Estética, Musicologia e Secularização. O Mito do Nascimento da Ópera na Historiografia do Século Passado

Resonancias vol. 24, n° 47, julio-noviembre 2020, pp. 39-58.
DOI: https://doi.org/10.7764/res.2020.47.4

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Abstrato

Neste artigo estudo a influência do mito do nascimento da ópera na musicologia, com foco nas monografias sobre a história da ópera no século passado, desde a obra fundadora de Kretzschmar (1919) até o presente. Este mito serviu para apresentar o nascimento da ópera a partir de uma abordagem secular, articulada por uma história de gênios, obras e estilos sob a ideia de música absoluta. Isso foi essencial para a própria fundação da musicologia, quando autores como Abert tentaram fundar uma nova estética operística. Isso foi posteriormente herdado pela musicologia americana, começando com a história de Grout, que influenciou todos os historiadores desde então. Eles repetem uma série de tópicos ligados a esse mito, como a ideia do nascimento teórico do gênero, a ideia de uma origem bem conhecida ou a ideia das primeiras óperas como experimentos. A consequência mais óbvia dessa abordagem é a marginalização de Roma, que levou a uma subestimação da importância da geopolítica e do catolicismo nesse período.


[1]

Introducción. El mito del nacimiento de la ópera

Los acontecimientos fundamentales de una cultura suelen recibir un tratamiento mítico, sobre todo cuando se trata de explicar sus orígenes. En el ámbito musical, disponemos de ejemplos ligados a artistas y repertorios concretos desde la Edad Media. El famoso mito sobre el origen del canto franco-romano, según el cual la paloma del Espíritu Santo descendió del cielo y dictó sus melodías al papa Gregorio I, sigue determinando que lo conozcamos como “canto gregoriano”, aunque su historia no comenzase hasta tres siglos después, en la época de Carlomagno. Otro ejemplo es el mito de Palestrina, presentado como el salvador de la polifonía gracias a la composición de la Misa del Papa Marcelo, con la cual habría convencido a la curia de evitar su prohibición en pleno fervor contrarreformista.

Aunque hoy sabemos que nada de esto ocurrió, no es fácil deshacerse de estos mitos, entre otras cosas porque han articulado nuestra comprensión de las cosas y nos siguen iluminando acerca de los ideales de nuestra tradición. Así, tal como los paganos se entregaron al canto de las sirenas y los cristianos al canto de los ángeles, los mitos musicales más importantes de la Edad Moderna han girado en torno a la ópera. Bastaría pensar en el nacimiento de la superestrella en el siglo XVIII, en torno a Farinelli (Martín Sáez 2019), o en el tratamiento que han recibido compositores como Monteverdi, Gluck, Mozart, Verdi, Wagner y Schönberg. Pero entre todos ellos destaca el relativo a sus orígenes, que podemos distinguir en dos momentos: el “renacentista”, según el cual la ópera nació del intento de un grupo de académicos florentinos por resucitar la tragedia griega, y el “modernista”, según el cual nació como un invento ex nihilo, que supuso la materialización de ciertas teorías retóricas, poéticas y musicales.

Ambos mitos suponen la idea de un género que se crea o resucita a placer, sin verdaderos precedentes históricos. El mito renacentista implica la lógica del descubrimiento: algo que estaba ahí desde la Antigüedad, esperando a cualquiera capaz de volverlo a realizar. El mito modernista implica la lógica de la invención: la confección de una idea que puede materializarse, acaso por ensayo y error, como un experimento. En ambos casos se sobreentiende que hubo una pretensión teórica inicial, conformada por ideas como resucitar la tragedia, la unión de todas las artes, la idea de un teatro totalmente cantado, la teoría de los afectos, la subordinación de la música a la palabra, etc., que habrían producido el nacimiento de la ópera. Una consecuencia esencial de este mito es que el origen del género se comprende en términos idealistas y seculares, quedando excluido el carácter religioso que encontramos en los mitos antiguos y medievales.

Tanto el mito renacentista como el modernista son indesligables del subjetivismo moderno, que no por casualidad fue paralelo al nacimiento de la ópera. Las distinciones sujeto/objeto, forma/materia y teoría/práctica están en la base de este razonamiento. El esquema genérico de esta postura es que unos sujetos desarrollaron una teoría acerca de un objeto denominado ópera, que después habrían llevado a la práctica a través de la materia previa de la que disponían, a la que habrían impuesto la forma de ese objeto teórico. Este esquema, incluso al margen de un conocimiento exhaustivo de las fuentes, permite entrever el carácter mítico de esta idea, destinada a convertir al sujeto individual en un sujeto autónomo y creador determinado por su razón. No se trata solo de afirmar que algunas ideas, como la de un teatro totalmente cantado, fueron esenciales en el nacimiento de la ópera, sino de suponer que las tradiciones artísticas y festivas previas, sin las cuales la ópera es incomprensible, fueron una mera materia organizada por teorías, como si la “materia” no atravesara ya esas “teorías”. Se oculta así, además, que las poéticas italianas no son una mera descripción de objetivos dramatúrgicos, sino que sirven como propaganda cortesana, a través de una envoltura típica de la retórica humanística del siglo anterior, que otorga al género un halo de prestigio y legitimidad.

En este artículo dejamos de lado los precedentes de esta mitología en las poéticas del siglo XVII (Palisca 1989, 2006), así como su desarrollo entre los músicos y filósofos más importantes de cada siglo, que incluye a autores como Voltaire, Schelling, Wagner, Nietzsche, Adorno y Peter Kivy, para centrarnos en su influencia sobre la historiografía musical del último siglo. Para ello tomamos como punto de partida la Geschichte der Oper (1919) de Hermann Kretzschmar, un hito que ha determinado la forma en que se han escrito los monográficos de historia de la ópera hasta el presente. No por casualidad, se trata de una obra fundacional en el ámbito musicológico, como ya reconocieron sus contemporáneos en un periodo en que la disciplina empezaba a consolidarse a nivel internacional. En última instancia, también la musicología requirió sus propios mitos para nacer y la ópera fue uno de ellos.

La historiografía de la ópera y la musicología alemanas: genio, obra y estilo

La Geschichte der Oper (1919) de Kretzschmar es, junto a Die Oper (1913) de Oscar Bie y Die Oper von Gluck Bis Wagner (1913) de Karl Maria Klob, una de las tres primeras historias de la ópera escritas en alemán tras la aparición de la musicología a finales del siglo XIX. Esta tradición proseguía con renovado vigor toda la serie de “historias” de la ópera escritas en Europa desde finales del siglo XVIII, desde lo que Esteban de Arteaga llamó la “historia del más brillante espectáculo de Europa” (1783, vi) hasta la History of the Opera (1862) de Henry Sutherland Edwards, pasando por la Wesen und Geschichte der Oper (1838) de Gottfried Wilhelm Fink. Pero la obra de Kretzschmar introdujo varias novedades, la más importante de las cuales fue, precisamente, la relevancia histórica que otorgó al siglo XVII, cuyo único precedente (con las reservas que ahora veremos) es la historie de Romain Rolland (1895) y estudios musicológicos específicos, como el Studien (1901) y los artículos de Hugo Goldschmidt (1893, 1907-1908), las imprescindibles obras de Angelo Solerti (1903, 1904, 1905), el catálogo de Sonneck (1914) y el Handbuch (1912) de Riemann. El propio Kretzschmar (1892, 1894) jugó un papel clave en este desarrollo previo en lo referente a las óperas venecianas.

Basta comparar la historia de Kretzschmar con sus predecesoras para percatarse del cambio producido entonces. Las historias de Oscar Bie y Karl Maria Klob (ambas de 1913) comienzan su historia de la ópera con Gluck, haciendo de la ópera italiana del siglo XVII un momento de infancia (“die Kindheit der Oper”, Klob 1913, 1) o preparación de las óperas posteriores, que solo alcanzarían su cénit con la unión de la música francesa e italiana entre los alemanes; solo entonces, opina Bie, “comienza la ópera viva” (1988, 93). Es el mismo esquema que encontramos en Rollaind respecto a la ópera francesa. La ópera italiana aparece en su obra como un momento preliminar respecto a la historia posterior, que llegaría a su culmen con las tragedias líricas de Lully: “la ópera”, sostiene Rollaind, “llega hacia 1680 a la perfección de la forma [la perfection de la forme]” (1895, 5). Que esta obra, la primera sobre un periodo concreto de la historia operística, esté dedicada al siglo XVII, y que se deba al intento de un francés por encumbrar la música de su país, revela un hecho esencial: durante siglos, los orígenes de la ópera se han utilizado como un mito fundacional para defender la ópera posterior, un argumento ad verecundiam tan laxo como el mito de la resurrección de la tragedia griega.

En contraste, Kretzschmar dedica al siglo XVII italiano más de un tercio de su obra. De las casi trescientas páginas de la edición de 1919, unas cien están dedicadas a la “prehistoria, origen y primer periodo de la ópera” y a “la ópera veneciana”, a lo que se suma el espacio dedicado a los albores de la ópera de cada nación en los capítulos sobre ópera francesa y alemana. En conjunto, Kretzschmar otorga al nacimiento de la ópera en las ciudades de Italia una importancia propia, fundacional, considerando que ya entonces se hicieron obras de arte modélicas. A ello contribuyeron sin duda los estudios sobre Claudio Monteverdi, al que Emil Vogel había dedicado su tesis doctoral en 1887, y del cual ya se habían empezado a editar e interpretar algunas óperas. Por ejemplo, en 1904 se produjo el estreno de Orfeo en versión de concierto, realizado por Vicent d’Indy en la Schola Cantorum de París, seguido por la representación de la misma ópera en 1910 en el Thèâtre Réjane bajo la dirección de Marcel Labey (Fortune 1991, 78-85), mientras L’incoronazione di Poppea se hizo en 1904 y 1914 por parte de Goldschmidt y Van der Borren, respectivamente (Fabbri 1989, 19-20). Este proceso habría sido impensable sin la idea de genio, que pronto servirá, precisamente a través de Monteverdi, para intentar “recuperar” los primeros años de la ópera. Si el tópico del nacimiento de la ópera había tenido siempre una prioridad poética y filosófica, ahora adquirirá también una prioridad estética, artística y musicológica.

El esquema de Kretzschmar está influido por la estética alemana del siglo XIX, que comprende la ópera como una forma eminentemente musical, cuya genealogía se explica a través de las tres grandes ideas de la filosofía del arte: genio, obra y estilo, todas ellas atravesadas por la idea germana de una Edad Moderna secular. Aunque Kretzschmar reconocía la existencia de ciertos precedentes artísticos, entendía que el nacimiento del género se debía a un impulso teórico de tipo renacentista característico de una cultura que luchaba contra la Iglesia:

¿Cómo pudo surgir un nuevo tipo de drama, el drama musical, de este nuevo estilo de música? La causa más importante para el surgimiento de la ópera, aunque en ningún lugar se admita, fue el deseo de llenar también el teatro de la época con el espíritu de la Antigüedad. El Renacimiento, en su lucha contra la Iglesia y su escolástica, tuvo que pensar en el dominio del escenario, que podía ser más importante que el púlpito. Así, los intentos de reemplazar el drama espiritual por uno mundano comenzaron en Italia ya en el siglo XV y pronto condujeran a la imitación de obras y tragedias latinas, y luego griegas (Kretzschmar 1919, 26; todas las traducciones son mías).[2]

Esto tuvo muchas consecuencias. Para empezar, este mito se traduce en un análisis esencialmente estilístico de la ópera, cuya ligación con la ciudad de Roma, los cardenales y los príncipes católicos fue la norma, tanto en el norte de Italia como en el resto de países durante varias décadas. Kretzschmar no tiene en cuenta que la ópera nació y se consolidó en territorios católicos, hecho que marcó las óperas del siglo XVII desde Italia y Austria hasta el reino de Bohemia, España, Francia y la Mancomunidad de Polonia-Lituania (Martín Sáez 2019b). De hecho, no existe hasta la fecha ningún monográfico de historia de la ópera que subraye este hecho básico, algo que el enfoque secular de Kretzschmar puede ayudar a explicar.

Su historia de la ópera marca la pauta de la historiografía posterior incluso en su esquema de organización de los materiales históricos, que puede resumirse en tres fases: primero, habría surgido la estética operística en manos de un grupo de académicos florentinos que, influidos por las teorías renacentistas sobre la música y el teatro de la Antigua Grecia, habrían decidido emular las tragedias antiguas, consideradas como totalmente cantadas; esto habría dado lugar a la realización de las primeras óperas de Ottavio de Rinuccini, Dafne (1598) y Eurídice (1600), que materializarían ese ideal estético previo; en tercer lugar, este estilo habría hecho su incursión en Roma, donde aparecieron Rappresentatione (1600) y Eumelio (1606); pero fue en Mantua donde el género alcanzó su máximo desarrollo en manos de Monteverdi, en cuyas óperas se adivina el futuro de un género que llegaría hasta Wagner.

Un hecho que ejemplifica como ningún otro las consecuencias de este enfoque es la marginalización de Roma: aunque entre 1590 y 1637 se hicieron más óperas en la Ciudad Eterna que en Florencia y Mantua, los Estados Pontificios quedan reducidos a explicar formalmente los precedentes de la ópera veneciana. Por ejemplo, Kretzschmar cita La catena d’Adone de Domenico Mazzocchi y Ottavio Tronsarelli, pero solo para tratar cuestiones estilísticas y poéticas, como la centralidad de las arias o la crítica sobre el tedio del recitativo, e incluso cuando menciona una ópera hagiográfica como Sant’Alessio, se limita a subrayar aspectos formales como la novedad de las escenas cómicas de Martio y Curtio, la utilización de los castrados o la presencia de la obertura.

La obra de Kretzschmar no fue traducida, pero su influencia fue decisiva. En 1926, se publicó Die Entwicklung der Oper, firmada por Ernst Rabich, que es prácticamente un resumen de la historia de Kretzschmar. A pesar de su brevedad (no llega a las ochenta páginas), dedica al siglo XVII un porcentaje equivalente al que tiene en la obra de Kretzschmar, lo que muestra cómo la forma de entender la opera cambió incluso en trabajos divulgativos. En el ámbito filosófico ocurre algo parecido. Ese mismo año apareció un breve artículo de Hermann Abert dedicado a la historiografía operística, donde ya se reconoce el hito de Kretzschmar, en lo que podemos considerar la primera meta-historia de la historiografía operística. El artículo había sido previamente presentado bajo el título de Grundprobleme der Operngeschichte en el Congreso de Musicología de Basilea, celebrado en 1924, publicándose al año siguiente en Breitkopf & Härtel en la edición de las actas del congreso (1925). Fue entonces cuando la misma editorial publicó este ensayo en forma de separata (1926).

En esta obra, Abert plantea la necesidad de crear una estética operística que supere la estética de Wagner, asimilando para ello los planteamientos de la nueva disciplina musicológica. Esto ya estaba previsto en la historia de Kretzschmar, que de hecho presentaba su obra como un preámbulo para desarrollar una “estética de la ópera” [Aesthetik der Oper] (Kretzschmar 1919, 1). Abert entiende que la historiografía puede ofrecer, por primera vez en la historia, una visión de la estética operística basada en criterios científicos, que contrapone a la estética proselitista wagneriana, dirigida en el fondo a la defensa de su propia obra. Abert considera que la historia de la ópera serviría para demostrar que el género tiene unos fundamentos estéticos propios, que en parte apelarían a un sustrato común a todas las artes. En concreto, mantiene que lo esencial de la ópera es la música, según la típica distinción poesía/música, que entiende bajo los binomios exterior/interior y material/inmaterial: la música crearía su propio drama, que no serviría a la exterioridad del poema, sino a la interioridad del hombre, entendida como su parte inmaterial, anímica. Abert reprocha a Kretzschmar no reconocer esto en su historia, que en teoría bastaría para explicar el progreso operístico, a partir de una serie de procesos en que la ópera va adquiriendo su morfología artística.

Abert sigue el esquema de Kretzschmar en cuanto al nacimiento de la ópera, evitando por completo el caso de Roma. Lo esencial para Abert es la teoría florentina y las óperas de Monteverdi, cuya música interpreta desde la idea de música absoluta. El logro del compositor cremonés habría sido conquistar para la ópera la música “puramente instrumental”. Este impulso habría sido mantenido después por la ópera veneciana, que habría dado preeminencia a los castrati no por razones externas, sino porque la propia estética de la ópera lo demandaba. Es importante destacar que Abert no define en ningún momento la estética. Más bien, se limita a construir un mito que otorga a Alemania la fundación de esa estética, como habían hecho otros autores respecto a Francia. Abert imagina dos procesos artísticos distinguibles en Italia y Francia que finalmente confluyen en Alemania y llegan a Wagner, destacando en el camino autores como Lully, Händel y Gluck. Abert, como Kretzschmar, concibe así una historia de genios, obras y estilos influida en el fondo por la visión wagneriana que pretende superar, donde el propio Wagner aparece como culmen de un proceso estético progresivo y casi necesario.

La influencia de estas ideas no puede menospreciarse, pues son fundacionales de la propia musicología. Baste recordar la creación, también en Basilea, de la Sociedad Internacional de Musicología, que retomó en 1927 el proyecto de la Internationale Musikgesellschaft (1899-1914) interrumpido durante la Primera Guerra Mundial, con un comité presidido por Guido Adler. Aunque el comité se reunió en septiembre, un mes después del fallecimiento de Abert, el proyecto había contado con su participación en el mes de mayo, cuando se realizó otro congreso en Viena con ocasión del simbólico centenario de la muerte de Beethoven (otro precioso ejemplo de cómo, en momentos fundacionales, se acude a mitos fundacionales). Como nos informa un documento de ese año, a esta reunión acudió “un gran número de miembros venidos de diversas partes de Europa y de América”, siendo Henry Prunières el encargado de proponer “la creación de un organismo de cooperación internacional entre musicólogos de distintos países”. El documento relata la intervención de Julien Tiersot en nombre de la Sociedad Francesa de Musicología detallando la propuesta, a la que sigue la respuesta afirmativa de Abert en nombre de la Sociedad Alemana de Musicología. Después tomó la palabra Oscar Sonneck, quien junto a Opienski anuncia la creación de dos nuevas sociedades de musicología en Estados Unidos. Para terminar, Adler resume la cuestión aprobando “la idea de una federación internacional entre las diversas sociedades de musicología”, así como “una comisión preparatoria” cuyo objetivo es “estudiar cómo realizar el acuerdo”. Para tal fin se designa a nueve personas, entre ellas Abert, a quienes se emplaza a reunirse “en Basilea en una fecha que será fijada ulteriormente” (“Centenaire de Beethoven” 1927, 100-105). La presencia de Prunières, que acababa de publicar en París su Claudio Monteverdi, es una muestra de hasta qué punto el nacimiento de la musicología estuvo vinculado a la figura del compositor cremonés, destinado a convertirse en un verdadero mito. Por estas fechas, Gian Francesco Malipiero empezó a publicar su edición de las obras completas del compositor.

Las figuras de Beethoven y Wagner nos sirven para ejemplificar el enfoque estético característico de las primeras décadas de la musicología, en muchos sentidos inadecuado para comprender el nacimiento de la ópera y su historia posterior. Como ha argumentado Fabrizio della Seta, la musicología ha estado marcada desde entonces por “la tradición hegemónica austro-germana”, causando que la ópera italiana se haya comprendido “en un contexto cultural moldeado por la teoría y la práctica wagneriana”. Todavía a finales del siglo XX, Della Seta afirmaba que “solo en años recientes la musicología internacional ha aceptado la ópera italiana como incuestionablemente merecedora de atención” (1998, 3-13).

Para comprender el origen de esta incapacidad, no solo habría que tener en cuenta la ascendencia germana de la musicología de la primera mitad del siglo XX, sino también las ideas aún dominantes (pese a todas las críticas de las últimas décadas) de genio, obra y estilo que subyacen a esa musicología, y que han determinado el mito fundacional de la propia ópera. La continuidad Monteverdi-Wagner que hemos visto en Kretzschmar y Abert ha dominado la musicología durante décadas (e. g., Schrade 1950, 227; Hurtado 1951, 127; Redlich 1952, 46; Pannain 1955; Davies 1981, 39; Kerman 1988, 3; Wagner 2007, 5; véase Carter 2002, 6). Incluso Dahlhaus, a quien Della Seta considera una excepción en la tradición alemana por su conocimiento de la dramaturgia italiana, tiende a sentar a los italianos ante el tribunal de Beethoven y Wagner (Della Seta 1998, 4). En este aspecto, la historia de Kretzschmar nos ofrece una clave esencial para entender nuestra propia comprensión de la ópera italiana.

De Alemania a Estados Unidos. De Kretzschmar a Grout

Un esquema idéntico al inaugurado por Kretzschmar aparecerá en la famosa historia de Donald Jay Grout, que cumplió en la segunda mitad del siglo XX el papel que había cumplido el musicólogo alemán durante la primera. El propio Grout reconoce en Kretzschmar al padre de la historiografía operística, sin aportar verdaderas novedades respecto al tópico del nacimiento de la ópera. El musicólogo americano admite conocer “menos de media docena de óperas” realizadas en Florencia antes de 1637, un número muy similar al considerado por Kretzschmar, y aun cita menos óperas romanas, que de nuevo solo considera por razones formales. Hemos de tener en cuenta que en Florencia se hicieron más de una docena de óperas antes de 1637, lo que nos alerta sobre otro hecho fundamental: el relato sobre el nacimiento del género suele estar basado en una corta serie de óperas escogidas por razones externas. En 1946, Grout reconocía que “la ópera en sí misma es tan imperfectamente conocida por nosotros que solo empezamos ahora tímidamente a conocer hasta qué punto casi todas las otras formas musicales del barroco tardío estaban influidas por el estilo y la práctica del Barroco” (587), una idea netamente esteticista que nos obligaría a considerar la propia genealogía idealista de la etiqueta de “barroco” (Martín Sáez 2018). Dos décadas después, Grout insistía en que “todavía nos queda mucho por aprender sobre la ópera del siglo XVII” y, refiriéndose a la Histoire de Rolland, sostenía que “sigue siendo la mejor introducción al tema” (1969, 692).

Esto no afecta solamente a la ópera del siglo XVII. En un importante artículo de 1987, Harold S. Powers sostenía que no se podía entender bien a Verdi porque no se conocían las “presuposiciones musico-dramáticas del propio Verdi” ni las “expectativas y asunciones sobre cómo funcionaba el teatro musical o cómo debía funcionar”, lo que achacaba a un tipo de análisis “germánico” (66), pero con más motivo se puede argumentar esto sobre las primeras óperas, cuya historia está marcada por varios siglos de mitos, prejuicios, tópicos e ideas filosóficamente laxas. En este punto, no hemos de olvidar que hasta ese mismo año de 1987 la Sociedad Italiana de Musicología no planteó publicar la que pretendía ser “la primera historia de la ópera italiana” (Bianconi y Pestelli 1987, ix), un proyecto que finalmente quedó inconcluso hasta el día de hoy. Así que no es de extrañar que el enfoque de autores como Kretzschmar y Abert se haya mantenido hasta el presente, incluyendo la explicación idealista del nacimiento del género entendido como un paso de la teoría a la práctica, según el mito renacentista-moderno que, sin duda, está en la base de otros mitos posteriores, como los relativos a las denominadas reformas de Gluck, Wagner y Schönberg.

El mito renacentista-moderno: descubrimiento e invención

El mito renacentista hunde sus raíces en el propio siglo XVII. La versión predominante durante cuatro siglos ha sido que la ópera nació en Florencia hacia el año 1600 en manos de un grupo de nobles florentinos, académicos, poetas y músicos convencidos de que la tragedia griega era totalmente cantada de forma monódica, y que eso explicaba el efecto que causaba sobre el público, según testimonios de filósofos como Platón, Aristóteles y Boecio. Animados por esa idea, habrían tomado la decisión de revivir la tragedia griega. Ese grupo suele conocerse como la camerata del conde Bardi, aunque algunos trasladan el desarrollo práctico de esta idea al noble Jacopo Corsi, ambos directa o indirectamente conectados con el poeta Ottavio de Rinuccini y los compositores Jacopo Peri y Giulio Caccini, que realizaron las dos primeras favole totalmente cantadas de las cuales hemos conservado el libreto: Dafne (1598) y Euridice (1600).

Las versiones actuales del mito están bastante alejadas del enfoque nostálgico-positivo según el cual los padres legendarios de la ópera habrían logrado de facto resucitar la tragedia griega, pero también del nostálgico-negativo, que entiende la ópera como una simple caricatura del drama ático, ambos muy extendidos en los siglos XVIII y XIX. La idea predominante es que los florentinos intentaron resucitar la tragedia ateniense, pero no lo consiguieron, obteniendo como resultado un arte nuevo marcado por las teorías de la camerata (e. g., Abert 1994, 13-17; Coletti 2016, 10 y 75; Johnson 2018, 2). La similitud de este esquema con el fenómeno de la serendipia nos revela una forma de pensar netamente moderna en sus presupuestos. Solerti (1904), de hecho, lo comparaba con la llegada de Colón a América, que buscando un territorio encontró otro (I, 152). Así lo relataba Streatfeild:

La invención de la ópera tuvo en gran medida la naturaleza de un accidente. A finales del siglo XVI unos pocos aficionados florentinos, llenos de entusiasmo por el arte griego, que era en aquel tiempo la pasión dominante de todo espíritu cultivado en Italia, se impusieron a sí mismos la tarea de reconstruir las condiciones del drama ateniense. El resultado de su labor, considerada un intento de revivir las glorias perdidas de la tragedia griega, fue un completo fracaso; pero, sin que ellos lo supieran, produjeron el germen de esa forma de arte que, pasados los años, estuvo destinada, en su propio país al menos, a reinar en solitario en los afectos de la gente (Streatfeild 1896, 1-2).[3]

De igual modo, Bie interpretaba el nuevo género como “un malentendido” [einen Missverständnis] (1913, 9), y Rolland lo definía como un “quimérico esfuerzo por imitar el arte griego” [chimérique effort pour imiter l’art grec] (1895, 3). De la lógica del descubrimiento se pasa así a la lógica de la invención, que puede llegar a requerir la aparición de experimentos, como luego veremos. Esto sirvió para presentar a los padres de la ópera como un grupo de idealistas quijotescos alejados de la realidad. Los ejemplos abundan en la bibliografía y pueden remontarse al idealismo alemán, que influyó de un modo evidente en autores como Wagner y Nietzsche. El crítico William Foster Apthorp (1901) escribía que “la ópera nació de un intento decidido, aunque completamente estúpido e inútil, de revivir el drama griego clásico en la última década del siglo XVI en Florencia” (21).[4] De igual modo, Wallace Brockway y Herbert Weinstock, tras reconocer la conexión de las óperas con las fiestas cortesanas, consideraban a sus artífices una especie de idealistas trasnochados: “el hecho de que el Peri-Caccini se escenificara como parte de las festividades después de una boda real no tiene por qué perturbar la imagen aceptada de la camerata como huraños idealistas [aloof idealists]”, que se dejaron llevar por la “terca convicción [stubborn conviction] de que estaban siguiendo la práctica del drama clásico griego” (1941, 1962, 4-5). Muchos estudiosos acuden incluso a una expresión de resonancias teológicas para afirmar que pretendían “resucitar la tragedia griega” (Mitjana 1911, 13; Pérez Dolz 1953, 416; Baty y Chavance 1965, 144; Wechsberg 1972, 26; Posada González 1986, 117), casi como si la ópera hubiera aparecido por “generación espontánea”, como criticaba con acierto un estudioso francés, repitiendo sin embargo el esquema de Kretzschmar y Grout (Hofmann 1967, 6).

Estas ideas entran en contradicción con las fuentes que conservamos, empezando por el hecho obvio de que, en las primeras décadas de historia del género, no existe ninguna ópera basada en una tragedia griega, pues los libretistas mezclan elementos de las fábulas, las pastorales y los intermedios con la mitología ovidiana, relatos religioso-alegóricos y épicos de la tradición italiana, etc., que además suelen culminar con un lieto fine, dada su función festiva en celebraciones eclesiásticas y cortesanas (Pirrotta 1975). Dafne (1598) de Rinuccini comienza con un prólogo, cantado por el personaje de Ovidio, que subraya su intención de imitar “el estilo antiguo” (1600), pero se trata de una idea retórica para legitimar el nuevo género, como ocurre en la dedicatoria de Euridice (1600) a María de Medici, donde el compositor sitúa el poema de Rinuccini “a la par de los más famosos antiguos”, pero indicando que es un “poema nuevo”. Esto mismo hace en su nota a los lectores respecto a la partitura, que define como una “nueva manera de canto” acomodada a “nuestra habla” con “nuestra música”. En ningún momento mantiene que pretenda resucitar la tragedia, aunque intente legitimar el género afirmando que los antiguos “según la opinión de muchos, cantaban sobre la escena las tragedias enteras”. Al contrario, Peri subraya que “no me atrevería a afirmar que este es el canto utilizado en las fábulas griegas y romanas”.

Esto se puede extender a todo el periodo. Cuando los compositores se pronuncian, suelen manifestar que la tragedia y la música griegas eran distintas a la música moderna. Es el caso de Gabriello Chiabrera, el libretista de Il rapimento di Cefalo (1600), cuando afirma que las obras del periodo, incluida la suya, “no se ajustan a la manera antigua” (Chiabrera 2003, 174; cf. Martín Sáez 2020, 97), pero también de Monteverdi, que escribe a Giovanni Battista Doni en 1634 asegurándole que sabe “perdido en todo aquel modo práctico antiguo” [perso in tutto quel modo praticale antico] y que su “intención es mostrar, con medio de nuestra práctica, lo que he podido obtener de la mente de los filósofos al servicio del buen arte”, en referencia a la célebre seconda pratica (Monteverdi 1994, 204). La apelación a los filósofos, como ocurre también con su stile concitato, sirve para legitimar una novedad, pero no para definir una relación de tipo renacentista. No menos evidente es esta idea en Rappresentatione (1600) de Cavalieri, cuyo fin declarado es “mover a devoción” a los católicos, aunque presente su partitura como unas “nuevas composiciones de música” realizadas “a semejanza de aquel estilo con el cual se dice que los antiguos griegos y romanos solían mover a los espectadores a diversos afectos en su escena y teatros”.

Pirrotta (1954) fue uno de los primeros en subrayar que la denominada camerata del conde Bardi había sido sobrevalorada, llegando a calificarla como un mito (1975, 224) tras estudiar toda una serie de tradiciones festivas, teatrales, musicales y literarias previas a la ópera, de la cual esta había tomado buena parte de su morfología. A pesar de ello, la historia de la ópera y la historia de la música más leídas de todos los tiempos, ambas escritas por Grout, siguieron repitiendo la misma idea en ediciones sucesivas. En A Short History of Opera (1947), el musicólogo estadounidense afirmaba que el drama griego era “de particular interés para nosotros, pues fue el modelo en el que los creadores de la ópera moderna de finales del siglo XVI basaron sus propias obras; fue la supuesta música de la tragedia griega la que trataron de revivir” (13), idea que se repite en A History of Western Music (1960, 1973), donde aseguraba que “la ópera comenzó como un intento experimental de revivir la música griega para el deleite de un pequeño círculo de aficionados cultos” (1973, 308).[5]

Herbert Lindenberger (1985) habla incluso de un “programa” previo a la realización de las primeras óperas desarrollado por la camerata, algo que no avala ninguna fuente:

A diferencia de otras artes cuya evolución a los historiadores les gusta rastrear hasta algún origen misterioso, a menudo popular, la ópera fue de hecho inventada por un grupo de teóricos eruditos, la llamada Camerata, que le proporcionó un programa antes de que se compusieran las primeras óperas alrededor de 1600. El artificio manifiesto y la pretensión de la alta expresión que la ópera ha mostrado a lo largo de su historia se desprende naturalmente, aunque a menudo también sin saberlo, de las circunstancias de su nacimiento (1985, 17).[6]

En realidad, ni siquiera existe una fuente que pruebe el interés de Bardi por el nuevo género melodramático, acerca del cual, de hecho, solo tenemos testimonios negativos por su parte (Martín Sáez 2020, 80). Como se sabe al menos desde la obra de Solerti (1904, 47-48), las fábulas de Rinuccini se hicieron bajo los auspicios de Jacopo Corsi, que patrocinó tanto Dafne como Euridice, cuando Bardi ni siquiera estaba en Florencia, pero el mito ha demostrado ser fácilmente asimilable a un cambio de patronazgo. Frederick William Sternfeld, por ejemplo, repetía la misma mitología intercambiando a Bardi por Corsi:

La idea de que la ópera fue creada por la denominada camerata florentina del conde Giovanni de Bardi ha sido ahora en gran medida superada por una imagen más refinada (y mucho más interesante) de la vida intelectual y la intriga cortesana florentina a finales del siglo XVI. Podemos reconocer que las reuniones informales de Bardi, que debieron haber cesado en 1592 cuando Bardi dejó Florencia por Roma, contribuyeron en gran medida a inspirar un nuevo tipo de canción retórica para solista con acompañamiento de continuo cultivada por el compositor y cantante Giulio Caccini, publicada en sus Le nuove musiche (Florencia, 1602); pero la creación de la ópera y de un estilo específicamente operístico de declamación debe atribuirse a un círculo distinto de florentinos, que trabajaron bajo el patronazgo de Jacopo Corsi, incluyendo al poeta Ottavio Rinuccini y a otro compositor y cantante, Jacopo Peri, el rival de Caccini en la corte florentina (1986, 26).[7]

El paso de Bardi a Corsi está justificado respecto a los melodramas de Rinuccini, pero la ideología sigue fallando en lo esencial: las fábulas en torno a Corsi tampoco fueron las primeras totalmente cantadas. Este mérito corresponde a la poetisa Laura Guidiccioni y al compositor Emilio de Cavalieri, hecho que ha supuesto la aparición de nuevos argumentos ad hoc para reafirmar el mito, como la consideración de que Peri y Caccini inventaron un estilo nuevo destinado a condicionar la historia posterior, el denominado stilo recitativo. De nuevo, se incide con ello en la importancia del estilo y el genio creador, exagerando las diferencias con el estilo de Cavalieri y olvidando los precedentes de los que bebieron todos ellos (cf. Warren Kirkendale 2001 y Elena Avramov-van Rijk 2009, que siguen la estela de Pirrotta). Sin embargo, los mitómanos aún pueden acudir a otro subterfugio: afirmar que las fábulas previas a los encargos de Corsi fueron meros experimentos que no merecen consideración.

Cuatro lugares comunes: un origen preciso, experimental, secular y local

La idea del experimento depende del esquema teoría/práctica que hemos estado viendo y, sobre todo, de la consecuencia más extendida del mismo: la idea de que conocemos con gran precisión el nacimiento de la ópera. Baste citar por ahora la formulación de Streatfeild:

La historia temprana de muchas formas de arte está envuelta en la oscuridad. Incluso en la música, la más joven de las artes, el origen preciso de muchos desarrollos modernos es en gran medida objeto de conjetura. La historia de la ópera, por fortuna para el historiador, es una excepción a la regla. Todas las circunstancias que se combinaron para producir la idea de ópera son conocidas por nosotros, y cada detalle de su génesis ha sido establecido más allá de toda posibilidad de duda (1896, 1).[8]

Es justamente el mito renacentista el que garantiza esta fórmula, que deriva en la idea teórica de la invención. Esto le lleva a menospreciar las fábulas de Cavalieri, pero también la fábula de Dafne, como “meros experimentos” (1896, 3), posponiendo la fecha del nacimiento de la ópera a Euridice (1600). Este argumento aprovecha ad hoc la ausencia de partituras florentinas antes de 1600, pero ante todo depende de la teoría de la secularización, que sirve para anteponer las óperas florentinas y mantuanas a las romanas, todo ello determinado a su vez por las disputas en torno a la paternidad del género, que ya en el siglo XVII marginaron a Cavalieri frente a Peri y Caccini, precisamente cuando Cavalieri abandonó Florencia por Roma.

Es fácil encontrar en la bibliografía la idea del nacimiento de la ópera como un momento que conocemos con gran precisión (e. g., Ferrario 2005, 51; Carter y Goldthwaite 2013, 2), así como la idea de que los primeros años fueron meramente experimentales (e. g., Pirrotta 1954, 170; Pirrotta 1975, 276; Tomlinson 1975, 354; Maniates 1979, 219; Hanning 1980, 6; Mioli 1994, 14; Katz 1994, 17, 54-58, 189; Kimbell 1995, 1; Fenlon 1995, 34 y 36; Fabbri 1995, 62; Lee 2000, 6-7; Buelow 2004, 38; Gerbino y Fenlon 2006, 475; Menéndez Torrellas 2013, 7). Incluso quienes han aceptado que Bardi no participó en las primeras óperas, sostienen a menudo que influyó indirectamente por medio de sus teorías, suponiendo que la ópera se desarrolló fuera de la corte y que el grupo de Corsi posibilitó la “experimentación” de la que se carecía en ella (Carter 1985, 58). Esto supone olvidar de nuevo la prioridad de Cavalieri como autor de las primeras fábulas totalmente cantadas, que se hicieron precisamente con el concurso de la corte, que fue de hecho la única capaz de garantizar su consolidación.

Esta es otra faceta típica de los mitos estéticos: su capacidad para ensombrecer la importancia de la política, poniendo el acento sobre sujetos creadores perfectamente localizados geográfica y temporalmente. Sin embargo, tal como el canto gregoriano no se comprende sin la política imperial franco-romana, la ópera no se comprende sin el concurso de los príncipes, los cardenales y los pontífices, que nos obliga a considerar la importancia de la geopolítica en la historia operística.

Otra interesante formulación sobre la invención del género la encontramos en A Miniature History of Opera (1931) de Percy A. Scholes, el primer editor del prestigioso Oxford Companion to Music:

[La ópera] fue creada de la forma más deliberada por un grupo de varones que sabía muy bien lo que quería producir. La mayoría de formas de arte, musicales o de otro tipo, se desarrollan por estadios casi imperceptibles, de modo que una forma de arte se convierte gradualmente en otra y casi no podemos decir cuándo vio la luz la primera novedad. La ópera está casi sola entre todas las formas de arte en haber sido deliberadamente “inventada” (1931, 14).[9]

Al concebir el paso de la teoría a la práctica, sin mediaciones previas, casi resulta necesario entender las primeras óperas como obras primitivas, infantiles, improvisadas, artificiales, intelectualistas. Los autores de las primeras óperas, en el fondo, habrían creado sus obras ex nihilo a partir de una teoría que habrían intentado probar de forma experimental. Esto explica que, para muchos autores, las primeras óperas sean meras tentativas de baja calidad. Así se refieren los citados Brockway y Weinstock a las primeras óperas:

Caccini y Peri, sin dones de mando a los que recurrir, sin tradiciones para apuntalar su débil inspiración, sin nada más que el deseo de dar vida a la música dramática de los antiguos griegos, produjeron óperas de poco valor en sí mismas, útiles solo como modelos toscos para los futuros maestros. En vista de la escasez de sus materiales operísticos, es bueno que los miembros de la camerata fueran menos que genios. Varones más fuertes podrían haber forzado a la ópera infantil a una camisa de fuerza de formas congeladas de la que podría haber luchado en vano para escapar (1941, 1962, 6).[10]

En otros casos, esto supone considerar la ópera como un entretenimiento superficial alejado de toda necesidad práctica. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en Rafael Mitjana:

No obstante, tan grandioso espectáculo, tenía en verdad un defecto de origen: era exclusivamente aristocrático, y su misma perfección le alejaba de la vida común y del alma popular. No respondía en modo alguno a ninguna necesidad del alma, proporcionando solo un placer ponderado a todos los sentidos, bajo la supremacía de la razón. En el fondo no era más que el resultado de un cálculo inteligente del ingenio. Ahora bien, ningún arte llega a ser verdaderamente popular hasta el momento en que toma el carácter de una necesidad pasional y se convierte en la expresión expontánea [sic] de la naturaleza (1911, 15).

Incluso entre quienes hoy niegan que la teoría fuera tan importante, es común utilizar la dicotomía teoría/práctica, definiendo estas obras como experimentos basados en la práctica y no en la teoría. Baste citar como ejemplo a los célebres Carolyne Abbate y Roger Parker:

A medida que los estudiosos de los últimos veinte años han profundizado en los detalles de la creación de la ópera temprana, una y otra vez revelan que los poetas y músicos, al ser gente práctica, recurrieron a materiales musicales y literarios concretos, en lugar de a la filosofía o la teoría, para la base de sus experimentos (Abbate y Parker 2016, 42).[11]

Una vez más, esto explica la irrelevancia que ha ocupado Roma en casi todos los monográficos de historia de la ópera, desde Esteban de Arteaga hasta los propios Abbate y Parker, pasando por George Hogarth, Fink, Sutherland Edwards, Hans Michel Schletterer, Riemann, Rolland, August Frankenfelder, Streatfeild, William Foster Apthorp, Joseph Goddard, Bie, Klob, Edward J. Dent, René Leibowitz, Pahlen, Matthews, Leslie Orrey, Robert Donington y F. W. Sternfeld, entre otros. Al concebir la ópera como un género secular y académico, su conexión con la Iglesia, las casas cardenalicias y las órdenes religiosas resulta difícil de asimilar. Incluso cuando se dedica a Roma un apartado relativamente importante, el análisis se dedica a subrayar aspectos formales, como ocurre en Thomas Walker (1989, 19-20), musicólogo fallecido en 1995 que iba a ser uno de los encargados de escribir sobre el siglo XVII en la citada historia de la Sociedad Italiana de Musicología.

El esquema esteticista de la musicología del último siglo, en el ámbito de los monográficos de historia de la ópera, ha implicado marginar a Roma incluso cuando se ha tratado de comprender algunas de las óperas romanas más influyentes del periodo. El caso más significativo ocurre en la obra de Grout, que llega a interpretar Sant’Alessio como una ópera secular, afirmando que “fue la primera ópera escrita sobre la vida interior de un personaje humano: está basada en la leyenda del santo Alejo (siglo quinto), pero las personas y las escenas (algunas de ellas cómicas) están claramente sacadas de la vida contemporánea de la Roma del siglo XVII” (1947, 70). A continuación, Grout se atreve a sostener que Roma no era una ciudad adecuada para la ópera, pese a ser la ciudad donde se hicieron más óperas antes de 1637. El musicólogo americano da a entender, como han hecho tantos autores después, que Roma prefería los oratorios, casi como si existiera una especie de alternativa entre ambos géneros. Esto le obliga a despreciar las óperas religiosas con un tendencioso “a lo sumo” que solo se puede explicar en términos ideológicos:

Las condiciones en Roma en general no favorecieron el crecimiento de la ópera seria sobre temas seculares. La influencia de la Iglesia tendía más bien a cultivar el oratorio o formas cuasi-dramáticas similares, o a lo sumo permitía óperas de naturaleza piadosa, alegórica o moralizante (74).[12]

Esta visión secular hace que Grout distinga el caso de Roma en un capítulo aparte, situación que reforzará aún más la tercera edición de su History (1988), realizada por Hermine Weigel Williams. Mientras las óperas florentinas y mantuanas tienen su propio capítulo, significativamente titulados “Los orígenes” y “Orfeo de Monteverdi”, la ópera romana se encuentra en el apartado “Otras óperas de corte italianas”, donde se repiten las ideas de Grout (1988, 70). La extendida bipartición entre Florencia/Mantua y Roma, junto a la idea de la invención del género como producto de un pequeño grupo de aficionados, definido como un pasatiempo humanista realizado por las cortes italianas como puro entretenimiento, ha reforzado la idea de un género local, favoreciendo a su vez los estudios de microhistoria frente a las visiones de conjunto, que son sin duda mucho más adecuadas para entender la ópera. Una consecuencia práctica de este enfoque ha sido explicar el paso de la ópera de Florencia a Mantua, y de ahí a Venecia, París, Viena, Madrid, etc., bajo un esquema de emulación local, como si las diversas cortes se hubieran sentido atraídas por la magnificencia de un género del que cada corte buscaría disfrutar privadamente. Con todo ello se oculta en los monográficos el momento diplomático de la ópera y su implantación geopolítica, que resulta imprescindible para entender su genealogía hasta el presente.

A modo de conclusión: el problema de los grandes relatos

Si el mito del nacimiento de la ópera se ha mantenido ha sido, entre otras cosas, porque seguimos careciendo de una visión de conjunto de las primeras décadas del género. Aunque existen estudios de gran interés en torno a ciudades, personajes y repertorios concretos, la tendencia actual de las disciplinas universitarias a la microhistoria ha favorecido los estudios locales, dejando de lado las ideas históricas de largo alcance. Esto, paradójicamente, no solo no ha terminado con las ideas estéticas que muchos pretendían superar, sino que ha dejado que sean ellas las que articulen los denominados grandes relatos, favoreciendo con ello los mitos fundacionales.

El cuestionamiento de los grandes relatos, en este sentido, no deja de ser otro gran relato, que además ha funcionado como mito fundacional de las nuevas disciplinas, sin ofrecer una verdadera resistencia a los viejos relatos, que necesariamente han de aparecer en estudios de largo recorrido como los monográficos, que acaban influyendo en estudios más especializados. Cuando estamos ante géneros de recorrido internacional como la ópera, que además ha pervivido durante más de cuatro siglos, la pregunta no puede ser si queremos o no grandes relatos, sino qué grandes relatos queremos, lo cual nos obliga a buscar nuevas ideas para comprender aquello que los mitos tienden a rellenar a su manera, pero también a estudiar los propios mitos como parte esencial de aquello que estudiamos. El mito del nacimiento de la ópera, al fin y al cabo, forma parte de la historia de la ópera, tanto como el mito gregoriano ha formado parte de la música medieval hasta el presente.

En última instancia, la propia musicología depende del gran relato de la idea estética de música, lo que podría ayudar a explicar su tendencia a convertir la ópera en un episodio de la idea de música absoluta, pese a que probablemente no haya un género más difícilmente asimilable a la idea de música instrumental. El mito del nacimiento de la ópera ha servido, durante la Edad Moderna, para asegurar un objeto de estudio secular ligado a genios, obras y estilos, que ha contribuido al propio prestigio de la musicología como disciplina científica, todo lo cual nos enseña mucho acerca de la ópera, pero también sobre nuestros ideales acerca de la política, la religión, la estética y nuestra propia historia.

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[1] El desarrollo de esta investigación fue posible gracias a un contrato FPI-UAM (2014-2018), cuyos resultados fueron presentados en la tesis doctoral del autor, titulada El nacimiento de la ópera. La legitimidad musical de la Edad Moderna. Tesis doctoral inédita, Universidad Autónoma de Madrid, 2018.

[2] “Wie kam es, daß aus diesem neuen Musikstil eine neue Art Drama, das Musikdrama, hervorging? Die stärkste Ursache, die zur Entstehung der Oper führte, war, wenn auch nirgends eingestanden, das Bestreben, auch das Theater der Zeit mit dem Geist der Antike zu füllen. Die Renaissance mußte bei ihrem Kampf gegen die Kirche und ihre Scholastik an die Herrschaft über die Bühne denken, denn sie ist unter Umständen wichtiger als die Kanzel. So beginnen denn die Versuche das geistliche Drama durch ein weltliches zu verdrängen, in Italien schon im 15. Jahrhundert und führen bald zur Nachbildung lateinischer, dann auch griechischer Schauspiele und Tragödien”.

[3] “The invention of opera partook largely of the nature of an accident. Late in the sixteenth century a few Florentine amateurs, fired with the enthusiasm for Greek art which was at that time the ruling passion of every cultivated spirit in Italy, set themselves the task of reconstructing the conditions of the Athenian drama. The result of their labours, regarded as an attempted revival of the lost glories of Greek tragedy, was a complete failure; but, unknown to themselves, they produced the germ of that art-form which, as years passed on, was destined, in their own country at least, to reign alone in the affections of the people”.

[4] “was the Opera born: of a determined, if utterly foolish and futile, attempt to revive the classic Greek Drama in the last decade of the sixteenth century in Florence”.

[5] “Opera thus began as an experimental attempt to revive Greek music for the delectation of a little circle of learned amateurs”.

[6] “unlike other arts whose evolution historians like to trace back to some mysterious, often popular origin, opera was in fact invented by a group of learned theorists, the so-called Camerata, who provided it with a program before the first operas were composed around 1600. The overt artifice and the pretension to lofty utterance that opera has displayed throughout its history follow naturally, if often also unknowingly, from the circumstances of its birth”.

[7] “The idea that opera was created by the so-called Florentine ‘Camerata’ of Count Giovanni de’ Bardi has now largely been superseded by a more refined (and much more interesting) picture of Florentine intellectual life and courtly intrigue at the end of the sixteenth century. Bardi’s informal salon, which must have ceased meeting in 1592 when Bardi left Florence for Rome, may be credited with having done much to inspire the new type of rhetorical solo song with continuo accompaniment cultivated by the singer-composer Giulio Caccini and published in his Le nuove musiche (Florence, 1602); but the creation of opera and a specifically operatic style of declamation must be attributed to another, distinct, circle of Florentines, working under the patronage of Jacopo Corsi and including the poet Ottavio Rinuccini and another singer-composer, Jacopo Peri, Caccini’s rival at the Florentine court”.

[8] “The early history of many forms of art is wrapped in obscurity. Even in music, the youngest of the arts, the precise origin of many modern developments is largely a matter of conjecture. The history of Opera, fortunately for the historian, is an exception to the rule. All the circumstances which combine to produce the idea of Opera are known to us, and every detail of its genesis is established beyond the possibility of doubt”.

[9] “It was brought into existence in the most deliberate way by a group of men who knew quite well what they were aiming to produce. Most forms of art, musical and other, develop by almost imperceptible stages, so that one form of art shades gradually into another and we can barely say when the new one first saw the light. Opera stands almost alone amongst art forms in having been deliberately ‘invented’”.

[10] “Caccini and Peri, without commanding gifts to draw upon, without traditions to shore up their feeble inspiration, with nothing but the desire to bring to life the dramatic music of the ancient Greeks, produced operas of little value in themselves, serviceable only as rough models for future masters. In view of the sparseness of their operatic materials, it is just as well that the members of the camerata were less than geniuses. Stronger men might have forced the infant opera into a strait jacket of frozen forms form which it might have struggled vainly to escape”.

[11] “As scholars over the last twenty or so years have delved further into the details of early opera creation, they again and again reveal that poets and musicians, being practical people, turned to concrete musical and literary materials, rather than to philosophy or theory, for the basis of their experiments”.

[12] “Conditions at Rome on the whole did not favor the growth of serious opera on secular themes. The influence of church tended rather to the cultivation of the oratorio or similar quasi-dramatic forms, or at most permitted operas of a pious, allegorical, or moralizing nature”.


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Martín Sáez, Daniel. 2020. "Estética, musicología y secularización. El mito del nacimiento de la ópera en la historiografía del último siglo". Resonancias 24 (47): 39-58.

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