Resonancias vol. 26, n° 51, julio-diciembre 2022, pp. 233-241.
DOI: https://doi.org/10.7764/res.2022.51.11
“Llenaron los libros de historia de Chile con prejuicios y estereotipos racistas, con verbos en pasado para referirse a los mapuche, allí atraparon en el presente para decir que no hay futuro en lo indígena; mas eso todavía no les es suficiente”.
Elisa Loncón (2019).
“Hoy, en tiempos en que renace nuevamente el racismo, recibo este premio como una manera de revitalizar nuestra fuerza artística y cultural. Y lo recibo gracias a mi gente, a mi pueblo, a los mapuches, a los niños y los jóvenes”. Estas fueron las palabras que Elisa Avendaño Curaqueo expresó al recibir el Premio Nacional de Artes Musicales 2022, el pasado lunes 12 de septiembre (El Mostrador 2022). El racismo que refiere Elisa Avendaño parece ser una reacción a los recientes eventos políticos; más específicamente al revés que ha representado el rechazo a la propuesta de nueva constitución generada por la Convención Constitucional durante los años 2021 y 2022, y cuya conformación resultara como respuesta al estallido social del 2019.[1]
Hasta hace unas pocas semanas, el proceso constituyente parecía albergar esperanzas de transformar el país satisfaciendo las necesidades de distintos sectores de la población, y atendiendo, además, a las urgencias de los tiempos que corren. La propuesta constitucional que fue rechazada el 4 de septiembre del 2022 no solo pretendía establecer la ley fundamental que gobernara a todos quienes habitan Chile; además, buscaba transmitir los imaginarios del país en el que algunos aspiraban convertirse. Esas aspiraciones incluían una serie de derechos y medidas reparatorias para los denominados “pueblos originarios”, así como una retórica novedosa en torno a la naturaleza y desde la cual se pretendía procurar nuevas actitudes hacia el medio ambiente y mayores consideraciones jurídicas de frente a la crisis climática.
En dicho contexto, el galardón entregado a Elisa Avendaño, no solo puede ser interpretado como un reconocimiento a su trayectoria y aportes a la música nacional, sino, además, como una muestra de las paradójicas situaciones en las que la sociedad chilena se encuentra sumida en la actualidad. Por un lado, la ministra de Cultura, Julieta Brodsky, señaló en su cuenta de Twitter que, “Por medio de este premio avanzamos como país en saldar una deuda histórica con nuestras raíces, sus tradiciones, música y lenguaje” y por otro, el mismo país rechaza una propuesta de constitución que buscaba establecer una nueva relación entre el Estado y los indígenas. Por su parte, Daniela Millaleo (El Mostrador 2022), cantautora mapuche y jurado en esta edición del certamen indicó que “[el premio] no es solo para la trayectoria de Elisa, sino para la música mapuche… Es un premio histórico y justo hacia una música que no se escucha en todas partes, que habla de nuestro pasado para el futuro. Es un reconocimiento para nuestras ancestras y ancestros, quienes usaron el canto para contar nuestra historia. Elisa Avendaño es el canto de la tierra…”.
Cuando Millaleo refiere que el canto de Avendaño es “el canto de la tierra” apela al principio bajo el cual, y siguiendo la cosmogonía mapuche, el canto tradicional en mapuzungun (ül) abre un canal de comunicación entre los humanos y la naturaleza así como con las entidades que la habitan u otras que lo hicieron en el pasado. Como también indica el Ngenpin Armando Marileo Lefio, guardián de la cultura mapuche y facilitador de la misma para los no-mapuche (winkas): “el ül (en mapuzungun) tiene la cualidad de habilitar un sistema de comunicación para dialogar, recibir y transmitir mensajes con los ancestros. Es un modo de aprender los códigos ancestrales de la naturaleza, y toda la tierra es un libro abierto […] solo basta prestar atención para recibir el mensaje” (2007, 39).
El premio a Avendaño reconoce un tipo particular de música mapuche, específicamente aquel asociado a la idea de la tradición y el saber indígena ancestral. Y si bien el quehacer musical mapuche incluye estilos y géneros diversos –rock, hip-hop, pop o fusión, por mencionar algunos–, el gesto político que subyace al premio parece contestar la marginalización de los saberes indígenas en una sociedad históricamente jerarquizada socio-racialmente. Así pues, se reconoce la lucha de los músicos mapuche por obtener más y mejores condiciones de audibilidad para sus músicas y saberes asociados.
Como ocurre con todo premio, los efectos de este reconocimiento pueden resultar problemáticos dado que invita de forma tácita a prácticas de “purificación de la escucha” (Ochoa-Gautier 2006; Alegre 2021). Esto es, a la promoción de formas de entextualización de lo sonoro (discursivas, contextuales, performáticas) que pretenden cristalizar u homogeneizar principios normativos considerados válidos, sea por las razones que fueren y que han tendido a atrapar a “lo mapuche” en un pasado intrascendente para el hoy. Así, el multiculturalismo neoliberal y celebratorio de la diferencia cultural solo ha logrado edulcorar dinámicas opresivas. Sobre el particular, podríamos debatir ampliamente, sin embargo, lo que aquí me interesa destacar es que, dado el contexto político actual en Chile, el reconocimiento concedido a Avendaño también pugna por dar a la cosmogonía mapuche cierta centralidad dentro de la esfera pública en momentos críticos en que, como ocurrió durante el debate constituyente, los grupos conservadores han buscado perpetuar su marginalización. Qué papel desempeñan ya, o qué papel jugarán en el futuro los estudios de música y sonido en esta nueva relación con el conocimiento indígena y la creación del nuevo orden jurídico, particularmente en lo que concierne a la relación con la naturaleza, es lo que me interesa comentar en estas líneas.
Uno de los aspectos más controversiales del proceso constituyente fue la intención de declarar a Chile como un Estado plurinacional, proposición que, de haber sido aceptada, habría permitido una nueva relación entre el Estado y las naciones originarias y, sobre todo, una incorporación inédita del conocimiento indígena en la elaboración de las leyes. Resulta evidente, entonces, que el proceso constituyente en Chile es relevante tanto para una revisión de su historia política local como para una conversación de mayor alcance sobre las trayectorias políticas e ideológicas en América Latina, una región caracterizada por profundas asimetrías entre el valor concedido al conocimiento indígena con respecto al saber occidental. Por ello, la declaración de plurinacionalidad no es un asunto únicamente político, sino que atañe también a la posibilidad de establecer una justicia epistémica que permita un mejor equilibro entre las diversas cosmogonías de base y sobre las cuales se podría erigir la nueva constitución.
Durante el proceso constituyente fuimos testigos de acalorados encuentros entre los convencionales –y extensivamente entre los diversos sectores de la sociedad– quienes debatieron si acaso y cómo las distintas cosmogonías indígenas debían ser integradas a la carta magna. Uno de los puntos álgidos del choque intercultural vivido durante el proceso se dio con respecto al reconocimiento jurídico que se ha de conceder a la naturaleza y sus distintas entidades, poniendo en juego si un río, una montaña o una rana pueden ser sujetos de derechos, así como quiénes serían los indicados para hacerlos valer. Como señala el artículo 127 de la propuesta de constitución que fue rechazada: “La naturaleza tiene derechos. El Estado y la sociedad tienen el deber de respetarlos”.
Los desencuentros en torno a si la naturaleza es sujeto u objeto de derechos se originan en formas de conocimiento aparentemente irreconciliables. Por un lado, las epistemologías de base occidental han concebido históricamente a la naturaleza como una “fuente de recursos” para el aprovechamiento humano y, por ende, son dadas a sostener que el mundo natural no es equiparable a estos últimos, pues sus atributos son distintos, como distintas son también sus capacidades para “reclamar por sí misma sus derechos”. Luego, entonces, sus estatutos deben ser diferenciados. Y si bien estas lógicas han demostrado un interés por la “sustentabilidad” (normalmente con intereses de explotación a futuro), no suele establecerse una relación de igualdad o interdependencia entre los humanos y la naturaleza. En el otro extremo, tenemos el conocimiento asociado a las culturas nativas ancestrales, las que han reconocido a la naturaleza un carácter sintiente y se han relacionado con ella en términos de igualdad por lo menos, cuando no subordinando a los humanos a las fuerzas naturales. Y es este tipo de conceptualización la que primó en la nueva propuesta de constitución que declaraba a Chile como un Estado “plurinacional, intercultural, regional y ecológico […] que reconoce la igualdad de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza” (Art. 1 y 2).
El peso que la propuesta concedía a esta última como meritoria de derechos y de defensoría –lo que atañe, sin duda, a la defensa territorial– ocasionó que algunos representantes de los sectores más conservadores hayan interpretado la medida como parte de una supuesta “agenda indígena” y hayan acusado al texto de ser “indigenista” y a la Convención de haber sido “secuestrada” por estos colectivos a los que se refirieron como “grupos de interés” (Jaraquemada 2022). El choque entre distintas culturas de escucha se hizo más patente que nunca en el proceso constituyente. Basta recordar el acto inaugural de la Convención el 4 de julio del 2021, en donde los silbidos, gritos y proclamas de quienes pedían la liberación de los presos de la revuelta se superpusieron a las quebradas notas del himno nacional que los simpatizantes del nacionalismo republicano insistían en entonar, evidenciando así la participación de dos sectores ideológicos en pugna.
Las epistemologías que marcan las formas hegemónicas de escucha no están disociadas ni de ideologías ni de proyectos políticos, los que a su vez se ven marcados por lo que Aníbal Quijano denominó la “matriz colonial”; esto es: una forma de organizar los saberes obedeciendo a un orden racista y patriarcal heredado del colonialismo (1992, 2000, 2017). Muy álgidas fueron, también, las respuestas que la celebración de la tradicional ceremonia de We Tripantu[2] por parte de los convencionales indígenas suscitó entre algunos miembros de los sectores conservadores, quienes tacharon el evento como “un show”. Este tipo de enfrentamientos, más aún en el marco del proceso de escritura de una nueva carta magna, develan cómo el sonido, la escucha y los saberes se tensionan, expanden o transforman por efecto de la lucha entre los poderes ya constituidos y los constituyentes, es decir, los que buscan instaurarse como nueva norma. Así, una escucha atenta puede develar cómo las formas de agenciamiento sónico-aural, típicamente situadas en la marginalidad epistémica, buscan legitimarse como estrategias de acción cívica e incluso como ley.
También ilustran cómo las personas que conforman los sectores de mayor poder en una sociedad pujan por instaurar sus modos de escucha como los únicos legítimos. Recuperando la reinterpretación que Ana María Ochoa Gautier (2015) hizo de Ángel Rama (1984) en el galardonado libro Aurality, la pregunta sigue vigente: ¿quiénes y con qué intereses han generado las inscripciones de lo sonoro que ayudan a crear, primero, la división entre lo humano y lo natural y, enseguida, el orden jurídico? Luego de observar las tensas dinámicas entre los miembros de la Convención Constituyente, se puede extrapolar que aquello que la autora identificó como los “letrados” que en la Colombia poscolonial ejercieron determinados tipos de escucha puestos al servicio del orden jurídicotienen sus análogos en el Chile actual. Y esto, insisto, no fue en el contexto de la Convención Constituyente de un problema de comunicación, o una traba logística debido a la necesidad de contratar traductores. En las diatribas en torno a cuál debía ser, por ejemplo, el idioma “oficial” del debate constituyente iban implícitas ideas sobre las áreas de jurisdicción indígena. La reticencia de los grupos conservadores a aceptar los idiomas indígenas en la Convención buscó perpetuar sonoridades y modalidades de escucha según las cuales se ha determinado qué idiomas, qué entidades y qué sujetos tienen más o menos derechos de participación en la esfera pública y, en última instancia, quiénes pueden figurar como sujetos políticos.
Como aduce Elisa Loncón en el epígrafe citado arriba, confinar lo indígena a territorios y temporalidades “ancestrales” reduce su injerencia en el presente y en la política general, como limita también su capacidad de acción en la creación de nuevas políticas medioambientales. Paradójicamente, la asociación discursiva que el pensamiento hegemónico ha hecho entre lo indígena y la naturaleza no ha sido aprovechada para fines de preservación de la misma y menos aún para recurrir a la sabiduría indígena en aras de un mayor equilibrio ambiental. Por el contrario, los relatos hegemónicos de la relación que los grupos nativos sostienen con la naturaleza, especialmente cuando se les ve como parte de ella, han sido utilizados por los Estados nación modernos (siglos XIX y XX) para fines de apropiación y despojo territorial.[3]
No obstante, la crisis ambiental antecede en tiempo y urgencia al proceso político chileno y, en última instancia, a cualquier proceso político de cualquier región del mundo en la actualidad. Sin embargo, no todos los países tienen hoy por hoy la oportunidad de repensarse desde sus bases a fin de reestablecer una relación justa y sustentable con el entorno natural. Entonces, si la nueva relación que se propone entre el Estado chileno y las naciones originarias inclina la balanza hacia modalidades de conocimiento indígena más sensibles al mundo natural que piden reformular el concepto occidental de naturaleza, me parece que este conocimiento debería ser bienvenido. Cabe entonces preguntarse por qué vías se generan tales formas de conocimiento. En la formulación presentada para el plebiscito de salida de septiembre 2022, el Artículo 8 de la propuesta constitucional establecía que “las personas y los pueblos son interdependientes con la naturaleza y forman con ella un conjunto inseparable. El Estado reconoce y promueve el buen vivir como una relación de equilibrio armónico entre las personas, la naturaleza y la organización de la sociedad”.
Lo que me parece debe resultar de interés para el ámbito de los estudios sobre música y sonido es que el equilibrio armónico con la naturaleza al que se aspiraba con la propuesta de ley fundamental rechazada tiene una dimensión audible. Es decir, la relación de interdependencia entre seres humanos y naturaleza se manifiesta en las ecologías acústicas y culturas de escucha. Por eso, no resulta casual que el Premio Nacional de la música haya sido concedido a una mujer representante de la música mapuche, tanto en la práctica como en su investigación. Mérito, además, de alguien quien, como ella, ha demostrado durante décadas que aquello que desde el pensamiento occidental denominamos “música” es en la cultura mapuche una forma transversal de conocimiento que incide, por ejemplo, en áreas como la salud, la educación, la sobrevivencia cultural, así como en la comprensión, interrelación y conservación de la naturaleza. Considerando entonces tanto el contexto actual de crisis climática como la coyuntura de reescritura de la Constitución chilena, es válido preguntarse ¿cómo la escucha nos ayuda a construir el concepto de naturaleza al que recurrimos para crear leyes que permitan protegerla? ¿Cómo, además, habilita espacios de participación política?
Al centrar su interés en los contextos en que se practican distintas músicas, la etnomusicología ha enfatizado desde hace varias décadas cómo es que diversas prácticas musicales, instrumentos o sonoridades, así como la voz, el canto y el sentido del oído operan como mediadores entre los humanos y aquello identificado como el mundo natural. El trabajo de Steven Feld (2012), quien postuló la idea de que las acustemologías son formas de construir conocimiento a partir de lo acústico, ha sido de gran influencia en el campo. Sus propios avances en el concepto lo defienden como una forma de “ontología interrelacional” (2015), es decir, una vía que hace plausible la conexión entre entidades, al tiempo que devela los mundos simbólicos que los seres humanos construimos gracias a la escucha.
Además, la incorporación del giro sensorial en ciencias sociales como la antropología, la sociología o la historia, permite hoy comprender cómo los sentidos nos ayudan a asignar significados al mundo circundante y, al mismo tiempo, nos permite organizar nuestras experiencias corporales dando pie a (inter)subjetividades situadas en sociedades, culturas y momentos determinados. Más específicamente, el “giro aural” nos permite hoy aceptar que la escucha es simultáneamente una fuente de saber y un reflejo de las ideas de una sociedad en una época determinada y que las culturas de escucha en las que nos formamos nos predisponen a escuchar o no ciertos sonidos. A medida que asignamos categorías y asociamos afectos a lo que escuchamos, también vamos creando relaciones de causalidad interconectando vínculos materiales, simbólicos y afectivos entre las diversas entidades que percibimos mediante el oído. Por lo demás, las categorías que concedemos a los mundos sónicos no están disociadas de las condiciones materiales, los contextos ideológicos, políticos y económicos, ni tampoco de las estructuras de poder vigentes. Más aún, el poder para distribuir ese conocimiento aural es asimétrico e incide de manera diferencial en cómo concebimos lo humano, lo no-humano, lo natural y lo no-natural.
Conocer las raíces etimológicas del mapuzungun, como “el habla de la tierra” (mapu=tierra, zungun= habla o sonido), es relevante pues da cuenta de una sensibilidad aural hacia el mundo y su dimensión sonora. Entonces, si el mapuzungun es una vía para escuchar y hablar con la tierra, tal tipo de atención aural predispone a modalidades de escucha altamente receptivas y capaces de generar conocimiento cultural, científico y medioambiental. Un ejemplo de lo anterior lo ofrecen las múltiples onomatopeyas que en este idioma nombran especies animales, como ocurre con el caso de aves como el pitíu (Colaptes pitius), el tucúquere (Bubo magellanicus) o el fio fio (Elaenia albiceps). Como concluyeron los ornitólogos Caviedes e Ibarra (2017, s/p) “el 52% (n = 46) de los nombres comunes de las aves del bosque del sur de Chile provienen del mapuzugun, de los cuales un 88% (n = 37) tienen origen onomatopéyico”. También se ha documentado cómo el conocimiento aural mapuche va dando mensajes sobre la vida y la naturaleza a través del canto de determinadas aves: por ejemplo, el canto del pekeñ (pequén) anuncia la proximidad de alguna enfermedad o fallecimiento, mientras que el del pillazkeñ (churrete) anuncia la llegada de inundaciones (Painemal Morales 2022). Así mismo, el canto de ciertas aves autoriza la realización de actividades como la pesca o la recolección de modo tal que se preserve una relación equilibrada entre la flora, la fauna y los seres humanos, en correcta correspondencia con los ciclos naturales de regeneración. Estas formas de conocimiento, y otras más asociadas a las ceremonias rituales, pensamiento mágico y conocimiento medicinal, quedan plasmadas a su vez en la poesía y el ül tradicional. Esto da cuenta, en primer lugar, de la sensorialidad y sensibilidad que la cultura mapuche ha desarrollado por las sonoridades del entorno y, en segunda instancia, del tipo de conocimiento aural que determinadas modalidades de escucha mapuche pueden aportar a las culturas winkas. Sin embargo, el arraigo del racionalismo moderno occidental en los sectores criollos latinoamericanos –instanciación de las subjetividades colonizadas (Quijano 1992, 2002, 2017)–, ha ocasionado una tendencia a considerar este conocimiento nativo como “supersticioso” o “poco científico”.
La propuesta de nueva constitución rechazada en septiembre del 2022 enuncia que la atención a la crisis ambiental es un asunto de responsabilidad y “solidaridad intergeneracional” (Artículo 128). Sin embargo, la urgencia climática es tal que ya se dimensiona como un asunto de mera sobrevivencia, tanto de los grupos indígenas como de los que no forman parte de estos. Por ello, perpetuar las dicotomías que disocian lo humano de la naturaleza y que son heredadas del pensamiento occidental-colonial nos confronta al problema histórico de injusticia epistémica y de base racista que nos ha conducido al pernicioso aprovechamiento que hacemos de la tierra en la actualidad. Así las cosas, ¿cuántos nombres, cuántos cantos, cuántas aves y cuántos más seres vivos nos son esquivos debido a nuestros propios condicionamientos culturales, sensoriales o ideológicos? ¿A cuántos y a cuáles seres vivos hemos pasado por alto debido a nuestras prácticas de inaudibilidad o por causa de prejuicios que nos hacen creer que tal conocimiento indígena es irrelevante a nuestros intereses? ¿Cómo nuestros arraigados aprendizajes de lo que suena y lo que no determinan nuestro concepto y relación con la naturaleza?
Por todo lo anterior, el proceso constituyente nos invita a reimaginar la relación que establecemos entre los mundos sonoros, nuestros modos de escucha y lo que llamamos naturaleza. ¿Qué espacios debemos abrir para que los idiomas indígenas y sus saberes asociados puedan participar con igualdad y debida justicia epistémica en el ámbito de lo jurídico? O mejor expresado aún: ¿cómo el choque intercultural suscitado por nuestras discrepancias en torno del conocimiento aural nos permitirá llegar a un tipo de “escucha híbrida” (Alegre 2021) que responda a las actuales necesidades humanas y medioambientales, incluso cuestionando tal disociación?[4] ¿Cómo las formas de escucha indígenas desestabilizan los regímenes aurales que han estado al servicio de la explotación y destrucción del planeta? A los investigadores de estas áreas, también nos obliga a repensar el tipo de participación que podemos tener en la refundación de Chile, así como en la reformulación de nuestra relación con otras entidades no-humanas y con formas de escucha otras. El impulso decolonizador patente en el proceso constituyente de Chile cuestiona las bases epistemológicas del sistema jurídico en el Estado nación moderno y también nos insta a revalorar las jerarquías de los saberes y de las disciplinas en los procesos de conformación de la polis y del Estado.
La reflexión que el proceso constituyente abre sobre el sonido es un desafío al pensamiento disciplinar que nos insta también a revisar la relación que tenemos con otras áreas del conocimiento. Me refiero no únicamente a ciencias sociales como la historia, antropología o sociología; hablo, además, de la socio-lingüística, la geografía crítica, o las ciencias del mar y de la tierra, por ejemplo, mismas que están recurriendo a lo sonoro para entender, e idealmente salvar, lo poco que nos queda. Los sonidos de las abejas, la vibración de los glaciares, los patrones de resonancia de los arrecifes, o la alteración de las estrategias de comunicación acústica de las aves, son mensajes urgentes que hoy día estamos obligados a escuchar. ¿Qué es lo que constituye el nuevo archivo sonoro? Más allá de sus consabidas funciones de registro y diagnosis, ¿cuál será la utilidad de los muchos y crecientes paisajes sonoros que se siguen registrando no solo en Chile, sino en toda la región latinoamericana? ¿Qué formas lingüísticas abren oídos a modos de existencia otros? ¿Cómo vamos a escuchar lo que otros escuchan? ¿Cómo y por qué se jerarquizan las distintas formas de escuchar? ¿Cómo los saberes que devienen de la escucha contribuyen a caracterizar territorios y designar sus usos? ¿Cómo invitaremos a que otros escuchen lo que escuchamos? ¿Cómo lograremos avanzar hacia una escucha intercultural, interdisciplinar e interpersonal que nos haga tomar consciencia de nuestra interdependencia? ¿Acaso, siguiendo el cuestionamiento que hiciera Albán Achinte (2008), es posible el ejercicio de una escucha intercultural sin una transformación decolonial? El cambio de paradigma propiciado por la crisis climática nos confronta a un nuevo régimen sensorial, y por qué no, también a un nuevo modelo de sensibilidad y afectos. No deberíamos desaprovechar esta coyuntura. Escuchemos las palabras de la propia Elisa Avendaño Curaqueo: “El vlkatun o tayvl, son sonidos musicales que fueron parte de los pueblos indígenas como medio de comunicación entre personas, la naturaleza y los dioses. La música es observar el universo o espacio donde nos encontramos situados. Con la música podemos controlar el equilibrio de la alegría y el dolor, ya que podemos sentir en el cuerpo el pálpito del corazón, podemos alimentar el alma y el espíritu. Recrear la música, el sonido, es dar vida. […] la música mapuche es un todo” (Avendaño Curaqueo en Díaz y Alarcón 2022).
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[1] Chile atraviesa un momento de profunda transformación social, cultural e institucional. Desde el 18 de octubre de 2019 el país comenzó un complejo, en ocasiones violento, y claramente masivo movimiento social que remeció los cimientos del Estado moderno. A partir de una variedad de protestas, iniciativas ciudadanas no-violentas, así como de un plebiscito celebrado democráticamente en octubre de 2021, la ciudadanía chilena exigió poner fin a la Constitución de 1980 escrita bajo la dictadura de Augusto Pinochet. También mediante voto ciudadano, fue conformada la Convención Constituyente con la finalidad de escribir una nueva carta magna. Sin embargo, en el plebiscito de salida del 4 de septiembre del 2022, una abrumadora mayoría del padrón de votantes decidió rechazar la propuesta de nueva constitución. A la fecha de publicación de este número, la ciudadanía chilena debate una nueva estrategia para lograr la escritura de una nueva propuesta de constitución.
[2] Ceremonia que se celebra el día del solsticio de invierno y con la que se da inicio a un nuevo ciclo vital.
[3] Al respecto David Harvey señala, “Cuando se ofrecían descripciones de las prácticas nativas, estas servían de soporte discursivo y legal dentro del marco liberal para emprender una política de desposesión de los ‘indios salvajes’. Ya que a las poblaciones nativas se las consideraba parte de la naturaleza, y como se creía que la subordinación de la naturaleza a los imperativos divinos era fructífera y constituía un elemento esencial de ‘nuestra’ sagrada misión en la tierra, el dominio de las poblaciones nativas era una práctica legítima y noble” (2017, 49).
[4] Sobre este tipo de escucha la etnomusicóloga Lizette Alegre indica que una escucha híbrida puede ser entendida como “una herramienta heurística para el registro de la diferencia, de la ambivalencia, de las asimetrías entre discurso y experiencia cultural, entre orden y desajuste, que caracterizan el marco en el que la subalternidad se enuncia”. En dicho sentido, este tipo de escucha es un “posicionamiento político” que busca hacer frente a las asimetrías de poder inherentes a los ordenamientos sónico-aurales (Alegre 2021, 11).
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