o alguien que intenta ser feminista, defenderlo?

En algunos aspectos es sin duda indefendible. No obstante, socialismo y feminismo son dos formas de materialismo. ¿Por qué, entonces, no es el disco, una celebración de la materialidad donde las haya, la forma de arte apropiada para la política materialista?

En parte, obviamente, porque no hay que confundir el materialismo en política con la mera materia. El materialismo busca comprender cómo son las cosas desde el punto de vista de cómo han sido producidas y construidas en la historia, y cómo pueden ser producidas y construidas mejor. Esto no significa, ciertamente, sumergirse en el mundo material. De hecho, incluye alejarse deliberadamente del mundo material para observar qué es lo que le hace ser como es y cómo cambiarlo. Sí, pero el materialismo también es la profunda convicción de que la política trata del mundo material, y que la vida humana y el mundo material es todo lo que hay en realidad, ni Dios ni fuerzas mágicas. Uno de los peligros de la política materialista es estar en riesgo constante de espiritualizarse, en parte por el legado histórico de las formas religiosas que llevaron a la existencia del materialismo, en parte porque los materialistas tienen que esforzarse tanto para no tomarse a la materia al pie de la letra, que a menudo acaban por no tratarla como materia en absoluto. La celebración de la materialidad de la música disco es solo una celebración del mundo en que estamos siempre y necesariamente inmersos, y la materialidad de la música disco en la modernidad tecnológica, es decididamente histórica y cultural. No puede ser, como la mayoría del arte se auto-proclama, una “emanación” fuera de la historia y de la producción humana.

La combinación del romanticismo y el materialismo de la música disco nos dice eficazmente: –vamos a experimentar– que vivimos en un mundo de materialidad y que podemos disfrutarla, pero que la experiencia de la materialidad no es necesariamente lo que el mundo cotidiano nos asegura que es. Su erotismo nos permite redescubrir nuestros cuerpos como parte de esta experiencia de la materialidad y la posibilidad de cambio.

Si todo esto suena excesivo, una cosa debe quedar clara: la música disco no puede cambiar el mundo ni hacer la revolución. Ningún arte puede y es inútil esperarlo. Pero en parte al facilitar la experiencia, en parte al cambiar las definiciones, el arte y la música disco pueden ser usados. A lo que uno se puede arriesgar a añadir el estribillo: si se siente bien, úsalo.

 


[1] Publicado originalmente como “In Defence of Disco”, Gay Left 8 (1979): 20-23. La publicación de esta versión en español cuenta con la autorización del autor, enviada por escrito a la traductora (email de 18-08-2020).


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Dyer, Richard. 2021 [1979]. "En defensa de la música disco". Traducción de Amparo Lasén. Resonancias 48: 167-174.

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