Sound as thought. Considerations about a modern epistemology of music.

Resonancias vol. 26, n° 50, diciembre-junio 2022, pp. 187-206.

DOI: https://doi.org/10.7764/res.2022.50.9

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Abstract

This article approaches the transformation of music's meaning and social insertion between the end of the 18th century and the beginning of the 19th century. Bearing in mind that the meaning of everything we now call Art was “invented” during this period, its central thesis is that this “invention” in music, beyond technical issues, had a deep relationship with new ways of representing knowledge by post-Kantian idealism and early German romanticism. The epistemic transformations proposed by these movements implied understanding certain artistic practices beyond the mere technical domain, thus placing them at the center of a knowledge model that refuses to be reduced to the pure mechanical manipulation of matter. In this manner, it faces the problem of a truth beyond the pure instrumental application of our comprehension. This question will determine the social and epistemic meaning that music begins to have from that period onwards. In this context, the word music begins to mean something very different from what said word meant for a large part of the 18th century and previous ones and, as a practice, earns its place as a crucial form of access to a highly significant type of knowledge for Modernity.


Introducción

Ponemos en el último lugar el empleo de la música de concierto, que sirve solo para pasar el rato y quizá para la práctica de los instrumentos. De esta especie son los conciertos, las sinfonías, las sonatas, los solos, que, en conjunto, representan un ruido vivo y no desagradable, o una charla amable y entretenida, pero que no da ocupación al corazón.

Karl Philipp Moritz (1802)

Cuando se habla de la música como un arte autónomo, debemos referirnos siempre solo a la música instrumental, la cual, desdeñando toda ayuda, toda mezcolanza con otro arte, expresa con pureza y solo en sí misma lo propio del arte y dilucida su ser.

Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1810)

 

Entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX ocurre una transformación social, epistémica y cultural como pocas veces se ha podido ver en la historia. En palabras de Hobsbawm:

Las palabras son testigos que a menudo hablan más alto que los documentos. Consideremos algunos vocablos que fueron inventados o que adquirieron su significado moderno en el período de sesenta años que va de 1789 a 1848. Entre ellos están: industria, fábrica, clase media, clase trabajadora, capitalismo y socialismo. Lo mismo podemos decir de aristocracia, y de ferrocarril, de liberal y conservador, como términos políticos, de nacionalismo, científico, ingeniero, proletariado y crisis (económica). Utilitario y estadística, sociología y otros muchos nombres de ciencias modernas, periodismo e ideología fueron acuñados o adaptados en dicha época.

Imaginar el mundo moderno sin esas palabras (es decir, sin las cosas y conceptos a las que dan nombre) es medir la profundidad de la revolución producida entre 1789 y 1848, que supuso la mayor transformación en la historia humana desde los remotos tiempos en que los hombres inventaron la agricultura y la metalurgia, la escritura, la ciudad y el Estado. Esta revolución transformó y sigue transformando al mundo entero (Hobsbawm 2007, 9).

Por supuesto que el ámbito más específico de las disciplinas artísticas no escapará a esta revolución epistémica ya que, en muchos aspectos, durante este periodo se “inventará” el sentido de todo aquello que hoy llamamos Arte.[1] La tesis del presente artículo es que en el campo de la música dicha “invención”, más allá de manifestarse a través de desarrollos técnicos internos al campo musical,[2] tiene una profunda relación con la transformación en el modo de representar el conocimiento que propone el idealismo post-kantiano y el Romanticismo alemán temprano; las transformaciones epistémicas propuestas por los autores vinculados a estos movimientos implicarían un posicionamiento y vinculación de ciertas prácticas artísticas como asuntos que sobrepasan el marco del mero dominio técnico-material, situándolas en el corazón de un modelo de conocimiento que se niega a quedar reducido al puro manejo mecánico de la materia y que, por lo tanto, se mide con el problema de una verdad más allá de la pura aplicación instrumental de nuestro entendimiento. Esta cuestión determinará, en gran medida, el sentido social y epistémico que comienza a tener la música desde dicho periodo en adelante, ya que será en este contexto en el cual la palabra música comience a significar una cosa muy diferente a lo que significó para gran parte del s. XVIII y los siglos anteriores[3] y que, en cuanto práctica, gane su lugar como una forma fundamental de acceso a un tipo de saber altamente significativo para la Modernidad. Sin duda esta perspectiva no excluye la existencia de diversas tradiciones de desarrollo en la comprensión de la música a lo largo de la Modernidad que, incluso, pueden situarse en contraposición a algunas de las premisas antes mencionadas,[4] pero el punto central que intenta destacar la perspectiva de trabajo planteada es que incluso todas aquellas “querellas” modernas posteriores al momento abordado acá (fines del XVIII y comienzo del XIX) tienen como marco una concepción socio-filosófica de la música diferente al contexto inmediatamente anterior.

Es importante destacar que esta perspectiva no niega la existencia de un desarrollo técnico interno al propio campo musical con sus propias lógicas de transformación y sus propias continuidades y discontinuidades,[5] sino que pone el énfasis en comprender, en un contexto social y filosófico (y no desde un punto de vista técnico-musical) el tipo de saber que un momento histórico determinado entiende que se juega en una práctica como la música. De ahí que no se pretende confrontar música y filosofía para señalar que las transformaciones de una son las que determinan el desarrollo de la otra, sino dar cuenta de que la consolidación, a fines del XVIII, de aquella mutación epistémica que llamamos Modernidad, reorganiza el sentido general de las prácticas sociales y de sus conceptualizaciones, cuestión que no significa que se establezca solo una manera de considerar dichas prácticas, sino, más bien, que se redibuja el propio espacio en donde se pueden dar todas las posibles discusiones y confrontaciones en torno a dichas prácticas. En ese contexto, tanto filosofía como música se ven transformadas y, particularmente esta última, adquiere un lugar central ya no como práctica que produce objetos cuyo lugar y función social es clara y definida, sino como una práctica que, en aquella producción de objetos, presenta un modelo paradigmático de lo que las nuevas propuestas filosóficas entienden por la actividad misma de pensar.

Para el desarrollo de dicha tesis el presente escrito se concentrará en el análisis de textos filosóficos del idealismo post-kantiano y el Romanticismo alemán temprano que abordan dicha transformación epistémica replanteando, a fines del XVIII y principios del XIX, el lugar social y el sentido de una práctica como la música. En este sentido se dejarán fuera autores como Hegel, Schopenhauer o Nietzsche los cuales ya pueden leerse como una consolidación del modelo filosófico moderno y cuyo tratamiento implicaría un texto independiente.

A partir de todo lo anterior el texto se estructurará presentando las diversas problemáticas involucradas en el proceso de transformación filosófico musical descrito más arriba, tratando de mostrar algunos aspectos centrales del cambio epistémico ocurrido sobre esta práctica en el paso del s. XVIII al XIX y que consolida las características fundamentales de la concepción moderna que tenemos sobre la música.[6] De ahí que el texto partirá presentando las diferencias más evidentes entre la concepción musical de ciertos pensamientos dieciochescos y el modelo que se comienza a desarrollar a principios del XIX (I), para luego desarrollar las problemáticas filosóficas de base en cada una de ellas (II y III) y finalmente abordar el modo en que se articulan dos aspectos centrales para la concepción moderna de la música (IV y V).

I. El quiebre en la comprensión del concepto “música” a fines del siglo XVIII y principios del XIX

Volviendo al proceso de transformación en la noción de música señalado al comienzo del texto, me interesa remarcar el carácter epistémico de dicho cambio más allá de su remisión a aspectos puramente técnicos del desarrollo interno ya sea de la composición o de la teoría musical. Esta cuestión también implica operar a partir de generalizaciones que muchas veces soslayan las diferencias y particularidades que se pueden dar al interior de cada uno de los modelos que se analizarán. En este sentido es importante remarcar que, sin duda, la tradición tanto del pensamiento moderno como la de las prácticas musicales involucra una multiplicidad de formas diversas, de tensiones y desvíos que, en muchos sentidos, se opacarán en el presente análisis para privilegiar la articulación de ciertos “sentidos comunes” de época en torno a los problemas planteados. De ahí que será posible encontrar excepciones o planteamientos diferentes a muchas de las ideas y/o autores que se analizarán a lo largo de este artículo, pero en la medida que, tal como se señalaba en la sección anterior, se intenta pensar las transformaciones del marco sobre el cual se instalan todas las posibles discusiones, el presente texto privilegiará aquellos autores que permiten vincularse con ese “sentido común” de cada uno de esos marcos, obviando las diversas querellas y desvíos al interior de cada marco.

Dicho lo anterior, resulta interesante poner en relación un par de citas que nos dan la medida de la transformación que se intentará mostrar. En 1802 el músico y teórico musical Heinrich Christoph Koch publica su Musikalisches Lexikon, una especie de compilación del saber musical de la época que hacía eco de una larga tradición de textos de cariz enciclopédicos publicados durante el XVIII.[7] En dicho texto, Koch, utiliza una analogía bastante propia del XVIII para referirse a la música instrumental, mostrando su dependencia y procedencia de la música vocal y, con ello, de un modelo de “razón” que se da a entender de forma clara y distinta;

Porque la música instrumental no es otra cosa que una imitación del canto, la sinfonía en especial toma el lugar del coro, y tiene por ello, como el coro, el objetivo de expresar los sentimientos de toda una multitud; […] (Koch 1802, 1386).[8]

En 1810, tan solo ocho años después de la publicación del texto de Koch, E.T.A. Hoffmann escribirá, en su ya famosa recensión de la Quinta sinfonía de Beethoven, lo siguiente:

Cuando se habla de la música como un arte autónomo, debemos referirnos siempre solo a la música instrumental, la cual, desdeñando toda ayuda, toda mezcolanza con otro arte, expresa con pureza y solo en sí misma lo propio del arte y dilucida su ser. Es la más romántica de todas las artes –podríamos casi afirmar que es la única verdaderamente romántica– la lira de Orfeo abrió las puertas del Orco. La música abre al hombre un reino desconocido; un mundo que nada tiene en común con el mundo sensible que lo rodea, en el cual deja atrás todo sentimiento determinable para rendirse a lo indecible. ¡Cuán poco comprendieron esa esencia particular de la música aquellos compositores instrumentales que intentaron representar sentimientos determinados o incluso acontecimientos, tratando así plásticamente un arte que es justamente opuesto a la plástica! (Hoffmann 1985, 38).[9]

La distancia que se aprecia en estos textos en lo concerniente a su concepción de la música, a pesar de su cercanía cronológica, sin duda se ve manifestada en la valoración y el lugar ocupado por la música instrumental. Pero más allá de esta oposición, que aparece en primer plano, hay una cuestión vibrando como en sordina que se refiere al radical cambio en el modo de comprensión del conocimiento mismo y sus posibilidades de representación y el lugar que ocupa la música en toda esta organización.

En efecto, cuando Koch apela al ideal vocal, para dar sentido a la música instrumental, está poniendo en juego una serie de implicaciones sociales y, sobre todo, morales pertenecientes a lo que podríamos denominar como el modelo clásico de comprensión de la música[10] el cual no tiene que ver con las problemáticas técnico-estilísticas sino más bien con el lugar que ocuparía la música en relación con el problema general del conocimiento para el contexto filosófico de los siglos XVII y XVIII. Este lugar no será diferente –y en muchos sentidos no será ni siquiera distinguible– del de otras prácticas artísticas que a lo largo del siglo XVIII se irán asociando a la noción de Bellas Artes. Se podría decir, sintéticamente, que en esta concepción todo acto cognoscitivo, incluida la música y el resto de las Bellas Artes, es siempre un acto comunicativo que produce una representación a la cual subyace una gramática, es decir, una lógica de funcionamiento que puede ser explicada, transmitida y comprendida claramente por cualquier otro ser racional.

A diferencia de esto, Hoffmann ya es parte de un universo epistémico en el cual la irrepresentabilidad de lo cognoscible se transforma en un aspecto y un valor fundamental en la relación con el mundo. En este universo epistémico los conceptos y las gramáticas no siempre pueden dar cuenta de aquel mundo. De ahí que la música, en tanto estructuración sonora aconceptual, pero al mismo tiempo expresiva, se transforma en una práctica privilegiada para entrar en relación con aspectos fundamentales del conocimiento del mundo, los cuales, tal como Hoffmann señala, serían indeterminados e indecibles.

Para entender de mejor manera esta transformación se hace necesario conocer con mayor detalle los aspectos centrales de cada uno de estos modelos.

II. El modelo de comprensión musical de L’âge classique

Para dos autores tan importantes respecto de la relación entre lenguaje y arte como lo serán Rousseau y Herder –quienes, hasta cierto punto, se podrían considerar como los que cristalizaron un modelo ilustrado/clásico de concepción del lenguaje–[11] la música y la poesía compartían un origen común que estaba determinado por las necesidades comunicacionales de los sujetos, pero, fundamentalmente, de aspectos morales. En el Ensayo sobre el origen de las lenguas, Rousseau señala lo siguiente: “Esto me hace pensar que si no hubiésemos tenido nunca más que necesidades físicas, habríamos podido muy bien no hablar nunca y entendernos perfectamente con el único lenguaje del gesto” (Rousseau 2007, 257). Por su parte, Herder en su Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, señalará lo siguiente:

También por esta razón el Creador ha elegido la música de los sonidos para órgano de nuestra cultura: un lenguaje de emociones, un lenguaje de padre y madre, de niño y amigo. Los seres que todavía no han podido entrar en íntimo contacto, están hoy como espiando detrás de rejas y cuchichean la palabra: te amo (Herder 1951, 25).

Desde la perspectiva de estos autores la palabra poética y la música se originarían en una necesidad de comunicación que podríamos considerar de “segundo grado”, al no tratarse ya de comunicar o referir directamente a los elementos del mundo físico o natural –o del ámbito de la necesidad, como lo dirán Rousseau y Herder– sino de hacer comprensibles a los otros los diferentes aspectos del mundo subjetivo, pero no en un sentido expresivo romántico,[12] sino en un sentido racional-ilustrado, lo cual implicaría una gramática racional, ordenada y compartida incluso aunque se trate de aspectos morales. En este sentido, tendríamos que decir que, para la mentalidad clásica representada por estos autores, el modelo comunicacional en el cual se inserta la música y la palabra aparece con el descubrimiento, por parte del sujeto, de su interioridad en tanto condición racional (es decir, con el descubrimiento de su humanidad).[13]

Por supuesto que, más allá del carácter fantaseado de este mítico origen compartido, la cuestión que me interesa destacar es que, para la mentalidad clásica-ilustrada que representan Rousseau y Herder, la música y la poesía estaban en la base misma del lenguaje y, por lo tanto, de lo propiamente moral y racional. En este sentido, el modelo hermenéutico para acercarse a la música la situaba, a priori, en un ámbito comunicativo racional dentro de un modelo de racionalidad unitario y transparente a sí mismo. Desde esta perspectiva no existía una diferencia sustancial en cómo se concebía el trabajo representacional de la música, la pintura o la poesía; para autores como Dubos, Rousseau, Koch o Herder[14] lo que existía era un modelo comunicativo previo a la representación de ideas abstractas –pero que a la vez era su base– y que se “hacía entender” suscitando en el otro una pasión determinada. En ese modelo comunicativo se situaban gran parte de aquellas disciplinas que hoy en día denominamos artes pero que, para el siglo XVIII, aún no aparecían en su especificidad. De ahí que la comparación, presente en todos los autores antes mencionados, entre la música y la pintura, no apelaba a la traducción del registro visual a lo sonoro o viceversa, pues, para que existiera tal traspaso se hubiese requerido, justamente, una noción de autonomía estética en cada uno de dichos registros que lograra hacer pasar algo propio del uno al otro. En cambio, para los autores clásicos, lo que estaba en juego era una representación de lo mismo en diversos registros. Las analogías puestas en juego por Rousseau entre la melodía y el dibujo, por ejemplo, en ningún caso nos hablan de una idea plástica llevada al registro sonoro, sino de una dimensión discursiva lógica que emerge tanto con el dibujo como con la melodía:

Así como los sentimientos que excita en nosotros la pintura no provienen de los colores, el poder que tiene la música sobre nuestras almas no es obra de los sonidos. Bellos colores bien matizados agradan a la vista, pero ese placer es pura sensación. Es el dibujo, es la imitación lo que da a esos colores vida y alma, son las pasiones que expresan las que llegan a conmover las nuestras, son los objetos que representan los que llegan a afectarnos. El interés y el sentimiento no dependen de los colores. Los rasgos de un cuadro emocionante nos emocionan aun en una estampa; quitad esos rasgos del cuadro, y los colores ya no harán nada.

La melodía hace precisamente en la música lo que hace el dibujo en la pintura: es la que marca los rasgos y las figuras, de los cuales los acordes y los sonidos son solo los colores (Rousseau 2007, 293).[15]

Es claro, sobre todo en lo que está resaltado de esta cita, que aquello que se representa tanto en el dibujo como en la melodía no es de orden estético –en el sentido en que ya Baumgarten le había dado por aquella época al término– pues, para la mentalidad clásica, ningún sentido (ni sentimiento) puede provenir de la ciega y animal sensorialidad. Lo comunicable es algo previo al lenguaje y que ya está definido antes de pasar a través del lenguaje.

Dibujo y melodía representarán las pasiones a las cuales está sometida nuestra alma, pero la unidad y transparencia de aquella alma (o conciencia), tal como la conciben los autores clásicos, permite que nos mantengamos al interior de la racionalidad ilustrada incluso allí donde deseo y volición se confrontan.[16] En este sentido, no es de extrañar que las pasiones sean sometidas a una catalogación meticulosa y puedan, a su vez, ser representadas meticulosamente en diversos léxicos, pues el pensamiento, que para la época clásica es uno y sin fisuras y cuya única forma de estar ante sí es en el despliegue discursivo sobre el lenguaje, comienza su itinerario histórico en la pasión: “Se nos ha hecho creer que el lenguaje de los primeros hombres eran lenguas de geómetras, y vemos que eran lenguas de poetas. Así debió de ser. No se comenzó por razonar sino por sentir” (Rousseau 2007, 259). De ahí que la “gramática” propia de aquellas lenguas sea figurada, son lenguas que no conocen el sentido literal, sino que hablan por tropos, pero que, a la larga, tienen una gramática, es decir, un orden lógico, claro y comprensible. No es extraño, entonces, que, para la época clásica, los lenguajes más cercanos a la representación directa de las pasiones, tal como eran consideradas la poesía, la pintura y la música, tuvieran también un léxico y una gramática.[17]

En el marco de la música, esa “gramática” que atravesará y dominará durante toda la época clásica es la famosa “teoría de los afectos”,[18] cuyo primer esbozo lo podemos encontrar en el Diálogo de la música antigua y la moderna publicado en el 1581 por Vincenzo Galilei, y cuya conformación relativamente canónica se puede apreciar en el compendio musical del erudito y polifacético Athanasius Kircher, Musurgia Universalis de 1650.[19] Esta gramática de los afectos permitirá hacer ingresar el mero sonido al lenguaje al hacer aparecer en aquel universo sonoro-sensorial caótico una discursividad racional. Aquella discursividad no podría ser llamada aún propiamente la discursividad de la música, pues se trata, más bien, de la discursividad propia de la racionalidad, la cual es previa a la música misma. En este sentido, la música para la época clásica será entendida como un modelo sonoro de aparición del discurso, el cual, en cuanto racionalidad, es determinación y orden, es decir, es gramática. No hay música en sí, sino discurso sonoro que representa el devenir de las pasiones de nuestra razón. De ahí que la continua referencia a lo vocal, desplegada por la teoría musical de l’âge classique, funcione como una analogía y un recordatorio del componente ético-racional del cual la música es portadora; no puede haber música instrumental sino como referencia a aquel discurso expresivo de la razón y, por lo tanto, de un devenir léxico-discursivo. Ahora bien, para la época clásica, esta razón es siempre transparente y clara para sí misma, incluso allí donde no se domina del todo, como en las pasiones. De ahí que la noción de lenguaje no se conciba sino como un “darse a entender”.[20]

Si volvemos al trozo ya citado de Koch se apreciará que esta supeditación de la música instrumental a la vocal está determinada por ese objetivo comunicativo, ese “darse a entender” que se reconoce para la música, y aunque ella exprese solo sentimientos o estructuras sonoras formales, ambas cosas son claramente entendibles para quien escucha, así como la verdad es claramente transmitida en el discurso: las “gramáticas” de los lenguajes artísticos tienen como finalidad hacer comprender qué conformaciones sensibles, qué tropos, señalan, convienen a o generan un eco de qué pasión.[21] Es este origen imaginado conjuntamente a lo largo de toda la época clásica, el que marca el sentido de lectura de las obras... y el que se quebrará hacia principios del XIX.

III. Hacia una razón sensible: la importancia de la música en el primer Romanticismo

Si l’âge classique había depositado su fe en la conciencia, en cuanto pensamiento que asiste a su propio despliegue (un pensamiento que piensa que piensa, como en Descartes), y con ello podía estar seguro de su existencia y de la posibilidad de acceso a la verdad a través de la razón, el siglo XIX comenzará su itinerario en el idealismo post-kantiano, desconfiando de la posibilidad de objetivar el pensamiento en la conciencia a partir de los problemas generados por aquella cuando intenta dar cuenta de sí misma bajo la forma de la autoconciencia, pues la propia forma clásica de concebir la conciencia desde Descartes (pienso que pienso) ¿no abre, acaso, la posibilidad a una secuencia infinita (pienso que pienso que pienso, etc...) y, por lo tanto, indeterminable e inobjetivable? Y si aquella autoconciencia es infinita, ¿no corresponde a la filosofía, entonces, la exploración de aquella potencial infinitud e indeterminación? Y si el lenguaje es el modo de despliegue de toda conciencia, incluida la conciencia sobre sí mismo –ahora infinita– ¿no es, entonces, el lenguaje también potencialmente infinito y, por tanto, indeterminado? Son justamente estas preguntas las que se sitúan en la base de la transformación epistémica que reorganizará los vínculos entre pensamiento y sensibilidad y, con ello, transformará el sentido tanto de la práctica musical como filosófica a principios del siglo XIX. Esta transformación no pasa tanto por un cambio en la relación entre música y lenguaje como por el cambio en la consideración del lenguaje en su relación con el problema de la verdad y del conocimiento; la importancia que comenzarán a tomar, para los idealistas y los primeros románticos, las nociones de lo “indecible”, lo “infinito” y lo “irrepresentable” en su relación con la verdad llevan implícita la problemática de cómo dar cuenta de esa verdad en el lenguaje.

Cada producción estética parte de una separación en sí infinita de las dos actividades que están separadas en todo producir libre. Ahora bien, dado que estas dos actividades deben presentarse unidas en el producto, a través de él se expresa de modo finito algo infinito. Y lo infinito expresado de modo finito es belleza. Por tanto, el carácter fundamental de toda obra de arte, que comprende en sí los dos [caracteres] anteriores, es la belleza, y sin belleza no hay obra de arte (Schelling 2005, 418 / SW 620).

La música, aquella especie de lenguaje que, sin necesidad de un decurso conceptual, nos hace entrar en relación con un sentido, se propondría, entonces, como un lugar idóneo para dar cuenta de esta verdad indecible, infinita y, hasta cierto punto, irrepresentable. La importancia que le asigna Hoffmann a la música pasa justamente por su capacidad de poner en contacto al sujeto con lo indecible; la música ya no es el lenguaje definido y ordenado de las pasiones o de la idea (concepto), sino aquel lenguaje que nos permite percibir que nuestra autoconciencia no se reduce a la comprensión ni ordenación clara de las pasiones. En este sentido, la cuestión de la autonomización de la música como práctica material que da cuenta de un saber se podría ver directamente vinculada con la transformación en la manera en que se consideraba la relación entre lenguaje y conocimiento; es en este mismo momento donde el conocimiento se comienza a concebir como una materialización (lenguaje) pero cuyo sentido no se agota en las puras reglas formales de dicha materialidad. En este sentido, si la música se transforma en el arte por antonomasia –tal como lo anuncia Schlegel en sus “Notas literarias” (“Todo arte tiene principios musicales, y cuando está completo se convierte él mismo en música” [citado por Bowie 1999, 210])– es porque en ella podemos encontrar el lenguaje más cercano a la autoconciencia en cuanto acción de ponerse a pensar sobre el propio pensamiento. Aquellas “gramáticas” que, en el seno del mundo clásico, aseguraban la racionalidad de los lenguajes artísticos, se rompen para dar paso a un tipo de análisis centrado en cierta autonomía del lenguaje:

El análisis independiente de las estructuras gramaticales, tal como se lo practica a partir del siglo XIX, por el contrario aísla el lenguaje, lo trata como una organización autónoma, rompe sus vínculos con los juicios, la atribución y la afirmación. El paso ontológico que el verbo ser aseguraba entre hablar y pensar se encuentra roto; de golpe, el lenguaje, adquiere un ser propio. Y es este ser quien detenta las leyes que lo rigen (Foucault 1966, 308).[22]

Justamente la tesis sostenida por Foucault en Las palabras y las cosas es que a comienzos del siglo XIX, en aquel paso de l’âge classique a la Modernidad, la actitud hacia el lenguaje genera una escisión dialéctica en los modos de considerarlo; por un lado se convierte él mismo en objeto de conocimiento al cual se aplican los métodos del saber general dando paso a una “ciencia del lenguaje”: la filología;[23] por otro lado el lenguaje se repliega sobre su propio enigma, dando origen a un modo de escritura autorreferencial: la literatura.[24]

Si bien comparto con Foucault la opinión de que la consolidación de la Modernidad se abre con aquella escisión entre, dicho grosso modo, un saber estético y un saber científico, el desarrollo epistémico a lo largo de aquella Modernidad no estará tan exento de circunvalaciones y desvíos como para plantear una direccionalidad tan clara y lineal.[25] Sin ir más lejos, el modelo de reflexión crítico-dialéctico, que muchas veces se entiende como el modelo reflexivo por antonomasia de la Modernidad, apuntará a un modo de reconciliación de los opuestos sin eliminar la contradicción constitutiva del pensamiento.[26] Por el momento solo digamos que aquella reflexión sobre el lenguaje que se abrirá a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX estará indisolublemente ligada a un desarrollo reflexivo serio y profundo respecto del problema de la autoconciencia. De ahí que la figura central en la reflexión de la época sea la subjetividad, pero ya no aquella arcaica subjetividad unitaria, transparente para sí y sin conflictos de l’âge classique, sino una subjetividad desgarrada por la contradicción, una subjetividad opaca y difícilmente referible. Parafraseando a Foucault; si tuviéramos que preguntar ¿quién habla?, la Modernidad respondería que es siempre el Sujeto, quizás en su soledad (como en Schleiermacher), pero apuntando siempre hacia la generación de un vínculo que le permita pensar lo contradictorio y heterogéneo del mundo y que dé sentido a su práctica social, incluso aunque se deba pasar primero por el desgarro mismo de la noción de Sujeto (Nietzsche).

En este sentido, la importancia que adquiere la estética para el siglo XIX (y particularmente la música de cara a la filosofía) no residiría tanto en la cuestión de la autonomía estructural de los lenguajes, es decir en aquello que permita identificar “lo propio” de cada disciplina artística, sino en la posibilidad de concebir una autoconciencia en la cual se pueda pensar (y escuchar) lo trascendental en lo empírico. Es este proyecto, en gran medida, el que guiará el trabajo filosófico tanto de los idealistas post-kantianos (pienso en Fichte y Schelling, fundamentalmente) como de los primeros pensadores románticos (Schlegel, Tieck, Hölderlin, Schleiermacher y Novalis, entre otros). En ambos casos será, justamente, la tensión establecida entre un modelo de autoconciencia infinita y su modo de aparición empírica lo que encaminará la mayor parte de sus reflexiones hacia el ámbito estético[27] y a la vez lo que irá generando aquel modelo de la subjetividad moderna donde la opacidad de su propio origen será su elemento conformador[28] y en el cual la música aparece siempre como el modelo por antonomasia para representar dicha subjetividad.

IV. La especificidad de lo musical: Lo puro musical como la puesta en obra de la autoconciencia

En la ya mentada introducción a la recensión de la Quinta sinfonía de Beethoven –que podría ser considerada como un modelo paradigmático de la estética musical romántica–, E.T.A. Hoffmann establece una serie de antítesis conceptuales que son muy significativas en relación con lo que podríamos llamar una “materialización” musical de aquellos problemas filosóficos referidos en la sección anterior. Justamente en dicha recensión la estructura argumental que utiliza Hoffmann consiste en generar una serie de asociaciones y oposiciones de diversas categorías que le permitan ir definiendo una noción de música diferenciada del modelo clásico-ilustrado imperante hasta principios del XIX, asociaciones y oposiciones que tienen en su centro la antítesis que Hoffmann establece entre lo plástico y lo musical.

Esta primera antítesis señalada por Hoffmann inaugura simbólicamente la idea de una especificidad de lo musical cuyo fundamento, tal como se puede apreciar en otras secciones del texto, se encuentra en su carácter expresivo indeterminado –cuestión ya exaltada por Wackenroder hacia fines del siglo XVIII, pero más bien desde una perspectiva de auditor entusiasta que de musicólogo o crítico–.[29] El error de algunos compositores, según Hoffmann, es tratar la música como se trataría cualquier otro lenguaje expresivo, en buenas cuentas, aquel error sería permanecer en el sistema ilustrado de representación de las Bellas Artes donde las analogías transversales (dibujo = melodía = pasión) señalan una unidad de las disciplinas en torno a aquella “estética del sentimiento” propia del siglo XVIII,[30] que sería la encargada de decir en lo sensible lo discursivo-racional y que se traduciría en las gramáticas de las diferentes artes que ya se han mencionado.

En el sistema de Hoffmann dichas analogías transversales serán reemplazadas por antítesis equivalentes que propondrán como obvias ciertas oposiciones generando todo un campo de categorías cuya vecindad las hará afines unas a otras, estableciendo, así también, un modelo histórico y valórico de interpretación y, lo que más me interesa destacar en este punto, un nuevo modelo para la noción de representación;

La reconstrucción del sistema de categorías al que pertenece la antítesis de Hoffmann “plástico-musical” es imaginada como un intento de hacer consciente un modelo hermenéutico en el que se orienta a cada paso explícita o implícitamente la estética musical romántica, y sin cuyo conocimiento muchas conexiones conceptuales que Hoffmann propone como si fueran obvias, podrían parecer al lector inmotivadas y caprichosas. Dicotomías como “antiguo-moderno”, “pagano-cristiano”, “natural-maravilloso”, “natural-artificial”, “plástico-musical”, “ritmo-armonía” o “melodía-armonía”, y finalmente “música vocal-música instrumental” se tratan en un sistema que nunca se muestra como tal, pero que gobierna todos los razonamientos desde la sombra. La concatenación de antítesis que hace Hoffmann es, desde el punto de vista lógico, sin duda una empresa enteramente discutible. El procedimiento consiste, dicho de modo grosero, en asociar estrechamente oposiciones conceptuales, que tomadas en sí mismas son muy convincentes, con otras oposiciones conceptuales de manera que al final cada categoría puede combinarse incondicionalmente con las demás categorías de la misma serie (“antiguo”, “pagano”, “natural”, “plástico”, “ritmo”, “melodía”, “música vocal”) y contrastar con cualquier categoría de la otra serie (“moderno”, “cristiano”, “maravilloso”, “artificial”, “armonía”, “música instrumental”) (Dahlhaus 1999, 46).

A esta serie de oposiciones referidas por Dahlhaus podrían sumarse, a pesar de no estar explícitamente en el vocabulario de Hoffmann, tanto la oposición entre lo “bello” y lo “elevado” (tan corriente ya a principios del XIX a propósito del posicionamiento de la categoría de “lo sublime”) como aquella otra de lo “clásico” y lo “romántico”, de los cuales el último término es usado de manera abundante y entusiasta por Hoffmann asociándolo, justamente, a la idea de lo infinito, lo indecible y lo indeterminado. Volviendo a la ya citada recensión de la Quinta sinfonía de Beethoven:

Cuando se habla de la música como un arte autónomo, debemos referirnos siempre solo a la música instrumental, la cual, desdeñando toda ayuda, toda mezcolanza con otro arte, expresa con pureza y solo en sí misma lo propio del arte y dilucida su ser. Es la más romántica de todas las artes –podríamos casi afirmar que es la única verdaderamente romántica. […] La música abre al hombre un reino desconocido; un mundo que nada tiene en común con el mundo sensible que lo rodea, en el cual deja atrás todo sentimiento determinable para rendirse a lo indecible (Hoffmann 1985, 38).[31]

Pero esta supremacía y especificidad que le atribuye Hoffmann a la música y la ruptura que establece en su modelo interpretativo con el modo clásico-ilustrado de comprensión de la música bajo la lógica de las Artes Bellas, es necesario que se comprendan no tanto como una transformación interna de la propia disciplina referida a discusiones o disputas históricas –tal como lo hace Dahlhaus–[32] sino más bien a la transformación del significado y el sentido de la acción de conocer que se venía fraguando hacia fines del siglo XVIII, es decir, a la transformación del significado y el sentido de la noción de representación en el contexto de la actividad de conocer; si la música adquiere un lugar privilegiado para los románticos, tanto artistas como filósofos, no es tanto por la exaltación sentimental provocada por esta, sino más bien por su adecuación ejemplar a aquel nuevo modelo racional que insistía en medirse con un sentido metafísico de la verdad, pero al cual solo podía accederse a través del mundo físico y sensible y no a través de la aplicación del entendimiento puro.[33]

En este contexto la importancia del pensamiento temprano de Fichte es fundamental; todo el desarrollo de su Wissenschaftslehre [Doctrina de la ciencia] está orientado a concebir un modo de conocer la conciencia teniendo presente que esta no puede reducirse a un objeto de conocimiento tal como el resto de los objetos del mundo, para lo cual se necesita superar la dicotomía entre objeto y sujeto al concebir la acción del yo pensando en sí mismo. Si bien Fichte se mantiene al interior de una “filosofía del yo”, sin adentrarse en el ámbito de la Estética, llegando a encontrar en la noción de intuición intelectual aquella posibilidad de autoconocimiento del yo, no es difícil darse cuenta de las posibilidades abiertas por él a la aún novedosa noción de Arte que se estaba fraguando en esos momentos; si la posibilidad de autoconocimiento del yo se encuentra en la propia “acción-hecho” (Tathandlung) del intuirse a sí mismo, toda reflexión particular, o todo despliegue material de la reflexión está en una conexión interna con aquella intuición inmediata del yo. Dicho de otra manera, no existe oposición por principio entre el despliegue material del pensamiento (lo medial) y la inmediatez del autoconocimiento (lo inmediato):

[…] la concepción de Fichte para explicar la consciencia […] presupone que la totalidad, (i.e., la consciencia misma) es primera y no algo obtenido como resultado. O sea, presupone que solo porque ya hay consciencia es posible abstraer y reflexionar a la vez sobre sujeto y objeto (que solo es posible descomponerla en –y analizar sus– “partes”) porque la consciencia es –por decirlo con Kant– una totalidad originariamente sintética, una unidad que no resulta de la colección de lo diverso pero que tampoco es posible como algo simple, sino que consiste en un complejo sistema de relaciones. La consciencia conlleva en sí misma una multiplicidad de elementos, los cuales están recíprocamente relacionados, de tal modo que –por así decirlo– se entretejen mutuamente. La consciencia solo es posible como multiplicidad y lo que hace posible dicha multiplicidad en cuanto multiplicidad es el hecho de que cada uno de sus elementos no puede ser sin todos los demás, o sea, el hecho de que cada uno se hace y es a la vez condición de todos los demás –el hecho de que cada uno presupone (y es a la vez presupuesto por) todos los demás. Por otro lado, su concepción de la consciencia conlleva la unidad absoluta de todos sus momentos– de tal modo que sujeto y objeto no están desligados (el uno del otro) y cada uno de ellos encerrado en su propia esfera, apartados (el uno del otro) como si fueran elementos extrínsecos e independientes, sino que están en una relación recíproca. Igualmente, tampoco sujeto y objeto son elementos absolutamente simples, sino que en virtud de su naturaleza todas las determinaciones de la consciencia son complejas, es decir, ellas mismas sintéticas (De Jesús 2012, 501-502).

Solo a partir de una concepción como esta es posible concebir la obra de arte como materialización de la libre voluntad de un sujeto y, por lo tanto, como la propia autoconciencia. Se podría decir que es, justamente, sobre la irresolubilidad de esta tensión entre lo absoluto y lo particular que se funda la noción moderna de Arte; la obra es medio y fin al mismo tiempo, es lo particular y lo absoluto. De ahí que el sentido del arte en la Modernidad no pueda sino ser buscado en la propia obra, pero a la vez será imposible encontrarlo si consideramos la obra como pura organización material, es decir, como pura medialidad o puro recurso material. Pero tampoco se trata de que aquellos recursos materiales hagan pasar a través de ellos un significado, un sentido, previo a ellos.

A partir de todo esto es importante tener presente que la problemática bajo la cual se concibe el Arte es la misma problemática presente en el desarrollo de la noción de autoconciencia o, mejor dicho, la propia noción de Arte es parte del desarrollo de la noción de autoconciencia moderna. Desde esta perspectiva es que el Romanticismo temprano comienza a ver a la música no solo como un ejemplo del trabajo de la autoconciencia, sino como la puesta en obra de la propia autoconciencia en su estado puro, sin necesidad de enfrentarse a lo determinado del concepto (que siempre nos arrojará hacia lo externo a la propia conciencia).[34] En este sentido el asunto fundamental por el cual la música cobra relevancia hacia principios del siglo XIX no es su falta de materialidad sino, justamente, su capacidad de dar cuenta de la inseparabilidad de lo material y lo espiritual.

Desde esta perspectiva, los modelos de análisis que ponen el acento en el carácter no material del fenómeno musical situándolo en un polo puramente espiritual[35] en confrontación con otras artes más “materiales” (fundamentalmente al conjunto de las artes plásticas y/o visuales) no logran comprender la complejidad del lugar ocupado por la música en la filosofía romántica, la cual, a la inversa de esto, se sitúa como el ejemplo y modelo de representación de la propia subjetividad (con su compleja relación entre materialidad y conciencia).

Es cierto que los propios autores románticos utilizan profusamente un lenguaje “espiritualizante” y generan, a su vez, oposiciones entre las artes que, desde nuestra perspectiva, podríamos considerar como más “espirituales” y otras más “materiales” (verbigracia el mismo uso de la noción de “Romanticismo” utilizado por Hoffmann que se han mencionado un poco más arriba), pero es cierto, también, que las utilizan considerando un modelo epistemológico en el cual todas las Artes Bellas permitirán pensar la relación entre materia y espíritu sin eliminar ninguno de los términos.[36] De hecho, independiente de las distinciones articuladas por diversos autores románticos sobre las diversas disciplinas artísticas, una cosa que está presente en todos es que lo propio de las artes consideradas estéticamente es que nos permiten introducir la libertad en el plano material o, dicho de otra manera, nos permiten relacionarnos con un más allá de la materia en la propia materia. En este sentido, cuando se intenta explicar la estética musical romántica, insistiendo en la necesidad de contraponer lo material con lo espiritual, se deja de pensar lo único importante de pensar para la filosofía y la estética romántica: el hecho de que todo particular contiene en sí lo absoluto y lo universal. En palabras de Wackenroder:

El arte habla mediante imágenes a los hombres y se sirve entonces de una escritura jeroglífica cuyos signos según lo exterior conocemos y comprendemos. Pero funde lo espiritual y lo no sensible en las figuras visibles de un modo tan conmovedor y digno de admiración, que de nuevo nuestra esencia entera y todo lo que habita en nosotros se mueve y estremece en sus raíces.

Las enseñanzas de los sabios solo ponen en movimiento nuestro cerebro, solo una mitad de nosotros mismos; pero los dos lenguajes maravillosos cuyo poder aquí proclamo remueven nuestros sentidos tanto como nuestro espíritu; o mejor diría, con ello (no lo podría expresar de otra manera) todas las partes de nuestra (para nosotros misteriosa) esencia parecen fundirse en un único nuevo órgano que capta y concibe el milagro celestial por esta doble vía (Behler [citando a Wackenroder] 1996, 32-33).[37]

Por otra parte, la idea de que para la música y la estética romántica la técnica, y en consecuencia la materialidad, posee un papel secundario es fácilmente discutible al acercarse a los propios textos musicales de Hoffmann; cuyos análisis lejos de considerar la técnica como un elemento secundario, se basan en la construcción armónica, melódica y organológica de las piezas para intentar leer en dicho armazón técnico-material aquella totalidad a la cual la pieza apelaría.[38]

En este sentido, la apelación romántica a una pureza de lo musical estaría lejos de considerar que dicha pureza se relacionaría con una inmaterialidad de la música. Muy por el contrario, la música nos permite interrogar la noción misma de representación, y cómo esta serviría de enlace entre el sujeto y la verdad al eliminar la dicotomía entre materia y espíritu y presentarnos a la subjetividad en su carácter absoluto.

V. La música como práctica subjetiva

Independientemente de si nos enfrentamos a los objetos artísticos como sus creadores o como sus receptores, para los autores que hemos estado mencionando, habrá arte solo en la medida en que aquellos objetos generen una experiencia en alguien, es decir, en la medida en que el sujeto logre interpretar la obra, para lo cual, aunque sea mínimamente, el sujeto debe ser transformado por la obra. En este sentido, para el modelo de comprensión romántico del arte y de la música, la verdad a la cual accedemos a través del arte no es “la verdad del arte” sino la verdad a secas;[39] la importancia –y la novedad– que adquirirá la música en el siglo XIX para la filosofía está determinada por la transformación en la práctica de escuchar más que por las transformaciones estructurales o instrumentales de la propia disciplina: allí donde el auditor del siglo XVIII lograba, en el mejor de los casos, ir del sonido a las ideas o pasiones que el sonido pretendía representar, el auditor romántico –por supuesto, también en el mejor de los casos– escuchará el devenir de su propia subjetividad, dejará ingresar el sonido para que lo guíe en una experiencia donde lo experimentado siempre será una verdad que surge de sí mismo y en donde el juego de remisiones propio de las gramáticas de la época clásica (una figura sonora, una imagen, un gesto que remite a una pasión o a una idea) no tiene lugar pues sonido y sujeto se funden en la propia acción-hecho (Tathandlung) de escuchar. En este sentido, se podría pensar el Romanticismo musical como el primer momento en que la música sale de una consideración estilística de su práctica (qué formas convienen a qué ideas o a qué efectos), para concebirse, más bien, como un tipo de pensamiento crítico fundamentado en la práctica de escuchar; el compositor romántico es, antes que nada, aquel que sabe escuchar y que, a posteriori, objetiva, en una forma particular, aquello que ha escuchado en sí mismo, teniendo siempre presente que la forma en la que se objetiva aquella verdad –la estructura de la obra– no puede contener dicha verdad sino solo conducir a ella, pero únicamente en la medida en que aquella forma sea actualizada e interpretada, es decir, sea vivenciada, por un sujeto.

Justamente a raíz de esto es que el Romanticismo será el primer momento en la historia de la música en que se establezca una relación negativa con la forma musical y los recursos composicionales, es decir, el primer momento en el cual los compositores adquieren conciencia de que la obra, en tanto estructura material específica y particular, no es adecuada para representar aquello que está destinada a representar, pero es, justamente, aquella inadecuación la única manera de poder pensar la verdad de la cual la obra es capaz. En este sentido, el Romanticismo musical será el primero que se enfrente dialécticamente con la práctica composicional:

El nombre de dialéctica comienza diciendo solo que los objetos son más que su concepto, que contradicen la norma tradicional de la adequatio. La contradicción [...] es índice de lo que hay de falso en la identidad, en la adecuación de lo concebido con el concepto. Sin embargo, la pura forma del pensamiento está intrínsecamente marcada por la apariencia de la identidad. Pensar quiere decir identificar. El orden conceptual se interpone satisfecho ante lo que el pensamiento trata de comprender. Apariencia y verdad del pensamiento son inseparables. La apariencia no se deja eliminar por decreto, como, por ejemplo, asegurando la existencia de una cosa en sí, situada más allá del conocimiento. [...] La conciencia de que la totalidad conceptual es una ilusión solo dispone de un recurso: romper inmanentemente, es decir, ad hominem, la apariencia de la identidad total (Adorno 1975, 13).

Esta consideración dialéctica de la práctica musical permitirá a los románticos no renunciar a la relación con la noción de verdad en la materialidad de la obra al mismo tiempo que aquella verdad era imposible bajo una consideración puramente técnica de dicha obra. La estructura de la obra comenzará a ser fundamental pero esa importancia estará dada, más bien, por lo que ella calla que por lo que dice. Esta concepción es la que hará no solo posible, sino ejemplar, la idea de un músico sordo, tal como Wagner lo planteará a propósito de la figura de Beethoven:

¡Un músico privado del oído! ¿Podemos imaginar un pintor ciego? Sin embargo, conocemos al vidente ciego. Tiresias, para quien el mundo de la apariencia está cerrado, y que percibe, por lo tanto, con su ojo interior el fundamento de toda apariencia, –es a él a quien se asemeja el músico sordo quien, ya no siendo molestado más por los ruidos de la vida, no escucha nada más que las armonías de su mundo interior (Szendy [citando a Wagner] 2000, 14-15).[40]

Pero Wagner omite un elemento central a propósito de la sordera de Beethoven que nos devuelve a la reflexión sobre la verdad como tensión entre la materialidad y la espiritualidad; Wagner se olvida de que la sordera es vivida por Beethoven no como un don (Tiresias) sino como un desgarro[41] y, por lo tanto, puede leer en ella el signo de la genialidad que le permite a Beethoven “escuchar las armonías de su mundo interior” solo en la medida en que él mismo (Wagner) no experimenta la tragedia de dicha sordera. El punto en cuestión, y la negatividad, mencionada más arriba, del problema dialéctico que el ejemplo de la sordera nos permite pensar es que, si bien la estructura material de la obra (en el caso de la música la organización estructurada de los sonidos) no puede contener a la verdad (o interioridad subjetiva), la única posibilidad de pensar aquella verdad está dada por dicha estructura material.

De este modo, lo que me interesa destacar aquí es que la consideración romántica de la música no es solo un momento dentro de la historia de una disciplina en particular, sino más bien, es el momento en el cual la música abandona su consideración puramente material para transformarse en una práctica subjetiva[42] (en muchos sentidos la  práctica subjetiva moderna por antonomasia) que, como tal, permite captar la enajenación del propio saber que se entiende a sí mismo como pura condición formal de acceso al conocimiento. Desde esta perspectiva, todo aquello que se anquilosará posteriormente como el “estilo romántico”, es decir, el momento en el cual ciertas formas se asociarán de manera estandarizada a ciertos efectos, no será sino todo lo contrario de aquello que los primeros filósofos románticos pretenderán en la relación entre formas artísticas, sujeto y verdad, pues la transformación en “estilo” no será otra cosa que la ausencia de toda relación interpretativa con la obra, es decir, su transformación en puro producto de consumo.

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Notas

[1] Cf. Shiner, Larry. 2004. La invención del arte. Una historia cultural. Barcelona: Paidós.

[2] Tales como la profundización en la experimentación con la tonalidad, la maximalización y complejización de las estructuras formales clásicas, los desarrollos y transformaciones en el ámbito organológico (tanto a nivel de los instrumentos en particular así como también de la orquesta en general), por mencionar los ámbitos más destacados.

[3] Por supuesto que dicha diferencia se refiere al lugar y sentido social ocupado por la práctica musical. Sin duda la palabra música siempre ha implicado el trabajo creativo con los sonidos, pero lo que cambia en dicho momento es, justamente, qué tipo de saberes moviliza una práctica como aquella (ya sea en tanto creador o auditor) y qué lugar social ocupan sus cultores.

[4] Verbigracia el formalismo de Hanslick el cual tuvo un lugar importante en el desarrollo del pensamiento y la teoría musical en la segunda mitad del siglo XIX y que se oponía explícitamente al idealismo romántico.

[5] Sin duda la experimentación sobre los diversos aspectos mencionados en la nota 1 se puede leer técnicamente como un proceso continuo y autónomo que no requiere más explicación que el propio desarrollo técnico de dichos aspectos a lo largo de la historia de la música occidental.

[6] Es decir, como una práctica artística autónoma que, a través de estructuras abstractas, permite un proceso de representación subjetiva altamente significativo para el contexto social.

[7] La sección referida a la música en la Enciclopedia de Diderot y D'Alambert es uno de aquellos ejemplos, pero no el único; luego de su intervención en L’Enciclopedie, Rousseau publicará en 1768 su Dictionnaire de la Musique. Más tarde, en 1771, Johann Georg Sulzer publica su Allgemeine Theorie der Schönen Künste y, mucho antes que todos ellos, en 1732, Johann Gottfried Walther publica su Musicalisches Lexicon oder Musicalische Bibliothek, texto que se podría considerar como la primera enciclopedia musical en el sentido ilustrado del término. En efecto, será de dicho texto que Koch tomará el título para su obra.

[8] La traducción corresponde a Dalhaus 1999, 14. Es posible encontrar el facsímil alemán completo en  http://archive.org/details/MusikalischesLexikon1802.

[9] La traducción es mía desde la edición francesa referenciada.

[10] Apelando, con esta idea no a la noción estilística de “música clásica” sino a la noción de âge classique en tanto modelo epistémico tal como lo desarrolla Foucault en su texto Les mots et les choses. Cf. Foucault 1966.

[11] Insisto en que, esto no quiere decir, que sean las únicas teorías del lenguaje, ni las más válidas, sino que son las que permiten establecer vinculaciones con un cierto “sentido común” de época y con diversos lenguajes, como aquellos del arte.

[12] Es decir, no como la expresión de una subjetividad individual y singular que exterioriza su “mundo interior” a través de la obra.

[13] “La lengua convencional solo pertenece al hombre. Por eso el hombre hace progresos, sea para bien o para mal, y los animales no lo hacen” (Rousseau 2007, 257).

[14] Los textos referidos a la música de estos autores son: en el caso de Dubos disponemos de las Réflexions critiques sur la poésie et sur la peinture [Reflexiones críticas sobre la poesía y la pintura] (1719), texto que posee un último capítulo dedicado a la relación entre poesía y música, y desde el cual Rousseau tomará ideas para su teoría del origen de las lenguas. En el caso de Herder contamos con el Abhandlung über den Ursprung der Sprache [Ensayo sobre el origen del lenguaje] (1772), un equivalente en alemán al texto de Rousseau que se confrontará con la teoría de Hamann sobre el lenguaje al afirmar el origen humano y no divino de este y, por otra parte, el famoso texto Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit [Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad] en el que, a propósito del desarrollo de la noción de historia humana, se dedicarán varios comentarios al problema del lenguaje, de la poesía y de la música. En el caso de Rousseau y Koch están los textos ya citados.

[15] La negrita es mía.

[16] Tal como lo señalará Descartes en el Artículo XLVII de Les passions de l'âme: “Y no es sino en el rechazo que se da entre los movimientos que el cuerpo por sus espíritus, y el alma por su voluntad, tienden a provocar al mismo tiempo en la glándula [pineal], en lo que consisten todos los combates que acostumbramos a imaginar entre la parte inferior del alma, que llamamos sensitiva, y la superior que es racional, o bien entre los apetitos naturales y la voluntad. Pues no hay en nosotros más que una sola alma, y esta alma no tiene en sí ninguna diversidad de partes: la misma que es sensitiva, es racional, y todos sus apetitos son voliciones” (Descartes 1649, 67-68). La traducción es mía.

[17] En el caso de la pintura es ejemplar el análisis que realiza Félix de Azúa (1985) sobre el modelo de representación pasional de Le Brun en su artículo “Las pasiones al servicio de la corona”. En el caso de la poesía o de la expresión de pasiones a través de la palabra (práctica en la cual tendríamos que incluir el teatro de la época), sin duda el gran modelo de representación pasional había sido el Ars Poética de Horacio y la reinterpretación que encontramos tanto en Castelvetro como en el teatro clásico francés de la Poética aristotélica. Por otra parte, sobre todo para el contexto español, no es de poca influencia el modelo propuesto por Lope de Vega en su Arte nuevo de hacer comedias donde, justamente, encontramos esta relación léxica entre una pasión y su manera formal de manifestarse en un ámbito específico como la poesía (“Acomode los versos con prudencia / a los sujetos de que va tratando: / las décimas son buenas para quejas; / el soneto está bien en los que aguardan; / las relaciones piden los romances, / aunque en otavas lucen por extremo; / son los tercetos para cosas graves, / y para las de amor, las redondillas”).

[18] Es importante recordar que acá no me refiero a la época clásica en tanto denominación estilístico-musical, sino en tanto contexto filosófico-epistémico. En este sentido no es casual que justamente en el momento en donde esa mentalidad de la época clásica comienza a entrar en crisis y en transformación (desde la segunda mitad del siglo XVIII en adelante) la teoría de los afectos pierda fuerza, justamente en el contexto del formalismo del periodo estilístico del clasicismo musical, donde comienza un proceso de autonomización de la gramática musical dejando de lado el problema de los afectos para centrarse en el problema de las formas musicales. Así y todo, para los efectos de la explicación que sigue, es importante tener presente que dicho clasicismo musical sigue guardando una relación con la mentalidad clásica en su confianza respecto de la transparencia racional de dicho lenguaje musical; si bien reemplazan la relación a las pasiones por la relación abstracta de las puras estructuras formales, dichas estructuras siguen siendo comprensibles y racionales.

[19] El propio Descartes escribirá, también, en 1618 un pequeño tratado sobre música (el Compendium Musicae que, dicho sea de paso, presume ser la primera obra escrita por el filósofo) destinado al matemático Isaac Beckman, de quien Descartes era amigo y compañero de armas por aquella época. El texto cartesiano intenta conciliar las teorías musicales de corte físico-matemático, como la de Zarlino, con la, por entonces ya famosa, “teoría de los afectos”, siendo este texto uno de los antecedentes más evidentes de su tardío tratado Les passions de l'âme.

[20] Hasta cierto punto, la contraposición entre Herder y Hamann respecto del origen del lenguaje está vinculada con esta cuestión. Cuando el primero afirma el origen humano y natural del lenguaje está apelando, finalmente, a la posibilidad de comprensión y dominio absoluto del mismo por parte de la racionalidad y la conciencia y, por lo tanto, por infinitas que sean las posibilidades de la racionalidad, siempre serán completamente explicables para sí mismas. A diferencia de aquello, cuando Hamann apela al origen divino del lenguaje (más allá de las implicancias teológicas de esta afirmación, sobre todo proviniendo de un cabalista judío como Hamann) está apelando, finalmente, a un grado de incognosibilidad o incomprensibilidad para lo humano (entendamos acá lo divino más bien como lo in-humano) respecto del lenguaje mismo y de su origen.

[21] Esto es especialmente claro tanto en el ya citado Arte nuevo de hacer comedias de Lope, como en la famosa “teoría de los afectos” en donde determinados giros melódicos literalmente movían determinados afectos (p. ej. el tetracordio frigio descendente [tono, tono, semitono] se asociaba al dolor por lo cual era el ostinato sobre el cual se construía el bajo continuo de prácticamente todas las piezas llamadas lamentos).

[22] La traducción es mía.

[23] “Conocer el lenguaje ya no es estar lo más próximo posible del conocimiento en sí mismo, solamente es aplicar los métodos del saber general a un dominio singular de la objetividad” (Foucault 1966, 309). La traducción es mía.

[24] “La literatura es la negación de la filología (de la cual es, sin embargo, la figura gemela): remite el lenguaje de la gramática al poder desnudo de hablar y ahí reencuentra el ser salvaje e imperioso de las palabras” (Foucault 1966, 313). La traducción es mía.

[25] Si Foucault percibe un vacío en la relación entre filosofía y lenguaje a lo largo de todo el siglo XIX que vendrá a ser colmado recién con Nietzsche a finales de dicho siglo, es porque omite toda referencia a Schleiermacher, Schlegel, Schelling, Hoffmann, Wagner o Hanslick en su reflexión. Omite esta trayectoria para resaltar como logro último de la Modernidad la completa autonomía del significante del lenguaje en Mallarmé, un encierro en la soledad del significante sin significado de la palabra en sí misma (le mot lui-même) como respuesta a la interrogante moderna sobre el sentido; insiste que sea esa oclusión del signo la que responda a una interrogante cuyo inicio solo alcanza a ver en Nietzsche; “A esta pregunta nietzscheana: ¿Quién habla? Mallarmé responde, y no cesa de retomar su respuesta, diciendo que aquel que habla es, en su soledad, en su frágil vibración, en su nada, la palabra misma – no el sentido de la palabra, sino su ser enigmático y precario” (Foucault 1966, 316-317). La negrita y la traducción son mías.

[26] En su Dialektik, Schleiermacher hace una consideración que puede ser un buen ejemplo de esta cuestión cuando señala que “si eliminamos esta relación del pensamiento al Ser, entonces no habrá conflicto, sino que mientras el pensamiento solo permanezca puramente en sí mismo, solo existirá diferencia” (citado por Bowie 1999, 165). Curiosamente será justo el tema de la diferencialidad del lenguaje como estructura pura (la famosa différance de Derrida), es decir, una diferencia sin posibilidad de conflicto, lo que caracterizará el acercamiento al lenguaje (y al conocimiento, y, por ende, también a la acción, es decir a la moral y a la política) que comenzará a imperar en aquellas filosofías que reclaman para sí una superación de la Modernidad.

[27] Excepto en Fichte, quien nunca escribirá sobre estética y encontrará más bien en la Ética el lugar para reflexionar estas cuestiones.

[28] Cuestión que podemos ver definitivamente consolidada en la concepción del sujeto del psicoanálisis.

[29] Tal como se puede apreciar en su texto de 1796 Efluvios cordiales de un monje amante del arte (Wackenroder 2008).

[30] El epígrafe general del texto de Dubos, Réflexions critiques sur la poésie et sur la peinture, es aquella famosa sentencia de Horacio que reza Ut pictura Poesis (así como en la pintura en la poesía). En el tercer volumen, Dubos extiende la analogía entre poesía y pintura hacia la música al tratar la tragedia griega, conformando, ya a comienzos del siglo XVIII (el texto de Dubos es de 1719) aquel triunvirato disciplinar del cual Rousseau y luego Herder harán eco en sus textos sobre el origen de las lenguas.

[31] La negrita y la traducción son mías.

[32] En su texto La idea de música absoluta, Dahlhaus conecta inmediatamente el modelo de interpretación de Hoffmann con las viejas disputas de la prima e seconda prattica del siglo XVI, haciendo que el posicionamiento de la noción de autonomía en la música responda, más bien, a un orden de desarrollo interno de la propia disciplina sin ninguna conexión con su contexto cultural ni epistémico.

[33] Los textos claves a propósito de esta cuestión, sobre todo por el fuerte impacto que causarán en la joven generación romántica de principios de siglo, serán los textos desarrollados por Fichte vinculados con su Wissenschaftlehre, especialmente el Ensayo de una nueva exposición de la doctrina de la ciencia (1797), en el cual Fichte plantea su teoría de la autoconciencia y del Sujeto Absoluto, texto, por lo demás, que Hoffmann probablemente conoció a través de su amigo Zacharias Werner durante su estancia en Varsovia entre 1804 y 1807, donde este último le dio a conocer la mayor parte de los textos de los románticos de fines del siglo XVIII (Tieck, Wackenroder, Novalis, Hölderlin, entre otros). Cf. Duque 1998.

[34] En la versión de 1797 de su doctrina de la ciencia, Fichte va delineando la diferencia entre el acto de pensar cualquier objeto del mundo y el acto de pensarse a sí mismo, como una diferencia de dirección; en el primer caso el pensamiento se dirige hacia lo externo y en el segundo hacia lo interno, pero el riesgo es que al dirigirlo hacia lo interno, es decir hacia el propio yo, podríamos concebir ese yo como objeto del pensamiento con lo cual deberemos haber supuesto una nueva subjetividad que a su vez deberá ser objetivada por otra superior a ella y así hasta el infinito, con lo cual no haríamos otra cosa que establecer un modo de relación externa con lo interno: “Fichte hace aún un último esfuerzo por aclarar el problema y el motivo de por qué no ha sido posible [explicarnos la autoconciencia manteniéndose al interior de ella]. Dice: yo solo puedo ser consciente de un objeto bajo la condición de que sea también consciente de mí mismo, esto es, bajo la condición de que sea consciente de mí mismo como sujeto consciente. Y si con relación a un objeto exterior yo me comprendo como sujeto de la consciencia, ya en el seno de mi autoconciencia yo soy para mí mismo también lo que ahí es el objeto de mi consciencia. Es decir, por muy distinto que yo pueda ser para mí mismo de un mero objeto, de algún modo soy el objeto de mi autoconsciencia. En el primer caso, yo no podría ser consciente de ningún objeto exterior sin que fuera consciente de mí mismo en cuanto sujeto del acto de pensamiento por medio del cual lo represento. Yo no podría ser consciente de dicho acto en cuanto un acto que es mío sin que fuera consciente de mí mismo como aquel a quien pertenece dicho acto. Por otro lado, yo tampoco podría ser sujeto consciente de mí mismo sin ser para mí el objeto de mi consciencia. Por lo tanto, lo que era válido para el caso de la consciencia de un objeto exterior no lo es menos en el caso de la autoconsciencia: el sujeto se convierte para sí mismo en objeto, por lo que siempre hace falta pensar otro sujeto –y otro, y otro más, y así una y otra vez hasta el infinito. El resultado de todo ello es que por este camino no logramos explicar la consciencia” (De Jesús 2012, 499). La negrita es mía.

[35] Por ejemplo, cuando Fubini interpreta la estética musical de Wackenroder señalando lo siguiente: “Wackenroder no deja nunca de poner el acento sobre ese elemento indefinible, inasible, propio de la música. Cuanto no puede expresarse mediante el lenguaje común encuentra su expresión directa a través del lenguaje de los sonidos: lenguaje absolutamente aconceptual, ahí radica su privilegio. El lenguaje de los sonidos se halla totalmente liberado de cualquier contacto con la materia. La técnica asume dentro de él un papel tan solo secundario, material; lo que más cuenta es el contenido inefable, el alma, el sentimiento” (Fubini 1990, 261). Las negritas son mías.

[36] En efecto Hoffmann dirá que la música es la más romántica de todas las artes, no que es romántica en oposición a otras que no lo son.

[37] Las negritas son mías.

[38] Y en el contexto puramente musical, si pensamos en las obras del propio Beethoven o, posteriormente de Wagner, arquetipos de lo romántico en música, la importancia radical de sus obras, en muchos casos, está dada desde el despliegue técnico y recursivo de la obra: pensemos, por ejemplo, en Beethoven, en la tercera sinfonía o en la “Gran Fuga” del Cuarteto N° 13, op. 130 –más tarde reemplazada en dicho cuarteto y publicada de manera independiente bajo el op. 133– o en el famoso preludio de Tristán e Isolda en el caso de Wagner, todos ejemplos paradigmáticos en relación con el desarrollo técnico del lenguaje musical.

[39] Es desde esta perspectiva que es necesario entender la afirmación de Schelling acerca de que el arte es el órgano de la filosofía.

[40] La traducción es mía.

[41] En una carta a sus hermanos, conocida como el “testamento de Heiligendstadt”, redactada el 6 de octubre de 1802, Beethoven entrega una imagen bastante trágica de su propia sordera (en un momento en donde el músico aún no entraba en la fase crítica de esta) la cual lo obligaba a una especie de anacoresis involuntaria. El texto original en alemán es posible encontrarlo aquí: http://de.wikisource.org/wiki/Heiligenst%C3%A4dter_Testament y una traducción al español puede ser consultada aquí: http://www.lvbeethoven.com/Bio/LvBeethoven-Testamento-Heiligenstadt.html

[42] Justamente este es el lugar de partida de la concepción que Hegel tendrá de la música y del oído como “órgano subjetivo”: “Lo decisivo aquí es que el ‘completo retraimiento a la subjetividad’ en la música consiste en que, a diferencia de lo que ocurre con la visibilidad en la pintura, la materialidad en la experiencia de la música es por completo la que constituye esa misma experiencia. No queda un resto de materia de la cual se pueda decir que se ha tenido una experiencia auditiva, no existe otra materialidad que la del sonido, no queda más materia que la que la subjetividad es capaz de sentir” (Rojas 2004, 11).


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Rossel, Camilo. 2022. "El sonido como pensamiento. Consideraciones sobre una epistemología moderna de la música". Resonancias 26 (50): 187-206.

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