Gêneros musicais na música popular urbana e sua dimensão temporal: estado da arte e propostas para sua análise

Resonancias vol. 25, n° 49, julio-noviembre 2021, pp. 61-83.

DOI: https://doi.org/10.7764/res.2021.49.4

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Resumo

O estudo da dimensão temporal dos gêneros musicais é um dos aspectos menos estudados dos estudos sobre música popular urbana. Além de referências pontuais à natureza dinâmica dos gêneros musicais, poucos autores abordaram sistematicamente como estes se transformaram ao longo de sua história. Este artigo fará uma revisão crítica das principais abordagens feitas a esse respeito, formuladas por Franco Fabbri, Fabian Holt, Jennifer C. Lena e David Brackett. Além do resumo de suas teorias, o objetivo deste trabalho é refletir sobre os aspectos comuns, as lacunas e as dissensões que suas propostas nos colocam para enfrentar esse problema. Isso nos levará a rever alguns conceitos relevantes para abordar os gêneros musicais historicamente, dando atenção especial às ideias de convenção e comunidade.


Como parte del afán retrospectivo acontecido al final de la pasada década, Billboard (s.f.) publicó una lista con lo que para este medio eran las “Hot rock songs” de los años diez. La lista, coronada por tres temas de Imagine Dragons, estuvo envuelta en la polémica, ya que los primeros puestos eran ocupados por canciones que para muchas personas no podían considerarse como rock, como “High Hopes” de Panic! At the Disco, “Ho Hey” de The Lumineers, diversos temas de Twenty One Pilots o de los ya mencionados Imagine Dragons. Esto llevó al influyente crítico musical y youtuber Anthony Fantano (2020) a determinar en uno de sus vídeos que Billboard no sabía lo que era el rock. Pero, ¿podemos afirmar de manera taxativa qué caracteriza al rock en la actualidad?

Por muy estable que parezca el acuerdo que hay alrededor de lo que define al rock, este es susceptible de transformarse, dando lugar a visiones contrapuestas que coexisten a lo largo del tiempo. Así, si uno compara lo que se entendía como rock a finales de los sesenta (cuando esta categoría se asienta) y lo que actualmente define a este género (incluyendo las apreciaciones de Billboard), nos damos cuenta de que se trata de una categoría cambiante y compleja.

Este no es un aspecto exclusivo del rock, ya que, como argumenta Chris Kemp (2004), muy pocos géneros de la segunda mitad del siglo XX existen en la misma manera en que fueron creados, por no decir ninguno. A esta problemática se le añade el hecho de que cuesta pensar en los géneros como sustancias precisas que van cambiando, siendo más adecuado entender que estos operan como intuiciones compartidas que son susceptibles de generar percepciones antagónicas en un mismo momento histórico.

Esto plantea una serie de interrogantes de cara a la investigación sobre el desarrollo temporal de los géneros musicales en las músicas populares urbanas. Desde su emergencia a finales de los setenta, los popular music studies han desarrollado diversos enfoques para entender los géneros musicales de raíz angloamericana. Pero la mayoría de ellos tiene un propósito más sincrónico que diacrónico (Iglesias 2021) y cuando ponen el punto de mira en los procesos históricos tienden a centrarse en las grandes rupturas y no tanto en la vida más mundana de los géneros, tal y como criticaba Negus (1999, 27) hace más de veinte años.

Que los géneros musicales no se hayan abordado en su dimensión histórica obedece a la naturaleza de las diferentes disciplinas que han dominado el estudio de las músicas populares urbanas. Así, el predominio de enfoques semióticos o sociológicos ha llevado en muchos casos a poner el énfasis en los modos de articulación de la música en un momento histórico y no tanto a abordar el proceso que lleva desde una articulación hacia otra. Esto no quiere decir que no haya autores preocupados por la naturaleza temporal y cambiante de los géneros musicales, siendo algunos de los casos más destacados los de Franco Fabbri, Fabian Holt, Jennifer C. Lena o David Brackett. En este artículo revisaremos las propuestas de estos y otros autores con el objetivo de comprender distintas estrategias que podemos llevar a cabo de cara al análisis de la dimensión temporal de los géneros musicales.

En este sentido, reconocemos plantearnos en claro diálogo con el estado de la cuestión sobre el concepto de género musical realizado por Juliana Guerrero (2012). En él se exponían los problemas que existen a la hora de conceptualizar qué es un género musical, qué lo diferencia de un estilo o si este se establece en base a reglas (atributos necesarios y contingentes) o prototipos. Estos aspectos de índole conceptual deben ser complementados por medio de un texto como el aquí presente, en el que se ponga a dialogar la construcción de los géneros musicales con su naturaleza histórica.

Por ello, conviene recalcar que el propósito de este texto no es, única y exclusivamente, el de realizar un estado de la cuestión, sino comprender los logros, carencias, puntos en común y disensiones de estos autores y el modo en el que señalan el camino a seguir para futuras investigaciones. Todo ello conscientes de que gran parte de las propuestas realizadas sobre géneros musicales han tendido a ser formuladas con el contexto europeo y/o angloamericano en mente y precisan de una comprensión flexible sobre lo que los caracteriza, capaz de reflejar el modo en el que tienden a ser entendidos en el día a día.

David Brackett (2016, 5) considera que, en comparación con el cine, en los estudios sobre músicas populares no se ha prestado la misma atención a los géneros y, a pesar de dispersos intentos, no se ha generado un debate sostenido y teóricamente informado sobre ciertas cuestiones compartidas. En esencia, este artículo lo que busca es establecer un terreno común (infinitamente plegado) sobre el que plantearnos qué queremos comprender cuando abordamos el desarrollo temporal de los géneros musicales y cómo podemos llevar esto a cabo.

Franco Fabbri y el carácter dinámico de las convenciones

El primer acercamiento sistemático al problema de los géneros musicales en las músicas populares urbanas fue realizado por el italiano Franco Fabbri, cuyos textos publicados en inglés a principios de los ochenta se han convertido en un rito de paso para la mayoría de investigadores que quieren empezar a estudiar este aspecto (Brackett 2012, 5). De ellos, lo que más se ha resaltado es su definición del género como “conjunto de eventos musicales (reales o posibles) cuyo desarrollo viene guiado por un conjunto de reglas aceptadas socialmente” y su pentapartición de dichas reglas en musicales, performativas, semióticas, económico-jurídicas y sociológico-ideológicas (Fabbri 1981, 52).

Aunque el énfasis de Fabbri en las reglas llevó a diversos autores a tildar sus teorías de estáticas, este considera que el desarrollo temporal de los géneros siempre ha sido uno de sus grandes intereses. Prueba de ello es el hecho de que en uno de sus primeros artículos dedica un espacio considerable a realizar una historia de la canzone d’autore (Fabbri 2012a, 21). Así, uno de los principales propósitos de sus teorías era criticar la tradición aristotélica y positivista que entiende los géneros como arquetipos que existen fuera del tiempo y la cultura, huyendo asimismo de las posiciones sociológicas que evitan la naturaleza artística (semiótica) de los mismos (Fabbri 1982, 136). Para llevar esto a cabo propone que la codificación de los géneros musicales depende del establecimiento de convenciones en el seno de una comunidad (Fabbri 2012b, 183).[1]

En esencia, Fabbri se inserta en una tradición de marcado corte semiótico, en la que se dejan entrever influencias de diversos autores italianos, como Gino Stefani, del que toma la noción de evento musical, y, en especial, Umberto Eco (Fabbri 2012a, 9-10). Así, en línea con la concepción del código de Eco, Fabbri entiende los géneros, en tanto que unidades de significado, como unidades culturales que se definen por su valor posicional dentro de un sistema.

En sus textos de principios de los ochenta considera que, ya que los géneros nacen dentro de un sistema musical ya estructurado, muchas de las reglas que los definen deben existir en otros géneros previos. Por ello, el establecimiento de una categoría genérica obedece a la necesidad de codificar las transgresiones previas. Así, cuando un evento musical se vuelve “exitoso” (genera unas expectativas), las innovaciones son usadas como modelo y se vuelven reglas. Esto le lleva a concluir que “la vida de los géneros tiene poco o nada que ver con un respeto teutón por las reglas y regulaciones, sino que es impulsada por relaciones entre varias leyes, transgresiones contra ellas y, sobre todo, ambigüedades” (Fabbri 1981, 60-62).

Con el cambio de siglo, las propuestas de Fabbri empiezan a reevaluar el papel asignado a las reglas en sus definiciones, a consecuencia de los desarrollos de la psicología cognitiva. Esto le aproxima a una teoría dual, en la que la definición de los géneros en base a atributos converge con una visión basada en prototipos.[2] Una síntesis de su postura se puede apreciar en su consideración de que el “nacimiento” de un género puede ser localizado en el establecimiento de convenciones dentro de una comunidad, en el “acto semiótico” de nombrar, así como en el reconocimiento de “parentescos de familia”, en la aceptación de prototipos. Estos procesos no surgen en el vacío, sino en una red de géneros existentes (Fabbri 2012b, 180).

Por ello, para estudiar el nacimiento de un género conviene examinar cualquier tipo de documento, con la ayuda de testigos directos, buscando las trazas más antiguas del nombre del género; después, investigar la comunidad del género y evaluar comportamientos recurrentes, normas, códigos y prototipos; y tercero, confrontar las cronologías de nombrado y otras convenciones y formular hipótesis sobre una posible prehistoria del género (Fabbri 2012b, 189).

Aunque apenas plantea hipótesis sobre cómo se produce el desarrollo posterior de los géneros musicales, sí que reflexiona sobre el hecho de que, mientras algunas veces la etiqueta genérica es un atajo para la comunicación, a veces los géneros pueden dar lugar a códigos estandarizados que no permiten margen para el desvío. Un ejemplo claro para Fabbri (1999) es el rock progresivo, que se tornó demasiado estricto en los setenta, haciendo inevitable el paso hacia el punk.

Fabbri (2012b, 187-188) plantea la posibilidad de que exista un género para el que no exista un nombre. Es más, para él, en muchos casos, algunas de las convenciones más relevantes que definen un género tienden a operar antes de que haya un acuerdo sobre su nombre, aunque este ayuda a hacer las convenciones más visibles y contribuye a crear otras.

La visión de Fabbri (2012a, 21) del desarrollo de los géneros está profundamente marcada por la idea de convención propuesta por el filósofo analítico David K. Lewis (1969). Este la define como un equilibrio de coordinación entre personas que se autoperpetúa con el paso del tiempo. Esto se ve muy claramente en el modo en el que, para Fabbri (1999), la emergencia del nombre de un género obedece al propósito de definir similitudes y recurrencias que los miembros de una comunidad consideran pertinentes para identificar eventos musicales.

El énfasis en las convenciones remite, inevitablemente, al aspecto regulativo. Esto le permitió eliminar de sus definiciones actuales de género musical la referencia a las reglas y las normas, ya que considera que, aunque las reglas actúan como principios regulatorios que pueden ayudar a definir géneros, ejecutan esa función dentro de géneros solo si lo hace relevante la convención (Fabbri 2012b, 188).

Para Fabbri, la convención es fundamental para entender cómo se asientan las etiquetas genéricas, sus prototipos y sus reglas asociadas. Esta proporciona una estabilidad y regularidad que ayuda a entender cómo se establecen los géneros y también permite comprender el modo en el que surgen nuevos géneros en base a la transgresión de las convenciones de géneros previos. Pero, al mismo tiempo, deja ciertas cuestiones sin resolver, en especial, el modo en el que los géneros, sin dar lugar a nuevas categorías, van transformándose una vez son establecidos. Un aspecto que, como veremos, ha sido tratado en mayor profundidad por los otros autores aquí reseñados.

Fabian Holt y las negociaciones de las culturas de género

Las ideas del musicólogo danés Fabian Holt (2007), autor del libro Genre in Popular Music, se insertan en la tradición etnomusicológica articulada en la Universidad de Chicago alrededor de la figura de Philip V. Bolhman. En ellas se puede ver un fuerte peso del particularismo antropológico a la hora de desechar las teorías maestras en pro de pequeñas teorías (small theories) con el trabajo de campo en mente.[3]

Holt (2007, 2-3) entiende el género musical como un concepto social que no está solo en la música, sino en las mentes y cuerpos de las personas que comparten ciertas convenciones y expectativas relacionadas con la música, los artistas y sus contextos. Estas son establecidas a través de actos de repetición ejecutados por un grupo de personas, lo que provoca que, en muchos casos, la formación de un género venga acompañada de la formación de nuevas colectividades sociales.

En este sentido, Holt (2007) se muestra próximo a la idea, defendida por Frith o Negus, de las culturas de género (genre cultures), entendiendo a los géneros de músicas populares como pequeñas culturas. Así, desde esta concepción (Negus 1999, 25), puede argumentarse que la amplia mayoría de la producción musical en cualquier momento implica músicos trabajando en mundos de género relativamente estables en los que la práctica creativa no consiste tanto en arrebatos repentinos de innovación como en la producción continua de familiaridad.

La concepción de los géneros como culturas le lleva a concebirlos como una constelación de estilos conectados por un sentido de tradición (Holt 2007, 18). Así, para él, se puede considerar que en Estados Unidos existe un acuerdo sobre la existencia de nueve grandes géneros: blues, jazz, country, rock, soul/R&B, salsa, heavy metal, dance y hip-hop.[4] Estos equivalen a lo que Todorov llama géneros históricos, en contraposición a los géneros teóricos o abstractos (música para piano…) o los géneros sociales (música de boda…) (Holt 2007, 13-14). A su vez, se pueden subdividir en una serie de subgéneros más acotados (folk rock, hard rock…), lo que daría lugar a tres niveles genéricos (género-subgénero-estilo), que no se deben entender como en una taxonomía o familia biológica, porque no están organizados así en la mente de la gente (Holt 2003, 83).

Las categorías musicales presentan una enorme complejidad porque se cimentan en el discurso vernáculo (que valora la resistencia/independencia a la autoridad), dependen de la tradición oral y son desestabilizados por modas cambiantes y la lógica del capitalismo tardío (Holt 2007, 12-13). Así, él mismo es consciente de que concibe como estilos categorías que otras personas podrían entender como géneros, como el techno. Del mismo modo, se muestra reticente a definir al mainstream como un género en sentido estricto, ya que la cultura generada alrededor de estos artistas es diferente, al orientarse a los medios de masas y la celebridad individual. También se opone a la posibilidad de entender el chill-out o la muzak como géneros, ya que, para él, la cultura de género implica asignarle significado y valor a la música (Holt 2007, 17-18).

Para hablar sobre la concepción temporal de los géneros musicales recurre a la semántica cognitiva de Lakoff y Johnson (1980), que le permite reflexionar sobre cómo tendemos a entender la dimensión diacrónica de las categorías en base a metáforas organicistas que hablan de que los géneros nacen, crecen, maduran, se ramifican o mueren. El investigador debe alejarse de estas porque, aunque tienen un gran poder de explicación, con frecuencia crean un falso sentido de unidad y terminan siendo reduccionistas (especialmente cuando se sentencia a muerte un género) (Holt 2007, 13-14).

Los nueve géneros de los que habla han evolucionado de manera diferente, pero han pasado por dos procesos básicos: han sido fundados (y codificados) en lo que llama colectividades centrales (center collectivities) y han cambiado a través de negociaciones posteriores con otras esferas culturales (Holt 2003, 83; Holt 2007, 20).

Resulta difícil establecer el momento en el que se crean los géneros, porque emergen de diferentes formaciones musicales existentes. Así, las primeras negociaciones llevan hacia la hegemonía de un único término al que se vinculan unas ideas compartidas sobre la música, sus valores, sus orígenes y su canon de artistas y textos. El acto de nombrar una música permite reconocer su existencia y distinguirla de otras músicas. Así, alrededor de un nombre se posibilitan ciertas formas de comunicación, control y especialización que se materializan en el establecimiento de mercados, cánones o discursos. Este proceso de nombrado siempre implica mecanismos de exclusión, por lo que con frecuencia suele ser resistido (Holt 2007, 3).

En la visión de Holt (2003, 86-89; 2007, 20-24) adquiere mucha importancia la idea de que los géneros se deben entender como un conjunto de códigos, valores y prácticas (musicales y sociales). Holt se abstiene de equiparar los códigos con reglas porque considera que daría lugar a una visión cerrada y unidireccional sobre la transmisión de los significados. Aun así, sí que afirma, en línea con Fabbri, que estos son arbitrarios y son sancionados por convenciones sociales. Del mismo modo, considera que las prácticas (entendidas, en línea con Bourdieu, como agencia estructurada) tienden a mantenerse mientras los códigos y valores cambian.

Los géneros dan lugar a una red, de naturaleza fluida, que permite diferentes grados de afiliación. En ella se establecen distintas colectividades, las más centrales corresponden a conglomerados de sujetos especializados (fans influyentes, críticos, artistas icónicos…), que son reconocidos como autoridades y expertos, distinguiéndose de los outsiders o el público general. Estas suelen vivir en ciudades, ya que es ahí donde se concentran los recursos, y tienen características distintas según el género. Así, por ejemplo, el rol de la crítica en las colectividades centrales del country ha sido mucho menor que en el jazz o el rock (Holt 2007, 20-21).

Una vez se establecen los géneros, sus fronteras siguen siendo negociadas entre las comunidades centrales y otras formaciones culturales más amplias, como los valores dominantes, los códigos o la tecnología de una sociedad (Holt 2003, 89). Las colectividades centrales raramente representan a grupos dominantes, por ello el surgimiento y desarrollo de los géneros suele estar marcado por la segregación racial o la marginación social. La relación de los géneros musicales con la industria discográfica, la prensa, la radio, la televisión o internet puede ayudar a su estandarización y popularización, aunque también contribuye a complicar las fronteras de los géneros ante las lógicas del capitalismo y su llegada a audiencias virtuales alejadas de las colectividades centrales (Holt 2003, 91-92; Holt 2007, 25-27).

En su libro aborda con detenimiento el impacto del rock en el desarrollo del country y el jazz. Bebiendo de las teorías poscoloniales propone un modelo tripartito en el que las transformaciones de los géneros se pueden entender como procesos de modernización que dan lugar a situaciones de disrupción, acercamiento y resistencia. No obstante, Holt (2007, 53 y ss.) se abstiene de establecer grandes teorías maestras, reconociendo que el lector es bienvenido a expandir y ajustar su modelo a otros contextos y estudios de casos.

Esta flexibilidad, que contrasta con la mayor rigidez de las categorizaciones de Fabbri, apunta a un aspecto fundamental, que se deriva del particularismo antropológico, y es que los géneros, en cuanto unidades culturales, deben entenderse siempre en su especificidad. Esto no significa que no podamos recurrir a ciertos sustentos metodológicos para abordarlos, sino que debemos reconocer que cada género musical tendrá sus propias particularidades. Esta actitud marcadamente relativista choca diametralmente, no solo con las teorías de Fabbri, sino con las de Jennifer C. Lena, que destaca por haber desarrollado una de las propuestas más exhaustivas sobre el desarrollo de los géneros en las músicas populares urbanas.

Jennifer C. Lena y las trayectorias de los géneros

Jennifer C. Lena, a diferencia del resto de autores reseñados, proviene de la sociología, más concretamente de la nueva sociología de la cultura norteamericana iniciada por autores como Richard A. Peterson, con el que la propia Lena publica (Lena y Peterson 2008).[5] Esta corriente, denominada perspectiva de la producción de la cultura (Negus 1999, 16-18), persigue analizar el modo en el que el contenido de la cultura es influido por los distintos entornos en los que se crea, distribuye, valora y consume (Noya, Del Val y Muntanyola 2015, 551). Así, frente al resto de autores, el propósito de Lena (2012, 4-6, 161) es mucho más ambicioso, ya que pretende establecer un modelo objetivamente verificable para comprender a las comunidades musicales que se pueda aplicar a un amplio grupo de fenómenos.

Lena (2012) distingue en su teoría entre género y estilo, considerando que este último remite únicamente a los rasgos musicales mientras que el primero alude al modo en el que estos son articulados por una comunidad. Así, en línea con los estudios de Steve Neale sobre el cine, define los géneros como “sistemas de orientaciones, expectativas y convenciones que vinculan a industria, ejecutantes, críticos y fans en la realización de lo que ellos identifican como un tipo distintivo de música” (2012, 6).

En este sentido, se aleja de las grandes culturas de género de las que habla Holt en pro de categorías más acotadas, las cuales ella misma considera como sociológicas (análogas a los mundos del arte de Becker), frente a la naturaleza musicológica de los estilos. No obstante, de manera similar a Holt (2007, 17-18), para Lena (2012, 6, 20-21) determinadas categorías comerciales, como easy listening o world music, no pueden considerarse géneros, al igual que ocurre con el Tin Pan Alley, la música de Broadway o el pop. En referencia a este último considera que todos los géneros musicales se pueden transformar en música pop; de hecho, las listas de lo más vendido son una mezcla de pop “puro” (una sucesión de éxitos marginalmente diferentes) y canciones derivadas de los géneros populares en un momento dado. Por ello es mejor entender al pop como una lista, una forma de hacer negocio o un segmento demográfico.

A lo largo de sus investigaciones analiza la trayectoria de sesenta géneros musicales estadounidenses que dependen de la economía de mercado (y no de subvenciones o el gobierno). En base a ellos determina la existencia de cuatro dimensiones (fases) que pueden atravesar los géneros en función de la comunidad que las articula: vanguardista, basada en una escena, basada en la industria y tradicionalista (Lena 2012, 7-8). Cada una de estas fases viene aparejada a una forma diferente de concebir los once aspectos que para ella definen a los géneros (Tabla 1).

Tabla 1. Las cuatro dimensiones de los géneros comerciales según Lena (2012, 9).

No es necesario que los géneros atraviesen estas cuatro fases, ni tampoco existe un único orden en el que puedan atravesarlas. Aun así, Lena (2012, 10) deriva su modelo de la trayectoria que considera más común (VEIT). En ella el género empieza en una fase vanguardista o experimental en la que depende de las exploraciones de un conjunto pequeño de músicos. Tras esto, empieza a depender de una escena (local, translocal o virtual), lo que implica que se consoliden ciertos rasgos musicales y prácticas sociales. Después, obtiene un éxito económico que le permite depender de la industria musical (ya sea por medio de majors o indies), lo que hace que se estandaricen sus prácticas musicales y llegue a un público diferente al de la escena. Una vez pasado el éxito económico y la popularidad masiva, este se orienta hacia una fase tradicionalista en la que un grupo de personas intenta recuperar la escena construida alrededor del género antes de popularizarse. En el punto de quiebre hacia un género tradicionalista coexisten dos actitudes, aquella que busca preservar la música tal y como era ejecutada previamente y la que busca continuar el desarrollo estético de ese periodo, que en muchos casos forma un nuevo género vanguardista.

Esta trayectoria caracteriza a 51 de los géneros que analiza, de los cuales 16 atraviesan las cuatro fases (VEIT);[6] 9 atraviesan todas las fases salvo la tradicionalista (VEI);[7] 6 no pasan por una fase basada en la industria (VET);[8] 11 no pasan más allá de la fase basada en la escena (VE);[9] 8 empiezan directamente en una escena (EI/EIT);[10] y un último, Laurel Canyon, tiene la particularidad de no haber ido más allá de la fase vanguardista (Lena 2012, 68).

La otra gran trayectoria sería la de los géneros surgidos en la industria. La mayoría de ellos viene de discográficas independientes o es fruto del sistema abierto que las majors han ido adoptando desde los setenta, en el que se descentraliza la producción para que las actividades creativas sean desarrolladas por divisiones semiautónomas, consagradas a géneros específicos (Lena 2012, 77-78).[11]

Que todas las comunidades adopten estas fases puede deberse a la presión isomórfica del ambiente, que animaría a cada organización a parecerse a otras que se enfrentan al mismo conjunto de condiciones. También puede tener una clara influencia el hecho de que los estilos rivalicen entre sí por la audiencia o que las historias sobre géneros o artistas previos influyan en la toma de decisiones, ya sea por mimetismo o rechazo (Lena 2012, 59).[12]

Para explicar por qué no todos los estilos pasan por todas las dimensiones postula la existencia de tres grandes impedimentos:

  • La absorción de artistas en otros estilos y estilos en corrientes. Así, por ejemplo, el grunge fue adoptado por el rock mainstream, impidiendo, por el momento, el surgimiento de una fase tradicionalista.
  • Varias formas de resistencia a la expansión, tanto obsolescencia programada (como ocurre en la música dance) como la incompatibilidad del ideal del género con la maquinaria promocional de la industria discográfica estadounidense (como ocurre con el death metal).
  • Exclusión racista (Lena 2012, 86 y ss.).

Jennifer C. Lena, consciente de que su modelo puede ser revisado, considera que la legitimación artística del jazz puede funcionar como un quinto tipo de género. Este género artístico podría verse como el segundo momento de legitimación en la vida de la comunidad musical tras el paso de la oscuridad al oficio (craft) que ocurre cuando se pasa a un género basado en una escena. En esta legitimación tienen un gran peso los críticos, editores y académicos, que enfatizan la complejidad musical, la tradición o la resonancia emocional, volviéndolo análogo a otras formas de arte serio (Lena 2012, 113-115).

Fuera de Estados Unidos no es difícil encontrar estilos que atraviesen las diferentes fases establecidas por Lena.[13] No obstante, para la socióloga estadounidense, existe una configuración de los géneros que no se ve en dicho país: el género propuesto por el gobierno. Este debe su existencia a los intereses cambiantes de actores políticos, ya sean Estados o grupos antiestatales, por lo que no se rige por trayectorias propiamente dichas (Tabla 2). Jennifer C. Lena (2012, 116-118, 142) extrae sus teorías de cuatro géneros, dos estatales (Nueva Canción Chilena y rock chino) y dos antiestatales (afrobeat y turbo-folk), por lo que insta a otros investigadores a que completen sus investigaciones.[14]

Tabla 2. Atributos de los géneros propuestos por el gobierno según Lena (2012, 119).

Las teorías de Lena tienen la gran virtud de utilizar nociones como escena musical o industria, ampliamente asentadas en el discurso académico, para abordar el desarrollo de los géneros musicales. Del mismo modo, el entender que los géneros no tienen por qué pasar por todas las fases ni deben consignarse a un orden específico le aporta cierta flexibilidad a sus propuestas. No obstante, su énfasis en la creación de un modelo científicamente demostrable y casi predictivo, termina condicionando una causalidad estructural que resulta problemática (Krogh 2019), especialmente si se confronta con las propuestas posestructuralistas desarrolladas por autores como David Brackett.

David Brackett y el carácter iterativo de géneros e identidades

El musicólogo canadiense David Brackett (2002, 66) se puede situar en una síntesis particular entre el análisis musical y los estudios culturales. Partiendo desde una teoría de marcado corte postestructuralista, su principal interés es el modo en el que los géneros en Estados Unidos han terminado asociados a determinados grupos de personas. Así, en su libro Categorizing Sound explora la manera en la que en el siglo XX se desarrollaron las categorías del mercado discográfico para aludir a la música negra (race records, R&B, soul, urban…), la música de los blancos del Sur (hillbilly, country…) y la música del sujeto hegemónico blanco, del Norte y de clase acomodada (pop) (Brackett 2016).

Brackett (2016, 7) se muestra crítico con la tendencia de la musicología a hacer agrupaciones retroactivas basadas en lo que se conoce o asume que son los contenidos de un género. A él lo que le interesa es ver cómo una categoría emerge durante un periodo de tiempo y las comprensiones conflictivas que compiten mientras el género se establece.

Para ello busca concitar nociones presentistas e historicistas sobre los géneros, recurriendo a un enfoque genealógico, en el sentido que Michel Foucault (1971), en base a Nietzsche, le da al término.[15] Esto implica atender a los accidentes históricos y trivialidades olvidadas de un periodo, cuestionando los aspectos autoevidentes de un género, que se releen en términos de luchas por el poder cultural (Brackett 2016, 5-6, 31).

Así, para Brackett, estos se pueden concebir como ensamblajes, siguiendo la definición de este concepto realizada por Manuel DeLanda (2006): totalidades caracterizadas por relaciones de exterioridad. Esta exterioridad implica una cierta autonomía, que hace que lo que caracteriza a un género en un momento dado pueda participar en otros géneros al mismo tiempo, en el pasado o en el futuro (Brackett 2016, 10). Así, por ejemplo, lo que en el rock’n’roll de los cincuenta era rebeldía y hedonismo, en el country de los ochenta se entendía como pura nostalgia (Brackett 2002, 67).

Para contrarrestar la visión excesivamente unitaria y estática que se tiende a proyectar sobre los géneros, Brackett propone que estos se deben entender a partir de la idea de iteración o citabilidad de Derrida (1998). Con ella se alude al modo en el que el discurso se compone en base a citas que jamás son idénticas. Este concepto le permite resolver algunas de las contradicciones sobre cómo funcionan los géneros, en especial su inestabilidad en el tiempo y las diferentes interpretaciones que (co)existen sobre ellos:

Los géneros musicales operan bajo el principio de citabilidad o iteración general. Refieren a convenciones genéricas que son constantemente modificadas por cada nuevo texto que participa en el género. Un marco penetrante de citabilidad […] implica que los textos refieren a un modelo que están llevando a la existencia. El intento de establecer un ejemplo prototípico de un género que funciona como punto de origen entonces aparece como un acto de aplazamiento constante. Cuando un texto o grupo de textos es retrospectivamente figurado como el origen de un género, está siendo figurado en la base de su cita como el origen en el presente. La legibilidad continuada de un género solo es posible, no obstante, en la medida en la que las convenciones son citadas […]. Las convenciones de un género pueden continuar siendo citadas incluso si sus contextos genéricos cambian, llevando a un reetiquetado del mismo género, un proceso sin lugar ni agencia (Brackett 2016, 13).

La propuesta de Brackett es, ante todo, una teoría sobre la relación entre los géneros musicales y las identidades. Así, en base a Georgina Born, propone alejarse de los modelos homológicos para entender la construcción de la identidad como un proceso de naturaleza iterativa. Esto hace que la identificación se vuelva inestable, performativa y fantasmática, ya que el sujeto incesantemente reescenifica (como en una fantasía) la asunción de una identidad. Así, si lo iterativo remite al modo en el que una identificación se percibe y expresa públicamente, lo fantasmático alude al proceso interior de modificación continua.

El hecho de que los géneros y las identidades carezcan de fijeza y estabilidad hace que la reclasificación perpetua de los textos musicales sea inevitable. Como los géneros de música popular son, con frecuencia, leídos en términos de la gente con la que están asociados, estas reclasificaciones ofrecen momentos particularmente reveladores para estudiar los procesos de articulación que enlazan categorías de música y gente (Brackett 2016, 24-26).

En estos procesos de ensamblaje iterativos Brackett diferencia entre las categorías de la industria musical y los géneros que manejan los críticos y fans, aunque considera que ambos mundos están interconectados y un cambio en una esfera del discurso tendrá sus ramificaciones en la otra. Así, si las etiquetas que se utilizan para agrupar declaraciones musicales no son ampliamente legibles, no ganan circulación. Este proceso no tiene un agente único o punto de origen, ya que ni la industria ni el público pueden establecer sus propias categorías libremente (Brackett 2016, 29-32).

Las ideas de Brackett se pueden encuadrar en una línea de pensamiento que empieza a ganar peso a lo largo de la pasada década (Drott 2013; Born 2015; Johnson 2018; Krogh 2019) y que problematiza muchas de las nociones de autores previos, como Fabbri (1981), Frith (1996), Holt (2007), Lena (2012) o Negus (1999). Bajo ella, se entiende a los géneros no tanto como un conjunto de atributos sino más bien como un proceso performativo en constante (trans)formación. En consecuencia, las visiones más cerradas y esencialistas sobre los límites y naturaleza de los géneros son cuestionadas en pro de una perspectiva más rizomática y compleja. Esto no significa que no existan ciertos puntos de contacto entre todas estas teorías. Y es en base a estos nexos que este artículo se propone tender un puente entre las diferentes formas de entender el desarrollo de los géneros musicales que hemos reseñado.

Propuestas para la comprensión del desarrollo de los géneros musicales

Una vez revisadas las teorías de estos cuatro autores se aprecia que las diferencias entre ellas son profundamente marcadas. El modo en el que Brackett o Fabbri entienden que los géneros pueden operar en múltiples escalas de categorización contrasta con las culturas de género de las que habla Holt o los estilos que las comunidades articulan como géneros de Lena. Esta disparidad es explicada por David Beer (2013), que considera que los trabajos sobre músicas populares suelen adscribirse a dos escalas diferentes de imaginación clasificatoria. Por un lado, trabajos como el de Negus o Lena, que hablan de fronteras estructurales, hechas desde arriba hacia abajo, que son difíciles de redibujar; y por el otro, visiones menos estructurales, con frecuencia postmodernas o postestructuralistas. Ambas corren el riesgo de no ser capaces de reflejar la realidad más mundana de los géneros, por lo que se debe ponerlas a dialogar.

Así, conviene atender a los atributos compartidos por las cuatro propuestas reseñadas. El fundamental es que los géneros son categorías musicales que no solo aluden a la música. Esto los diferencia de los estilos, que sí pueden tener una naturaleza individual (es más, podría argumentarse que los géneros son un ensamblaje, no solo de estilos musicales, sino visuales, líricos, coreográficos…). Esto nos lleva al segundo aspecto clave de las cuatro propuestas: los géneros dependen de grupos de personas. Sean las redes de las que habla Holt o las comunidades de las que hablan Fabbri y Lena, el género siempre es una categoría sociomusical. Remite tanto a unas características musicales como a unas prácticas e identidades que se relacionan con ellas.

Los géneros obedecen a procesos históricos empíricos, por lo que no tiene sentido entenderlos como abstracciones lógicas (Cohen 1986, 207). Por ello, de cara a cualquier teoría sobre lo que caracteriza a un género musical, es necesario que el investigador se aleje de posiciones apriorísticas y prescriptivas que llevan a establecer categorías unívocas e inamovibles. Esto no significa renunciar a la posibilidad de grandes abstracciones como las culturas de género de Holt o las trayectorias de Lena, sino ser capaces de estar abiertos a la posibilidad de que a) cualquier evento musical pueda participar en varios géneros en distintos grados, b) un evento musical pueda ser categorizado de maneras radicalmente distintas en función de quién lo define y c) que cualquier agrupación de eventos musicales en cualquier momento pueda ser tratada como un género musical, incluyendo el pop, la world music o la new age.[16]

El primer paso hacia esta concepción maleable se encuentra en la reformulación del modo en el que aplicamos las teorías de la psicología cognitiva al estudio de los géneros musicales. Las aproximaciones de la teoría clásica y aquella basada en prototipos tienden a ser poco flexibles a la hora de comprender cómo las categorías cambian con el paso del tiempo. Por ello ha surgido un tercer acercamiento, conocido como teoría del ejemplar (Nosofsky 2011). Este, aplicado a la música, implicaría que cuando categorizamos un evento musical como parte de un género no estamos confrontándolo con unas reglas precisas o unos prototipos concretos, sino con todos los ejemplares que para nosotros pertenecen a dicho género. Así, los nuevos ejemplares que incorporamos modificarán la manera en la que entendemos un género, en un proceso siempre cambiante y no muy alejado de las ideas sobre la iteración a las que recurre Brackett. Esto nos permitiría entender de manera más clara el modo por el cual la inclusión de figuras como Bad Bunny en el reggeatón afecta a la percepción global del mismo o la manera en la que, aunque dispares, las exploraciones de Niño de Elche, Rosalía o Rocío Márquez contribuyen a reconfigurar el modo en el que se entiende en la actualidad el flamenco.

Dicho modelo también presenta sus limitaciones, por lo que debemos ser cautos y reconocer la coexistencia de teorías basadas en reglas, prototipos y ejemplares dentro de un contexto más amplio. En este, los géneros no solo se definen por la similitud de los eventos musicales, sino por las teorías que las personas tienen sobre el modo en el que el mundo funciona, ya sean modelos cognitivos, metáforas, schemata o marcos conceptuales (Ross y Spalding 1994, 119-148). Esta idea no se encuentra muy alejada de la visión de Manuel DeLanda (2006, 22-25) sobre los ensamblajes sociales, ya que estos no solo implican interacciones entre diferentes elementos (humanos y no humanos), sino razones y motivos. Así, debemos romper con la visión que tiende a reificar los géneros musicales, entendiéndolos siempre en base a las maneras de concebir el mundo de las que participan.

El establecimiento del nombre de un género musical no es una inocente solución al problema de la categorización (Haddon 2018, 173); estos, en cuanto maneras de poner la música en discurso, tienen un propósito instrumental y contribuyen a dar forma al mundo (Frow 2006). Ya sea como horizontes de expectativas o modelos para los músicos, cuando debatimos sobre géneros musicales se disputa el deseo de repetir una primera experiencia de placer incluyendo dentro de una categoría aquellas manifestaciones que se diferencian menos de ella (Toynbee 2000, 106). Por ello, la etiqueta es una fuente tan poderosa de disputas, ya que alude a una forma de entender la realidad que no necesariamente todo el mundo tiene que compartir.

Para entender el desarrollo de los géneros musicales no solo hay que comprender el modo en el que las personas clasifican, sino las motivaciones que se esconden detrás de ello. Como expresa Fornäs (1995, 121), la definición de los géneros musicales se inserta en luchas por el poder cultural en las que diferentes agentes movilizan reglas y cánones articulados por medio de genealogías que se enfrentan entre sí. Ninguna de estas genealogías es más válida que otras, sino que todas ellas coexisten alimentando visiones divergentes sobre los géneros musicales. Por tanto, el objetivo del investigador no debería ser concluir si el padre del jazz es Jelly Roll Morton o Louis Armstrong, sino comprender qué lógicas de clasificación operan detrás de estas dos concepciones y en qué momento histórico emergen (Iglesias 2021).

En este proceso adquiere mucha importancia tener siempre presente que los géneros se insertan en un sistema de géneros musicales más amplios, lo que provoca que la definición de estos se plantee tanto por medio de una afirmación de lo que son como una negación de aquello que no son (Brackett 2016, 7-8). Así, que exista un matiz que diferencia al death metal progresivo del death metal técnico, o al cuplé de la copla, obedece a motivaciones muy precisas dentro de una comunidad, que busca codificar determinadas convenciones de acuerdo con lo que interpreta como una identidad compartida.

Dado que los géneros no obedecen a una mera necesidad individual de categorización, se hace necesario entender el modo en el que estos ayudan a articular las convenciones dentro de una comunidad. Para ello conviene realizar una discusión más pormenorizada sobre el modo en el que las convenciones se deben entender de cara al estudio de los géneros musicales.

Aunque todos los autores reseñados consideran que los géneros se definen en base a convenciones, no hay un acuerdo sobre el modo en el que estas operan. Así, podríamos hablar de que hay convenciones que regulan los códigos, prácticas y valores como hace Holt (2007), aunque también podríamos optar por un acercamiento más desglosado, como el de Lena (2012). Es cierto que, inevitablemente, tenderemos a una aproximación interdisciplinar, ya que los géneros no pueden ser entendidos única y exclusivamente en términos sonoros. Así, por ejemplo, resultaría difícil comprender el tango sin aludir al baile, sus valores arrabaleros, las vinculaciones con la sensualidad o su paso, a lo largo de un siglo, desde los cafés a las escuelas de baile o los festivales de jazz.

Las convenciones están presentes en todos y cada uno de los procesos que llevan hacia la producción de cualquier tipo de música. Tal y como Howard Becker (1982, 28-35) argumenta en base a Lewis, las convenciones se encuentran en el centro de todos los mundos del arte. Dada la complejidad que implica producir cualquier manifestación artística, hay muy pocas cuestiones que se establezcan desde cero. Por ello se recurre a innumerables convenciones que abarcan cosas tan diversas como el sistema de afinación, la disposición de los músicos en un concierto, la duración de las canciones, el tipo de drogas consumidas o el contenido de las portadas.

Cada género se asocia a un tipo de convenciones determinadas (entre ellas, el modo en el que la música se nombra) que, a su vez, provienen de la ruptura de convenciones previas y la iteración de convenciones ya existentes (Todorov 1976, 160). Para Becker (1982), esta ruptura de convenciones previas puede reducir la circulación de la obra de los artistas, como cuando los grupos de rock progresivo rompen con las convenciones existentes sobre la estructura y duración de las canciones de rock o, siguiendo uno de los ejemplos manejados por Lena (2012, 92), los grupos de death metal rompen con las convenciones que permiten entrar a formar parte de la industria musical estadounidense.

Las convenciones siempre son cambiantes, aunque solo sea porque es imposible repetir dos veces la misma acción y los materiales o los entornos no son exactamente los mismos (Becker 1982, 301). Los cambios en las convenciones pueden ser tan pequeños que solo las personas más especializadas reparen en ellos o tan obvios que nadie pueda ignorarlos. Por ello, estudiar el desarrollo de un género no es solo establecer el momento en el que este emerge a consecuencia de la ruptura de convenciones previas, sino atender al modo en el que todas sus convenciones van siendo reformuladas en el mero acto de existir.

Las convenciones pueden provenir de la cultura (como los roles de género o ciertos valores) o bien ser exclusivas de un género o conjunto de ellos, materializándose en muchos casos en un equipamiento permanente (los instrumentos de una banda de rock, el set del DJ, los locales de ensayo, las salas de conciertos, las discotecas…) y una forma de utilizarlo (Becker 1982, 40-67). En este sentido, las convenciones que más se mantienen tienden a ser las menos relevantes para definir los géneros (afinación, disposición de los músicos frente al público…); pero en el momento en el que una convención importante (o conjunto de ellas) se altera, nos encontramos ante lo que a posteriori se puede conceptualizar como un cambio de paradigma (o, como lo define Jennifer C. Lena, un género germinal).

La idea de convención propuesta por David K. Lewis está fuertemente relacionada con la teoría de juegos, al asumir que estas responden a un problema de coordinación entre agentes racionales que buscan maximizar su propio beneficio. Esta idea ha sido fuertemente criticada por Margaret Gilbert (1989, 318 y ss.), quien considera que las convenciones siempre tienen un aspecto normativo e involucran a una colectividad. Según esta visión, las convenciones implican la aceptación tácita de un principio conjunto, lo que provoca que los individuos se piensen a sí mismos como un sujeto plural.

De este modo, y en línea con Max Weber, los individuos no siguen las convenciones libremente, sino que las cumplen como una obligación o modelo a seguir. Así, al contrario de lo que ocurre con las costumbres, la trasgresión de la convención es penalizada por el grupo de referencia (estamento) del propio individuo en términos de aprobación y desaprobación. Esto, a su vez, la diferencia del derecho, al no existir un cuadro de personas especializado que se dedica a velar por su cumplimiento (Miller Moya 2008).

Al tener un carácter regulativo y normativo las convenciones son susceptibles de resistencias de múltiple tipo. Algunas de ellas pueden llevar al surgimiento de otros géneros o a una modificación sustancial de los rasgos de un género, incluyendo la forma en la que este se nombra. Las disputas terminológicas son especialmente relevantes, dado el poder del discurso para dar forma a la realidad. En la actualidad podemos encontrar buenos ejemplos de esto en las polémicas que la población afrodescendiente tiene con categorías como R&B o música urbana, ya que considera que bajo estos términos se contribuye a marginar sus propuestas del resto de músicas bajo ideas racistas.

Para comprender el modo en el que las convenciones se articulan a lo largo del tiempo podemos, más allá de reconocer su naturaleza iterativa y cambiante, entenderlas como una regularidad en el comportamiento que se rige por un principio normativo. Así, estas emergen en el momento en el que se regulariza un comportamiento, se establecen cuando se puede identificar el principio que guía la acción, se vuelven difusas si no están claras ni la regularidad ni el principio y entran en decadencia cuando el principio está bien definido, pero en la práctica está en proceso de transformación (Miller Moya 2009, 39-40).

Conviene tener en cuenta que, entender los géneros musicales única y exclusivamente como convenciones puede ser problemático. Así, aunque la convención permite explicar el momento de quiebre en el que una costumbre se torna prototípica y se regulariza, también es preciso considerar que existen otros procesos en juego. Sin duda, en lo que atañe al desarrollo de las manifestaciones de corte estético, no debemos pasar por alto el peso de la moda, que es efímera e inestable por definición.

Siguiendo a Lipovetsky (1990), podemos definir la moda en base a su carácter efímero, su poder de seducción y su establecimiento de diferencias marginales. En este sentido, se puede considerar a la moda el reverso individualista y hedonista de la convención, ya que mientras una busca el establecimiento de una regularidad dentro de un grupo social, la otra busca la afirmación del individuo dentro del colectivo.

En el caso de la música, la moda se podría asociar a la idea del mainstream, cuyo poder de seducción irradia a géneros muy dispares. Hay infinidad de ejemplos de esto, desde las influencias de la música disco adoptadas en “I Was Made for Lovin’ You” de Kiss al uso del autotune en la producción del country actual o las bases del k-pop influidas por el dubstep primero y por el trap después. La relación que los géneros establecen con el mainstream y las modas es fácil de entender bajo las ideas sobre la modernización de las que habla Holt, ya que, ante las innovaciones, las comunidades que articulan los géneros musicales pueden sufrir una ruptura radical, oponerse frontalmente o asimilar ciertos códigos, prácticas y valores. Dado que la moda lo irradia todo en las sociedades actuales, quizás deberíamos dejar de pensar en el mainstream como sinónimo de música pop y hablar incluso de mainstreams que afectan al desarrollo de diferentes géneros o culturas de género.

Las modas y convenciones que dominan el desarrollo de los géneros son un perfecto punto para la convergencia de las humanidades y las ciencias sociales. Bajo esta concepción sociomusical conviene mirar atentamente a las comunidades que contribuyen a establecer los géneros, ya que en sus interacciones se encuentra la clave para comprender el desarrollo de estos a través del tiempo (Shelemay 2011). Así, como expresa Susan McClary (1991, 27), los géneros y las convenciones cristalizan porque son abrazados como naturales por una cierta comunidad al definir los límites de lo que cuenta como comportamiento musical adecuado.

Siguiendo a Shelemay (2011, 358-365), las comunidades musicales se pueden entender como una entidad social, fruto de la combinación de procesos sociales y musicales, que hace que aquellos que participan en la realización o escucha de la música sean conscientes de una conexión entre ellos. Aunque tradicionalmente las comunidades se entendían como algo cerrado y ligado a un lugar físico, a partir de los trabajos de Benedict Anderson (1983) o Anthony P. Cohen (2001) se empieza a asumir que estas siempre son imaginadas y construidas simbólicamente.

En el momento en el que las convenciones implican reconocerse como parte de un sujeto plural estamos generando cierta sensación de comunidad. Conforme las convenciones se modifican, nuestras ideas sobre lo que implica dicha comunidad cambian. Esto hace que la configuración del sujeto plural vaya modificándose, reimaginándose. En este sentido, podríamos decir que están siempre construyéndose, en constante iteración. Y, del mismo modo que el investigador no debe imponer una visión unívoca sobre los géneros, debe entender a las comunidades que los sustentan no buscando establecer unos límites, sino comprendiendo el modo en el que ellas mismas, en cuanto ensamblajes, negocian sus límites e identidades.

Para Lena, en función del tipo de comunidad que sustenta a un género habrá más rigidez en la manera en la que se entienden sus convenciones. La industria y, en especial, las comunidades tradicionalistas tienen una visión mucho más cerrada sobre lo que define a un género que las escenas. De ahí la enorme fricción que, según Holt, existe entre las colectividades centrales y los mecanismos de difusión masiva de la industria.

En las teorías de Brackett, Holt y Lena se parte de la premisa de que existe una diferencia marcada entre la forma de entender los géneros musicales de la industria y la del resto de las comunidades (incluyendo a fans, críticos o músicos). Aun así, conviene matizar que los límites entre lo que es industria y lo que no lo es son una construcción discursiva artificial que en muchos casos se utiliza para diferenciar lo que se considera auténtico e inauténtico dentro de un género.

Por ello, aunque asumamos, con propósitos analíticos, la tetrapartición de comunidades que hace Lena, debemos aceptar que las relaciones entre estas son constantes y sus límites móviles y difíciles de precisar. ¿Dónde encajarían las figuras “vanguardistas” en el desarrollo de géneros ya consolidados, como ocurre con Ástor Piazzola en el tango o Paco de Lucía en el flamenco? ¿En qué lugar quedan las innovaciones realizadas al raï argelino por Cheb Khaled desde la industria? ¿Cómo encaja la actual relectura feminista y queer de la copla dentro de la fase tradicionalista en la que supuestamente se encuentra el género? ¿Hasta qué punto las compañías que sustentan ciertos géneros autodenominados alternativos o independientes tienen autonomía con respecto a las escenas de las que surgen? ¿Dónde está el límite entre un género subvencionado (artístico, folclórico o de otro tipo) y uno promovido por el gobierno?

Para poder responder a estas y otras preguntas hace falta una visión flexible sobre las comunidades que articulan los géneros musicales, que sea consciente de que dentro de ellas hay múltiples fricciones sobre sus límites y características. Las muestras más palpables de ello se encuentran a la hora de sancionar cuáles son las colectividades centrales de un género. Un caso claro es el del flamenco, donde, más allá del debate sobre lo gitano y lo andaluz, es común hablar de un triángulo de ciudades alrededor del cual nació el género, pero no existe un acuerdo claro sobre él, más allá de su localización en Andalucía Occidental.[17] Así, al igual que las reglas, cánones y genealogías se enfrentan entre sí de acuerdo con unos objetivos precisos, el investigador debe atender al modo en el que estas formas de entender las comunidades emergen en relación con otras comunidades, se enfrentan entre sí y se van imponiendo ciertas concepciones, ya sea de manera hegemónica o no.

Igual que no podemos entender los géneros únicamente en términos de convenciones, tampoco podemos entenderlos únicamente en términos de comunidades. Así, en la actualidad, diversos autores vienen reflexionando sobre el papel que los agentes no humanos tienen en la música. Dentro de estos acercamientos destacan los trabajos sobre los ofrecimientos o prestaciones (affordances) de la tecnología (Zagorski-Thomas 2014, Brøvig-Hanssen y Danielsen 2016) o las teorías sobre la mediación, en especial la teoría del actor-red (u ontología del actante-rizoma) (Piekut 2014, Born y Barry 2018).

Siguiendo esta última línea, conviene destacar los trabajos de Georgina Born (2015, 367-369) sobre el tiempo musical. En ellos busca retomar, por medio de Alfred Gell, el modelo de conciencia interna del tiempo de Husserl, en el que el pasado y el futuro están continuamente alterándose conforme son aprehendidos desde un presente cambiante. En este modelo adquieren importancia dos nociones: las retenciones (recuerdos o trazas del pasado) y las protenciones (proyecciones o anticipaciones).

Para Born, estas retenciones y protenciones alimentan cuatro temporalidades inmanentes al proceso musical, irreductibles entre sí. La primera sería el despliegue temporal del sonido musical, equivalente al tiempo narrativo o diegético en otras artes. La segunda es  producida por las dinámicas de retención y protención proferidas por el objeto musical, que virtualizan constelaciones que pueden unirse en un género. La tercera alude al modo en el que los propios géneros funcionan como objetos distribuidos en el tiempo que proyectan sus propias temporalidades. Para ilustrar el modo en el que distintos géneros generan distintas temporalidades, Born toma la comparación que Will Straw hace entre la tendencia hacia un canon del rock alternativo y la búsqueda constante de novedades de la música dance, que revelan diferentes formas de entender las retenciones y protenciones según el género musical. Mientras las primeras tres temporalidades son específicamente musicales, la cuarta alude a ontologías temporales humanas, es decir, formas de vivir y concebir el tiempo. Entre ellas sitúa ideas tales como clasicismo, tradición, modernismo o vanguardia, que actúan como categorías de totalización histórica (Born 2015, 372-375).

Desde la perspectiva posthumanista implícita en la teoría del actor-red, los géneros se deberían entender como ensamblajes de temporalidades. Algunas de estas contribuyen a darles forma mientras que otras son animadas por ellos mismos. Lo que bajo este prisma se insta es a comprender que los géneros musicales no solo son construidos por las comunidades, sino que también contribuyen a conformarlas. Y en este proceso entran en diálogo diversas formas de entender el tiempo que se necesitan entre sí.[18]

Consideraciones finales

En este texto se ha hecho una revisión de las principales propuestas realizadas en los estudios sobre músicas populares urbanas para la comprensión del desarrollo temporal de los géneros musicales. A pesar de sus marcadas diferencias, todas apuntan a una serie de aspectos en los que debemos profundizar de cara a realizar cualquier teoría sobre el devenir de los géneros. Esto nos ha llevado a revisar algunos conceptos claves tales como la idea de convención o de comunidad, mostrando las posibilidades que ofrecen y el modo en el que pueden ser complementados con conceptos y enfoques apenas trabajados por los autores reseñados (como la moda o la teoría del actor-red).

Los géneros se encuentran en constante transformación fruto del carácter siempre cambiante de las comunidades que (los) generan y los intereses conflictivos que emergen a la hora de poner en discurso la música. Así, para analizar un género musical debemos comprender el modo en el que sus atributos, ejemplares y prototipos (y los valores, códigos y prácticas que se derivan de ellos) se van configurando por medio de una genealogía que sea capaz de reflejar las diferentes visiones sobre un género que emergen a lo largo del tiempo.

El cambio en los géneros es inevitable, pero en función de nuestros objetivos buscaremos abordarlo desde un punto de vista más rutinario o con las grandes rupturas en mente. Estas microhistorias y macrohistorias se necesitan mutuamente para así poder reflejar la manera en la que interactúan las distintas temporalidades del proceso musical y así evitar proyectar visiones esencialistas sobre los géneros, sus convenciones y sus comunidades.

Si queremos comprender el desarrollo de los géneros musicales en las músicas populares debemos adoptar una visión flexible que sea capaz de reflejar su carácter maleable. De ahí que en este artículo no se haya establecido ninguna teoría maestra con la que poder historiar todos los géneros musicales en cualquier contexto posible. Más bien, lo que se ha hecho es reflexionar sobre el camino andado hasta el momento por diversos investigadores y algunas de las direcciones a las que apuntan sus propuestas.

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Notas

[1] Estas comunidades pueden ir desde unas pocas personas a una comunidad imaginada en el sentido de Benedict Anderson (1983), siendo posible que haya claros solapamientos entre las comunidades que articulan diferentes géneros.

[2] El debate sobre la pertinencia de definir los géneros musicales en base a una teoría dual ha sido reseñado por Juliana Guerrero (2012) a modo de crítica a las ideas de Rubén López-Cano. Para una revisión detallada y actualizada sobre el desarrollo de la teoría del prototipo y su relación con los géneros véase Sawaki (2016, 31-67).

[3] Esto le lleva a criticar muchos de los acercamientos al género musical previos, incluyendo el de Fabbri, diciendo que sufren los problemas típicos de la investigación de escritorio (Holt 2007, 7-8). El propio Fabbri (2012b, 180) considera, en relación a Holt, que sus etnografías son útiles, pero sin teoría están ciegas.

[4] En un artículo previo, Holt (2003, 82-83) habla de diez géneros distintos: Tin Pan Alley, jazz, R&B, country, rock/pop, soul, reggae, disco, hip-hop y música dance.

[5] En dicho artículo introduce por primera vez la idea de que los géneros pueden atravesar diferentes trayectorias compuestas de una serie de configuraciones históricas a las que indistintamente llama fases, tipos o formas.

[6] Bebop, bluegrass, jazz de Chicago, revival del folk, folk rock, gospel, heavy metal, hillbilly, honky-tonk, rap de la vieja escuela, punk rock, rockabilly, rock’n’roll, salsa, blues urbano y western swing.

[7] Country alternativo, disco, gangsta rap de la Costa Este, gangsta rap de la Costa Oeste, grunge, jazz fusión, jump blues, rock psicodélico y thrash metal.

[8] Blues del Delta, Doo-wop, jazz de Nueva Orleans, polka de Chicago, polka de Cleveland y polka de Milwaukee.

[9] Black metal, country boogie, death metal, free jazz, garage, grindcore, hard bop, house, jungle, polka del sur de Texas y techno.

[10] Swing, conscious rap, gospel contemporáneo, música cristiana contemporánea, rap humorístico, reggae, soca y tango. De ellos, solo el swing ha llegado a una fase tradicionalista. En estos casos, o la música viene de fuera (como el tango, la soca o el reggae) o bien surge de otras comunidades musicales previas.

[11] Los estilos son los siguientes: cool jazz, funk, movie cowboy, new jack swing, soul, southern gospel, sonido Nashville, nu metal y outlaw country. Todos han pasado de estar basados en la industria  a generar una escena y, salvo los últimos tres, todos han llegado a una fase tradicionalista (IET).

[12] Lena postula la posibilidad de distinguir entre géneros marginalmente diferentes y géneros germinales, que representan un alejamiento significativo del modo en el que se hacían los juicios previos sobre la música. Los ejemplos más claros de esto serían el bebop, el rock’n’roll y el rap de la vieja escuela (Lena 2012, 111, 116).

[13] Así, por ejemplo, no es difícil pensar en el flamenco o el tango siguiendo la trayectoria que va desde una fase vanguardista a una tradicionalista (o incluso artística) o concebir al k-pop como un ejemplo de género surgido en la industria que posteriormente genera una escena.

[14] La frontera entre géneros estatales y antiestatales es difusa, ya que se puede pasar del uno al otro, como ocurre en los ejemplos que toma de China y Chile. Del mismo modo, es posible que hagan falta más divisiones que las que ella establece y que convenga reflexionar más profundamente sobre el papel del apoyo de los medios de comunicación, el tipo de sistema político que los auspicia, la relación con el sistema capitalista global y la relación con otros géneros considerados como opuestos (Lena 2012, 140-144).

[15] El método genealógico foucaultiano ha sido aplicado al estudio de géneros musicales en otras ocasiones, como en los trabajos de Haddon (2018) y Fellone (2018).

[16] Por mucho que la idea de world music venga de una reunión de once compañías independientes en 1987, esto no la hace menos susceptible de ser entendida como un género musical, puesto que desde su planteamiento se sitúa al mismo nivel que otras categorías, como rock, pop o R&B y, a la larga, ha generado redes de músicas concretas y ciertas ideas compartidas sobre lo que caracteriza a este género (Frith 1998, 84-85).

[17] Más allá de esto conviene reseñar que, dentro del flamenco podría hablarse de colectividades centrales distintas según los palos que seleccionemos (Almería, Jaén y Murcia en los cantes mineros de Levante, Huelva y los fandangos…): http://www.flamencopolis.com/archives/1478

[18] Aún es pronto para saber si teorías de este tipo ganarán aceptación, aunque ya han sido aplicadas por Born para hablar de diversos microgéneros digitales, como el vaporwave, y también han sido retomadas por Mads Krogh (2019) para revisar críticamente ciertos acercamientos al desarrollo temporal de los géneros, como el de Lena.


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Fellone, Ugo. 2021. "Los géneros musicales en las músicas populares urbanas y su dimensión temporal: estado de la cuestión y propuestas para su análisis". Resonancias 25 (49): 61-83.

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