Resonancias vol. 26, n° 50, diciembre-junio 2022, pp. 250-257.
DOI: https://doi.org/10.7764/res.2022.50.15
Al mismo tiempo que el debate parlamentario chileno excluía de la categoría “pueblo originario” a la cultura afrochilena, la antropóloga chilena Mariana León publicaba este libro sobre la actualidad sonora de la africanía y su descendencia, llenando uno de los vacíos más notorios de la musicología chilena de los últimos años. Y lo hacía por medio de un método poco practicado en Chile: la etnografía musical, en un trabajo de campo discontinuo con viajes de ida y vuelta entre Brasil y Chile (2012-2014, 2016) y el bilingüismo propio de los posgrados en ciencias sociales. El resultado final es un texto necesario para el desarrollo de la antropología cultural y la etnomusicología chilenas. Un libro importante por su perspectiva humanista y documentación, pero también por su poder reflexivo y descripción densa, que interroga lo que sabemos y cómo lo sabemos en relación a la continuidad y valor de esta cultura. El texto contribuye a llenar parcialmente el vacío que Víctor Rondón denunciara en 2014 cuando afirmaba que “Chile jamás se ha pensado negro” porque su negritud ha sido “silenciada por factores ideológicos que han condicionado la producción tanto historiográfica como musicológica” (p. 50). Se nos ofrece así la oportunidad de cambiar esa mentalidad y plantearnos la negritud como algo tangible con efectos en el cuerpo, la memoria y la imaginación social y cultural.
Pero ¿qué es el tumbe? La definición antropológica de León indica que es una expresión de “la forma de ser colectiva” de los afrodescendientes del norte del país (p. 109). Musicalmente, se trata de un baile en rueda o ronda que se caracteriza por botar al compañero de baile con un movimiento de cadera, acción de donde proviene el término “tumbe” o “tumbar” (p. 14). Sobre ese baile se desarrolla un canto cuya estructura rítmico-melódica está basada en coplas de carnaval (con melodías diversas, al modo de las contrafactas) que gradualmente han ido creando un repertorio colectivo para toda la comunidad afro identificada. Al igual que sus pasos de baile, este repertorio ha sido reconstruido gracias a memorias guardadas por décadas entre los más viejos de la zona. Y todo indica que a los músicos y bailarines les importa más la práctica del baile que la discusión teórica de su origen porque esa reconstrucción es la que se ha desarrollado con una impronta propia: “En la actualidad, cuando se habla de tumbe carnaval refiere principalmente a una expresión rítmica, sonora, coreográfica y cantada en formato de comparsa para desfile de carnaval, justamente basada en esa ‘recreación’ que ha tomado vuelo propio” (p. 15).
El texto está estructurado en cinco partes. La “Introducción” se ocupa de la organización interna del libro, explicando algunos conceptos básicos y dejando en claro su perspectiva etnográfica y estructura narrativa. Este último aspecto es tan importante como el contenido del libro. El primer capítulo, llamado “Arica más allá de Chile, el puerto ¿agrícola? en el Pacífico”, explica el nexo histórico de la cultura negra con el norte de Chile, detallando la “deriva carnavalesca” que conecta la afrochilenidad con el tumbe como práctica cultural y musical, una sección en la cual se aventuran hipótesis sobre el origen esquivo de dichas prácticas. El segundo, titulado “La (Re)creación del tumbe carnaval y su primera comparsa”, se refiere a la revitalización del género y la formación de las primeras comparsas, es decir, a la configuración del revival como evento primigenio de su etapa contemporánea. El tercer capítulo, “Piezas de una historia perdida: performance, sonidos y movimientos”, versa sobre los movimientos y “sonidos” que configuran el tumbe como música, distinguiendo con claridad entre lo que sí se pretende performar/representar/escenificar, y lo que no. El cuarto, lleva por título “Narrativas en el desfile del Carnaval Andino 'Arica con la fuerza del sol'” y corresponde a un estudio de caso dentro del mismo tumbe, en el que León da seguimiento espacial al movimiento de los/las bailarines/as, decodificando sus símbolos y explicándonos el sentir-pensar de sus protagonistas. El objetivo de esta parte es introducirnos en el cuerpo de otras personas, exponiendo las ambigüedades, certezas y significados de lo que hacen al bailar. El capítulo final, “Conclusiones”, hace un recorrido sintético de lo dicho con un tono celebratorio y siempre con los conceptos de performance y memoria como foco principal.
El libro posee tres méritos que es importante destacar. Primero, una escritura etnográfica transparente que borra la distancia entre el yo y la comunidad, aproximando/alejando al lector a las vivencias de un amplio y heterogéneo grupo humano, al modo de un zoom académico de los afro-problemas de un sector social y cultural invisibilizado del país. Esta escritura refleja bien el paso de una memoria oral antigua a una realidad contemporánea y cotidiana, dando cuenta del momento exacto en el que se recrea la tradición en el sentido subjetivo antropológico y no hobsbawmiano “inventado” del término. Y tercero, el libro ofrece un estado del arte horizontal del debate afrocultural, esto es, una revisión teórico-literaria hecha a lo largo de todo el libro, no solo en su sección inicial, dialogando con autores diversos de manera amistosa y al mismo tiempo crítica. Este mecanismo, poco practicado en general por la musicología, es también una manera de mostrar el lugar que uno(a) ocupa dentro del campo, algo que Mariana León hace muy bien sin abandonar el respeto y amistad que posee con sus cultores y contactos estrechos. Esta suerte de “autonomía crítica” de su trabajo le otorga originalidad y una buena capacidad de lectura de lo social.
En los intersticios de estas tres virtudes asoma un valor extra, cual es no haberse dejado subsumir por las palabras “patrimonio”, “identidad” y “turismo”. Se trata de tres conceptos que yo llamo “conceptos-hoyo-negro” dado que suelen desviar las energías del sistema en una sola dirección. Me parece que su ausencia del debate es, en este caso, necesaria para evitar un camino difícil de sortear en los tiempos analíticos actuales. Pero no porque no podamos abordarlas (siempre lo hacemos al final), sino porque empujan el debate hacia otros derroteros, alejados de la subjetividad de la etnografía y entregados al gran relato de lo público.
El texto está plagado de frases que contienen pensamientos personales de la autora, mezclados con ideas académicas, planteos teóricos y observaciones de la realidad afrochilena. La narrativa del libro mezcla estos niveles de manera efectiva y por eso nos hace pensar, aspecto que considero positivo y, en gran medida, el objetivo final de una investigación de este tipo. Así visto, el estilo de León permite imaginar la etnografía como lo que es: una lectura del mundo, una visión política, intuitiva y aguda del sistema social que a veces es muy informal, pero nunca irreflexiva. De todas esas frases, se me quedan en la retina algunas como “la memoria agrícola, construida, rescatada y que renace en el presente de la mano de los nietos de esos abuelos negros, es una forma de sabotear la historia oficial” (p. 54), o estas otras dos, más largas:
[…] más allá del debate histórico y críticas sobre la invención de tradiciones de esta comunidad, tras el borramiento que les exigió la chilenización, la cuestión es “¿de qué otro modo pueden las personas reaccionar a lo que les es infligido sino inventando sobre su propia herencia, obrando de acuerdo con sus propias categorías, su lógica y su entendimiento?” (basada en Sahlins) (p. 61).
El valor subjetivo y emotivo como constituyente de la realidad sociocultural a través de la oralidad, propone que la persecución sufrida por esta comunidad, tras la Guerra del Pacífico, significó la desconfiguración del hogar y su vida social como continuidad de la vivencia de la diáspora, enfatizando el carácter xenófobo del hostigamiento del Estado chileno a los habitantes negros de este territorio (p. 24).
Me gustaría reflexionar ahora sobre cinco conceptos que considero centrales en el trabajo antropológico propuesto por este libro, cuya puesta en discusión es un aporte a la etnomusicología chilena: tradición, cambio/continuidad, producción/presencia, performance y familia. Luego de ello, quisiera comentar algunas ausencias que me llamaron la atención y que permiten dejarle preguntas para el futuro a los y las antropólogas como Mariana que dialogan con la música y la musicología de manera sistemática.
En primer término, desde mi punto de vista este libro inaugura un escenario nuevo para la etnomusicología nacional que llamaría “análisis sistemático del post-revival” de la tradición. Al igual que el trabajo de Javiera Benavente (2017) e Ignacia Cortés (2020) en Chile, o que el de Daniel Castelblanco (2020) en Estados Unidos y Perú, el trabajo de Mariana León aborda la revivificación de una práctica con un enfoque contemporáneo, filtrando de raíz y críticamente los aspectos históricos y los discursos de nación y patriotismo. Su mirada, empero, es positiva, celebratoria, no solemne. Es una memoria alegre, sin la gravedad simbólica de la tradición de lo nacional, más próxima a la fiesta que al homenaje, más cercana al carnaval que al himno.
Frente al concepto de folclorización, más estático y rígido por su aplicación casi exclusiva a un folclore escenificado, la idea de post-revival permite resituar los fenómenos sonoros abriendo el análisis a la imaginación y la creatividad. De esta forma, se describen mejor las transformaciones y sincretismos de las prácticas etnificadas, o como señala Benavente, se “concientiza tanto a quienes performan como a los espectadores de la calidad de transformada y reentendida de dicha práctica, distinta a su fuente ‘tradicional’ y pasada que le dio origen” (2017, 22). Si lo consideramos como un fenómeno “post”, el análisis de León libera a los artistas de las restricciones iniciales de la tradición. Fernando Fischman llama a este fenómeno “retradicionalización” entendiendo por ello la búsqueda de una nueva autenticidad pero en el presente, creada, renaturalizada. Sea post-revival o retradicionalización, este libro aporta un segundo nivel de análisis con el que se cierra o cristaliza una mirada humanista sobre una práctica musical. En este contexto, la pregunta por “quién asigna lo tradicional” o “quién representa” se vuelve la pregunta de fondo, la más difícil de responder. Para tranquilidad de el/la lector/a, esa pregunta está aquí respondida: quien da la tradición es la memoria oral reconstruida, en algunas aristas abiertamente rellenada, pero no inventada para hegemonizar sino para apropiar, para revivalear, para traer de vuelta algo donde se vive la unión entre el recuerdo de una población y la naturaleza del objeto: el mundo agrícola, el re-colere.
Este último punto es otro aporte de este trabajo: su noción de cambio y continuidad. El viejo Bruno Nettl solía decir (al mismo tiempo que Blacking, no me olvido) que lo que produce la continuidad de un fenómeno es la dialéctica de presencia y ausencia del cambio y no solo el inagotable cambio (1983, 178-183). Esta idea fue repetida hasta el cansancio por el influyente etnomusicólogo estadounidense Philip Bohlman, pero fue el mismo Blacking (1977) quien antes señaló que existe un tipo de cambio propio: el “cambio musical”. Ese cambio es distinto a otros tipos de cambio social porque aunque la música siempre se entrelaza con otras actividades, las consecuencias de su uso, producción o audición, son distintas o, al menos, diversas a las de otras áreas (hoy diríamos “interdisciplinarias”). En esa línea, el mérito es evitar hablar de “pérdida cultural” y buscar el carácter generativo, contextual y dinámico del cambio, buscar su desarrollo. El fin de la reinvención, como dice León citando a Ducongé, es a la larga un fin político porque los rasgos que esta conecta articulan una “heterogeneidad cambiante” (p. 85). Es la cultura como política, pero la política generativa de la creatividad, el imaginario y el auto-reconocimiento, no la política cultural y menos aún la política partidista que dejó fuera a la afrochilenidad como pueblo histórico.
En el tiempo de crisis que nos toca vivir necesitamos más textos con este enfoque. Y se me ocurren dos razones para justificar esta idea. La primera es que el concepto de tradición ha sido entendido como un falso polo opuesto a la idea de modernidad (lo señala León en la p. 273), algo que ocurre debido a que los términos “tradicional” o “nuevo” son interpretativos y no descriptivos. Aquí en Chile esta oposición se entendió así durante más de medio siglo y por eso el cambio fue considerado un aspecto “funcional” al folclore, es decir, se dio por sentado que el folclore “venía con cambio incluido”. Sin embargo, al mismo tiempo se pensó que dicho cambio debía medirse e incluso que debía diseñarse una metodología para detectarlo, razón suficiente para que las revistas de la época le dieran un enorme espacio a ese tipo de reflexiones.
Pero este argumento, aún presente en los conjuntos folclóricos recopiladores, olvidó que la idea de “no cambio” es un fenómeno que no existe. Todo es cambio. Por eso algo “nuevo” también puede ser concebido como algo tradicional, o, dicho de otro modo, el cambio es una cara de la continuidad y por eso se complementa bien con ella. La tradición es entonces una forma de interpretar el pasado: un modo de evitar los “parámetros de no cambio”. Aquí está uno de los méritos, insisto, de este texto: concebir la tradición como una continuidad desde el inicio, entendiéndola como una materialidad no exenta de símbolos y objetos no-humanos, como un corpus resultado de una cultura heredada que exige un proceso interpretativo sin el cual no se puede leer porque su interpretación es parte de su contenido (Handler y Linnekin 1984, 273). En este sentido, la idea de “continuidad” está mejor relacionada aquí con las ideas de tradición, memoria y performance, que con otras ideas expuestas como las de género o espacio, pobremente desarrolladas de manera conceptual.
En tercer lugar, siguiendo esta línea, considero relevante la idea de “producción de presencia” que León cita de Gumbrecht (p. 18). Para mí es nueva. Mariana León dice que entiende esta idea como “todos los tipos de eventos y procesos en los cuales se inicia o intensifica el impacto de objetos ‘presentes’ sobre los cuerpos humanos” (p. 30), es decir, que el cuerpo lleva consigo el impacto de “otras” formas de comunicación que a veces no vemos, como la naturaleza. Me parece importante esta idea porque reinterpreta la idea de “rescate cultural” de una manera no pecaminosa, situándola fuera de la crítica hobsbawmiana de la invención como un aspecto atado a lo nacional o sus versiones derivadas. Aquí hubiese sido interesante conocer mejor la proximidad entre familia y tradición en la cultura afroariqueña, algo característico de los estudios folclóricos internacionales desde hace un par de décadas. A este tema me referiré más adelante.
Destaco en cuarto lugar a la idea de performance, que es el concepto articulador de este libro. Aquí se encuentra entendida como una forma de vínculo social, de cohesión para la pertenencia a través del cuerpo, una “forma de ver el mundo” cuyos elementos cognitivos, afectivos y volitivos están enlazados por lo que solo es posible aprehenderlos como experiencia vivida de modo presencial (ideas de Turner y Taylor respectivamente, en p. 29). Dado que el tumbe es mayormente una performance, entonces es también una forma de mediación, como dice Mariana León. A través de él se intervienen y resignifican situaciones humanas, se agregan etapas en las que la música/baile suma algo al valor final de la comunicación. Esta aplicación antropológica del término (no musicológica ni técnico-interpretativa) permite comprender la creatividad y la experiencia de una comunidad de manera polisémica. Concuerdo aquí con la lectura que la autora hace de la obra de otra antropóloga chilena, Andrea Chamorro, en el sentido de que esa performance permite la continuidad y morigera los dilemas de autenticidad en favor de lo contestatario y lo público (p. 25).
Ahora, dicho esto, creo importante preguntarse si la performance puede hacer tantas cosas como aquí se mencionan: reunir, representar, simbolizar, interpretar, humanizar, tocar, cantar. Este dilema ha ido creciendo en la última década dentro de la academia chilena, especialmente en las tesis, porque la performance se ha vuelto un concepto omnívoro que todo lo consume. Para evitar eso es urgente considerar la performance como un fenómeno intrínsecamente fragmentado, no unitario, en disputa y continua expansión espacial. Esta suerte de “desorden” de las prácticas musicales es más próximo a la idea de escena musical o de actor-red de Latour que a la de performance, cuya utilización en el libro me parece bien acotada a lo afroperformativo, pero mal acotada a las redes humanas que ella articula. La performance, a fin de cuentas, es una suma imperfecta de dispersión y superposición de prácticas unidas por cuerpos y discursos, pero no es todo. El concepto de escena cultural, desarrollado también por Will Straw (2004), pareciera ser más próximo a la idea de performance aquí utilizada pero mirado desde la sociología económica, ya lejos del círculo de la antropología interdisciplinaria.
Siguiendo esta idea, vale la pena preguntarse por la ausencia de transcripción en este libro. ¿Por qué no hubo transcripción de músicas? ¿dónde se ubica la antropología de la música en este debate? Yo lo veo como un recurso útil, especialmente para comprender algunas polirritmias que coordinan el baile, como se señala en las notas al pie 97 y 98. Es cierto que hoy se usa poco la partitura, pero me parece que ciertas cosas pueden comprenderse con recursos donde el lenguaje no llega de la mejor manera, y donde la transcripción, bien explicada y editada, puede aportar datos.
Finalmente, me permito decir algo sobre la idea de familia, tan importante en las culturas tradicionales. En el texto esta palabra aparece más de sesenta veces. Es un concepto articulador de todo el contenido del libro, pero no está teorizado. Claro, no es necesario decir qué es la familia, pero sí qué permite hacer o deshacer, qué une y qué separa, al igual que la idea de performance. A veces los etnógrafos sonoros damos por sentada su existencia, pero su existencia implica –parafraseando la cita de Carolina Letelier al final del libro– la posibilidad de ‘echar pa atrás todas las cosas’ (p. 139). Desde mi punto de vista, esta idea de familia obliga a hacer una suerte de “reconsideración cognitiva” del pasado, algo que puede ir en paralelo con la memoria, que es un acto de construcción que también posee una función afectiva y sin duda material (instrumentos, objetos, grabaciones, etc.). La familia, al igual que la memoria, permite volver hacia atrás del mismo modo que en la teología el sacerdote devuelve el tiempo “perdonando”, pero sin borramiento, sino en un acto de relectura selectiva. Es indudable que el afecto y la emoción tienen un lugar preponderante en la creación de memoria, pero me parece que aquí se debió haber remarcado su importancia en términos teóricos, no solo descriptivos. Y es que, como expresa Ricoeur, la función de un imaginario es construir realidad por medio de símbolos verbales y pictóricos, no solo materiales (1991, 123). La memoria es siempre familiar y eso es la música tradicional: una selección de fragmentos modeladores de pasado tenidos por verdaderos.
Me permito agregar tres cosas que no quedaron bien desarrolladas o les faltó teorización en el texto, además de la idea de familia. No opacan los méritos del libro, pero creo que en el futuro podrían ser desarrolladas por la autora en sus futuros trabajos de etnogénesis cultural.
Primero, la idea de espacio. Exceptuando la idea de “entre-lugar” de Artal (2012) que me pareció fascinante, no se utiliza aquí ninguna nomenclatura o teoría que permita explicar la humanización del espacio que el tumbe produce, especialmente frente a la naturaleza yerma del norte. El término “sensibilidad espacial” es utilizado en la p. 138, pero desde una narrativa etnográfica, no desde la teoría de la localidad. Mi lectura de esta espacialidad, en cambio, me hace ver una fuerte marca geográfica sobre no-lugares que vale la pena destacar porque a partir de ella se producen lugares, se resignifica el relato bélico-nacional y se pasa del espacio-racional al espacio-relacional-festivo-carnavalero-agrícola como fuente de memoria. Esto es especialmente relevante considerando que León dedica un capítulo completo a la espacialidad del tumbe y su efecto en personas que van por las calles recreando su cultura ancestral, van espacializando su memoria en cada paso.
Segundo, me llama la atención la ausencia de una perspectiva de género, me refiero a la división del trabajo o de roles en la música, tan central en los estudios musicales. Hay una sección del libro (al parecer emic) donde se habla de “masculinizar” pasos que son “de las mujeres” (p. 102), y también se cita la idea de que hay pasos con mucha cadera que son “de mujeres”. Hubiese sido interesante conocer la raíz de esta división de género en la que es más frecuente que las mujeres bailen a que toquen (aunque esto ha cambiado). Lo digo especialmente porque se conecta con la ya clásica división paya versus cantora de rodeo, presente en el siglo XIX en Chile, cuya historiografía está aún pendiente. En el futuro sería necesario adoptar una posición que hile más fino en relación a este aspecto para explicar lo que la misma León llama “la diferencia de género” (p. 103). En particular, porque esto remite a las políticas de la diferencia en la performance como “formas primarias de relaciones significantes de poder” (Scott en Lamas 2013, 17). La pregunta sería entonces, ¿cómo inciden las divisiones genéricas del trabajo en las formas performáticas en la creación de memoria?
Finalmente, un aspecto que el texto podría aclarar mejor es la idea de epistemología tumbera, mencionada en la página 11. Esta es en cierto modo la gran hipótesis del libro: existe un modo de ser afrochileno que se traduce en el baile y la música, una especie de episteme que produce maneras y formas propias que le dan singularidad al grupo cultural que las realiza. Pero esto no se dice directamente. En este sentido, podría haber sido parte de un debate metodológico acerca del rol de la etnografía o bien acerca de la creación de conocimiento desde el baile, aspecto que, cada vez más, los etnomusicólogos venimos señalando como un enfoque necesario para comprender la participación cultural.
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